THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Una revelación incómoda de Chanel

«Está bien que la cantante Chanel, saliendo por una vez de su norma de ‘no hablar de lo feo’, haya señalado el racismo. Las cosas se han de decir»

Opinión
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Una revelación incómoda de Chanel

Chanel Terrero. | Europa Press

Esa joven que casi ganó ese grotesco concurso de Eurovisión cantando y bailando con mucha gracia y profesionalidad es encantadora. Chanel. Son grandes su energía, su convicción, y su aspecto y su voz son muy agradables. Además de que el éxito siempre añade a la personalidad un aura de atracción, de especialidad. Veo en internet una grabación donde enseña a las chicas sus trucos de cosmética, y otra donde muestra el contenido de su bolso, y me exclamo: «¡Pero qué pizpireta y simpática es!»

También me gusta su predisposición al optimismo, a centrarse en el lado soleado de la calle, y no darle excesiva importancia a los avatares del lado sombrío, amargo. En varias entrevistas, cuando le preguntaban por las críticas que ha recibido y las decepciones que ha sufrido en el camino al éxito, elude recrearse o reprochar nada a nadie, y se centra en celebrar «lo bueno». Es una actitud.

Por eso tiene especial relevancia y mérito la entrevista que publicó el otro día Joana Bonet. Ahí, la joven cantante, de padres cubanos –ella tiene la doble nacionalidad–, cuenta que su padre es un hombre blanco y su madre, Marlene, tiene «la piel más oscura»; y que especialmente en Olesa de Montserrat, adonde ellos emigraron y ella pasó la infancia, sufrió a lo largo de los años reiteradas agresiones y humillaciones de carácter racista.

¿Racismo? Me extrañé al leer la palabra, porque la verdad es que en aquella zona de la provincia de Barcelona se han instalado y viven muchísimos inmigrantes, tanto sudamericanos como norteafricanos; y, además, tengo de nuestro país la idea a priori de un reino de tolerancia, especialmente si lo comparo con otros que he conocido.

Pero la cantante por una rara vez se explayaba en ese aspecto de su vida: de pequeña «tenía muchísimo miedo», fue agredida muchas veces en la escuela y en la calle. La llamaban «negra de mierda» y le decían «vete a tu país»; de manera que «muchísimas veces llegaba a casa llorando…» También más adelante, siendo ya adulta y afincada en Madrid, se ha encontrado con agresiones verbales, comentarios despectivos, etc.

Y viendo que estas revelaciones asombraban a la entrevistadora, dice Chanel: «Es muy gracioso, porque cuando cuento esto a personas blancas como tú, se sorprenden…».

O sea: se deduce que las personas blancas, como Bonet, que no es precisamente roma ni indocumentada sino todo lo contrario, y yo mismo, su constante lector, y tantas otras «personas blancas», no hemos computado numerosos datos, episodios y fenómenos de la realidad aunque sean clamorosos; datos, anécdotas, episodios que dibujarían un retrato de la mentalidad colectiva menos grato del que nos gusta tener.

Bueno, si lo dice ella, Chanel, que es tan cuidadosa en no recrearse en la queja y que habla de su propia experiencia, yo la creo.

La verdad es que en España el discurso público es muy consciente y autovigilante para filtrar cualquier insinuación racista, pero sabemos que el lenguaje es una capa que envuelve la realidad pero no se ajusta a ella con exactitud. Quizá porque vivo más en el lenguaje que en la vida orgánica y social, y además siempre en barrios «blancos» y burgueses, donde los inmigrantes sólo son visibles como empleados subalternos, no he sabido detectar ese racismo.

Salvo en ocasiones puntuales. Por ejemplo, en mi piscina, donde muchos socios, después de usar la toalla, en vez de echarla al cesto ad hoc que tienen delante, la tiran olímpicamente al suelo, sabiendo que vendrán después a recogerla, sin chistar por esa pequeña humillación, los empleados cobrizos, discretos, laboriosos, eficientes: siempre he tenido la sospecha de que si esos sirvientes fueran españoles, los socios no les afrentarían así.

También alguna vez me ha parecido raro que, viviendo en España tantos millones de inmigrantes rumanos, marroquíes, suramericanos, apenas se vea a ninguno en puestos de responsabilidad administrativa o política, artística o periodística, no se ve a muchos subiendo en el llamado «ascensor social». (Claro que también es verdad que ese ascensor últimamente parece que casi sólo funcione de bajada.)

Y finalmente también he notado el esfuerzo que hacen tantos inmigrantes por pasar desapercibidos, por no llamar la atención, hasta el extremo de parecer a veces, de tan taciturnos y modestos, enigmáticos; y me ha parecido significativo, pero ¿significativo de qué? La verdad es que no me he parado a pensar mucho en ello.

Son cosas de las que no se habla, en las que no reparamos demasiado. Hay aquí una grieta, un asunto moral y político en el que no nos gusta pensar. De manera que está bien que la cantante Chanel, saliendo por una vez de su norma de «no hablar de lo feo», lo haya señalado. Las cosas se han de decir.

Por el momento me quedo extrañado y como a punto de recibir una iluminación. Como Kyle MacLachlan, el joven que, en la primera secuencia de Terciopelo azul, sale de la bonita casa de su rubia novia, camina por un verde césped y se encuentra entre la hierba… una oreja humana sobre la que se afanan las hormigas.

La mira y musita: «Qué mundo tan extraño». La lleva a comisaría y… en fin, así comienza la película de Lynch.

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