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Pedro Insua

Decadentismo griego, sofística y muerte de Sócrates

Y así estamos, en buena medida, hoy día: vivimos en demagogia, esa «tiranía de los oradores», que decía Hobbes, profesionales sofistas, dedicados a «hacer fuerte el argumento débil

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Decadentismo griego, sofística y muerte de Sócrates

Hace unos días Ernesto Castro, un joven sofista que da lecciones venales de buen pensar, decía -algo así- que tratar de temas de actualidad política era perder el tiempo, como tener la cabeza metida en un pozo (él utilizaba otra expresión), y que era filosóficamente más productivo dedicarse a cuestiones de la philosophia perennis, como, por ejemplo, la naturaleza ideológica de las diferentes corrientes o facciones políticas de Atenas (y de Grecia, en general), en los siglos V y IV a.C. Sugería, el joven sofista, que allí podríamos encontrar unas derechas y unas izquierdas más o menos alineadas a las actuales, incluso a «rojos» y a «fachas» (tal como quiere el podemismo, que ha convertido en cósmica la distinción entre izquierda y derecha).

Naturalmente que existe la posibilidad de homologar ciertas situaciones, pero, en general, ese prisma, distorsiona la realidad, tanto la histórica como la presente.

Por supuesto, no estamos descubriendo nada si decimos que las razones por las cuales Sócrates terminó siendo, finalmente, condenado tenían un trasfondo de naturaleza política. Esta es la tesis de Luciano Canfora (Una profesión peligrosa, ed. Anagrama, 2002) quien, de un modo brillantísimo, fija en la política la clave de la condena, y también del sentido de su defensa, cosa bastante clara -yo diría indiscutible-, por lo menos tal como la recoge Platón en la Apología.

No es una tesis inaudita, ni novedosísima, pero creo que conviene subrayarla y desglosarla adecuadamente, porque ese conflicto entre filosofía y polis, que lleva a Sócrates a ingerir la cicuta, es recurrente, viéndose reeditado casi de modo endémico, como quiere Canfora. La filosofía y la ciudad conviven de manera siempre controvertida, hasta el punto de convertirse la filosofía, en efecto, en una «profesión peligrosa».

El panorama de finales del siglo IV, en Atenas, tras la guerra del Peloponeso, es el de una sociedad en decadencia, derrotada, exhausta y agotado su modelo ante Esparta. Un modelo espartano que tampoco sale bien parado (tratándose si  duda de una victoria, la de Esparta sobre Atenas, pírrica).

En este contexto de posguerra, se va constituyendo en la Hélade una suerte de nebulosa ideológica por cuya influencia las ciudades, no solo Atenas, marchan errantes en su desarrollo político; las ciudades, generalizando la expresión de Aristóteles, no dejan de cometer continuamente «faltas». Tucídides dibuja esta nebulosa, digamos decadentista, como una «inversión de todos los valores» que afecta a todas las ciudades de modo que, dice el historiador, «se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de la cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia[…]. En suma, quien tomaba la iniciativa en llevar a cabo cualquier fechoría era elogiado» (v. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 17).

Podríamos hablar de la constitución de una ideología a través de la que, por influencia de los demagogos, se produce una degradación generalizada de la constitución (patrios politeia) en las ciudades. En esto coincide el diagnóstico platónico relativo a la situación política de la Hélade: todas las constituciones vigentes son imperfectas en la medida en que se degradan, lo cual afecta directamente a la filosofía en tanto que actividad urbana. Y es que la filosofía brota en el suelo ciudadano, si ese suelo se degrada los verdaderos filósofos no pueden seguir en él (República, 497 a-b9).

En efecto, es como consecuencia de la constitución de tal situación ideológica por lo que el papel de la filosofía se veía, no solo por el político, sino por el ciudadano ateniense, como inútil para la ciudad, y sería, por tanto, cuanto menos inverosímil para el político que el filósofo fuese gobernante.
Sonaría incluso seguramente pintoresco, por no decir ridículo, para el político ateniense que los que dirigiesen la ciudad se dedicaran a tareas semejantes a las que se dedicaba Sócrates. Es más, para muchos la filosofía era la culpable de tal degeneración política. Es la opinión que ya Aristófanes había manifestado en las Nubes, situando a Sócrates en aquel Pensadero (frontisteron) debatiendo sobre cuestiones peregrinas, bizantinas, que no interesan a nadie y que, además, «hacen más fuerte el argumento más débil».

