THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El poder mitológico de Twitter

«Las mentes de las personas no son líneas de código que pueden ser reescritas o alteradas por un virus certeramente apuntado»

Opinión
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El poder mitológico de Twitter

Durante más de una década, las nuevas plataformas tecnológicas de Internet fueron percibidas como extraordinariamente beneficiosas. Youtube hizo posible que millones de individuos accedieran al vídeo hip hop de will.i.am, sin depender de las televisiones y sus rígidas programaciones, y que propagaran el emotivo Yes We Can de la campaña de Barack Obama. Twitter fue el vector clave de la llamada «primavera árabe» y las redes sociales, en general, obraron el milagro de que cualquiera con acceso a Internet, ya fuera en Trípoli, Pekín o Madrid, pudiera difundir al resto del mundo, en tiempo real, lo que acontecía. Y que, a su vez, otros lo rebotaran generando un efecto multiplicador sin límites. 

Sin embargo, el idilio con las redes sociales terminó abruptamente en 2016. En ese año, las redes sociales dejan de ser vistas como herramientas democratizadoras globales para ser identificadas como amenazas del orden democrático. El suceso que provocó este giro fue la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de ese mismo año. La incredulidad y, sobre todo, el disgusto por este resultado, no tardaron en sustanciarse en una teoría: Trump habría ganado porque las redes sociales habrían alterado las preferencias de millones de votantes. 

Empezó así una guerra sin cuartel contra las plataformas tecnológicas y sus máximos responsables, algunos de los cuales se apresuraron a entonar el mea culpa para salvarse de la quema. Como fue el caso de Sean Parker, creador de Napster y primer presidente de Facebook en 2004, que se declaró sinceramente arrepentido de haber impulsado Facebook. Parker desveló que, para enganchar a la gente a la red, era preciso generar descargas de dopamina, breves instantes de felicidad, y que estas descargas corrían a cargo de los Me gusta de los amigos. «Eso explota una vulnerabilidad de la psicología humana», explicó. Y añadió compungido: «Los inventores de esto, tanto yo, como Mark [Zuckerberg], como Kevin Systrom [Instagram], lo sabíamos. A pesar de ello, lo hicimos». También George Soros lanzó la voz de alarma con un artículo titulado The Social Media Threat to Society and Security (La amenaza de las redes sociales a la sociedad y la seguridad), donde, a propósito del maléfico poder de las redes sociales, llegaba a afirmaba que «no sólo está en cuestión la supervivencia de la sociedad abierta; la supervivencia de toda nuestra civilización está en juego». 

Por su parte, los medios de información no solo dieron por buena la explicación de la manipulación masiva de los electores a través de las redes sociales, sino que la difundieron con gran entusiasmo, pero fue el documental The Great Hack (El Gran Hackeo), producido y dirigido por Jehane Noujaim en 2019, lo que llevaría la teoría de la conspiración a sus cotas más altas. Hay una frase en este documental que resume a la perfección la idea sobre la que se sustenta esta teoría: «Hay [en Facebook] 2.100 millones de personas, cada una con su propia realidad. Y una vez que todas tienen su propia realidad, es relativamente fácil manipularlas».

A pesar de que la teoría de la manipulación masiva en las redes sociales no se ha demostrado de forma empírica —más bien lo contrario—, se ha establecido como una verdad indiscutible. De hecho, es la pieza de convicción del pánico moral con el que se promueve un control creciente de la libertad de expresión en Internet. Así se explica que la compra de Twitter por Elon Musk, una noticia que antaño se habría circunscrito a la información económica, haya degenerado en histeria colectiva. 

Hoy se atribuye a las redes sociales un poder de manipulación que en realidad es residual en comparación con otras formas de injerencia que no apuntan a la base de la sociedad, sino bastante más arriba. La fantasía del gran hackeo si tiene alguna utilidad, además de justificar la creciente intervención de Internet por parte de los poderes públicos, es distraer la atención de otras maneras de torcer la democracia. Formas más directas y eficaces que no necesitan controlar millones de mentes, tan solo comprar determinadas voluntades. Según parece, es lo que habría sucedido en Alemania, dónde han sido las decisiones de un puñado de políticos y activistas, y no la manipulación masiva de las mentes, lo que ha llevado al país a una situación imposible en materia energética.

Este medio se ha hecho eco de un informe publicado en el año 2020 que analiza las organizaciones que operan en Europa financiadas por Rusia, entre las que figuran grupos de expertos y organizaciones no gubernamentales (ONG), y también organizaciones no gubernamentales creadas por el Gobierno ruso. En dicho estudio, se estima que el Kremlin podría haber dedicado 82 millones de euros a financiar ONG europeas para persuadir a los gobiernos de la UE de que paralizaran la exploración y extracción de gas en el continente, dinero al que hay que sumar otros 55 millones anuales para financiar a grupos de expertos europeos que intentan influir en la política de los Veintisiete. Todas estas acciones coinciden sospechosamente con agendas promocionadas desde los gobiernos europeos como la quintaesencia del «desarrollo sostenible».  

Según la navaja de Ockham, una hipótesis es tanto mejor cuanto más explica con menos elementos teóricos. Siguiendo este principio, habría que valorar qué amenaza al orden democrático resulta más verosímil: que decenas de millones de individuos, o centenares de millones, puedan ser manipulados en las redes sociales mediante psicografías, mensajes microfocalizados o sofisticados algoritmos, o que un número indeterminado de políticos y activistas, estimulados por incentivos perversos, promuevan ciertas iniciativas.

Las mentes de las personas no son líneas de código que pueden ser reescritas o alteradas por un virus certeramente apuntado. Aunque la gente puede equivocarse a la hora de escoger, no es posible manipularla apretando una serie de interruptores según una secuencia mágica. En política, se puede trabajar para contactar con quien que, en alguna medida, esté predispuesto a apoyar unas ideas, pero no puedes vender lo que se te antoje a quien te dé la gana. Si tal cosa es imposible en el terreno estrictamente comercial, donde se supone que es más fácil influir en las decisiones de los consumidores, más lo será en el terreno de la política con un electorado cada vez más polarizado. Lo que sí sabemos es que cuanto más cerca del poder se encuentra un individuo más posibilidades tiene de corromperse. 

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