Platón sabe de la inutilidad que para muchos representa la filosofía en la ciudad, así, en la República, Adimanto se hace eco de tal opinión tan generalizada: «Digo esto mirando al caso presente: podría alguien decir que no hay nada que oponer de palabra a cada una de tus cuestiones, pero en realidad se ve que cuantos, una vez entregados a la filosofía, no la dejan después, por no haberla abrazado simplemente para educarse en su juventud, sino que siguen ejercitándola más largamente, éstos resultan en su mayoría unos seres extraños, por no decir perversos, y los que parecen más razonables, al pasar por ese ejercicio que tú tanto alabas se hacen inútiles para el servicio de las ciudades» (República, 487 c-d).

Así, el político, por lo menos un político de las características del «nietzscheano» Calicles, por ejemplo, ve la filosofía con cierta simpatía, pero en tanto que divertimento juvenil, como signo representativo de la ociosidad del hombre libre (frente al esclavo), no obstante, la actividad filosófica debe ser relegada por inútil al enfrentarse a los asuntos públicos, debe ser apartada de los asuntos serios. La filosofía es abandonada en la madurez, no ya sólo por el político, sino por el hombre en tanto que ciudadano, en la medida en que participe de los asuntos públicos. El que así no lo haga, llega a decir Calicles, además de merecer azotes, está en peligro de una muerte fácil, al ser la filosofía completamente inútil para elaborar una defensa ante un tribunal (tesis premonitoria sobre la muerte de Sócrates, claro, y que Platón pone en ridículo).

Y es que la disciplina desarrollada en los tribunales, y, por tanto, al parecer, útil para el ateniense, es la Retórica. El caso es que las técnicas retóricas de persuasión utilizadas en los tribunales eran dominantes en el seno de la Asamblea («el cuerpo deliberante, dice Aristóteles, verdadero soberano del Estado», en la Política), donde de hecho eran tratados los asuntos públicos. Precisamente la sofística es resultado del tratamiento de cuestiones políticas mediante técnicas abogadescas, y la filosofía aparece, así, como el reverso de la retórica.

Porque la filosofía no solamente no tenía nada que ver con las técnicas retóricas de persuasión («soy ajeno al modo de expresarse aquí», dice Sócrates ante el tribunal que le va a juzgar) sino que, por ello, quedaba completamente al margen del órgano decisorio que dirigía la ciudad. De hecho, Sócrates accedió a él en contadísimas ocasiones. Es más, Sócrates asumía, según las palabras que Platón le hace decir en la Apología, ese papel marginal de la filosofía respecto a la dedicación pública de los asuntos políticos, centrada en la Asamblea, y todavía más, sabía del peligro que podría suponer afrontar públicamente los asuntos políticos desde la perspectiva filosófica: «En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo, y no habría sido útil ni a vosotros ni a mi mismo», y aún más «el que en realidad lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente» (Apología de Sócrates, 31e. Ed. Gredos). Es decir, no actúe el filósofo en la Asamblea si quiere conservar la vida.
Seguramente Platón tendría muy presentes estas palabras al fundar la Academia doce años después del juicio contra Sócrates, y nada más regresar a Atenas tras su primera salida: la Academia es una casa privada, en la que la actividad filosófica se desenvuelve aún con mayor discreción pública de la que alcanzó Sócrates.

En definitiva, Sócrates –la filosofía– es visto desde esa ideología por los ciudadanos y políticos atenienses como una especie de «genio embaucador» que hace decir a los que con él dialoga cosas que serían impresentables en la Asamblea, y, sin embargo, es verdad, tampoco lo ven como un «genio maligno», irritante sí («tábano», le llamaban a Sócrates) pero no peligroso para la ciudad, por lo menos en la medida en que se mantiene al margen de la Asamblea.

Porque con todo, en fin, como es sabido, el desentendimiento e incomprensión del político respecto a la filosofía, tal como la entiende Platón, se consuma con el proceso, sorprendente hasta cierto punto para Platón, al que Sócrates se ve sometido. Pero también se consuma con este proceso el diagnóstico que Platón dirige sobre la situación política de Atenas: el timón de la nave estatal está en manos de aquellos que «aseguran que no es cosa de estudio» dirigir el navío, manteniendo al patrón (el demos ateniense) dormido, mientras se acusa de inútiles «miracielos» a los verdaderos pilotos. Y es que Sócrates no es víctima sin más de la agresividad de los atenienses hacia la filosofía, sino de la desorientación política en la que estaba inmersa la ciudad desde hacía tiempo, una falta de orientación inducida por el imperio de la demagogia en la Asamblea.

Y así estamos, en buena medida, hoy día: vivimos en demagogia, esa «tiranía de los oradores», que decía Hobbes, profesionales sofistas, dedicados a «hacer fuerte el argumento débil».

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