THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Las confesiones infernales

«A los ricos y famosos les encanta revelar el ‘lado humano’ de su éxito. A los periodistas hurgar en él y a los lectores les agrada enterarse de tales debilidades»

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Las confesiones infernales

Cartel de Hollywood. | Unsplash

Desde hace algunos años, las celebridades, para serlo, para recabar el favor del público, están obligadas a haber visitado el infierno, por lo menos en el relato público de sus vidas. En el relato de sus escaladas a la cima del mundo.

«No sabía qué hacer con mi vida, que por culpa de la cocaína se había vuelto ingobernable”, dice un famoso roquero. O bien: «Sí, a partir de mi canción Te quiero mucho, he disfrutado de un éxito apoteósico, ganaba dinero a espuertas, las mujeres más bellas se amontonaban a la puerta de mi camerino… pero en el fondo yo sabía que aquello no era real y me sentía terriblemente solo. Por eso caí en las adicciones».

¡Le costó mucha fuerza de voluntad escapar de aquel infierno! Pero por fin lo consiguió, y ahora, limpio, renovado, vuelve a los conciertos con un nuevo éxito: Te sigo queriendo muchísimo.

O sea, una historia de caída al abismo seguida de redención, es lo que se lleva.

Dice un dramaturgo de éxito: «Siempre me sentí un impostor y siempre pensé que en cualquier momento sería desenmascarado». Apenas le consuela haber vendido un millón de entradas. Llora todo el camino hacia el banco.

La joven modelo de alta costura, de belleza deslumbrante: «Mi infancia fue traumática. Cuando era niña, en el colegio, sufría acoso, porque era el patito feo. A los chicos mis largas piernas les daban risa, se burlaban de mis espesas cejas, y de hecho siempre he estado acomplejada por el tamaño de mis pies».

El más flamante galán del cine: «Mi padre era un maltratador, pegaba a mi madre. Era horrible. Todo lo que he hecho, todo lo que he conseguido, lo busqué desesperadamente para escapar de aquel hogar. Ahora le he podido comprar un piso a mi madre. Ésta es mi mayor satisfacción. Ése es mi único triunfo verdadero». Sí, señor.

«Todo este dolor de las celebridades mejora la cuenta de resultados»

Este famoso cayó en el infierno de la droga, aquel otro en el alcoholismo, el de más allá tomaba cuarenta pastillas al día, «hasta que un día, harto de sufrir, me miré al espejo y dije: Basta, se acabó». Y desde entonces no ha bebido más que agua mineral.

«Siempre he sido depresivo… Una vez, a medio recitar un monólogo, colapsé en el escenario. Entonces me pregunté: ¿pero quién eres y qué estás haciendo? Y entonces…»

Todo este dolor y sombra de las celebridades -cineastas, deportistas, músicos-mejora la cuenta de resultados, porque conmueve a la fantasmal comunidad de los ciudadanos que los admira.

A los ricos y famosos les encanta revelar esa herida del ego, ese doloroso lado humano de su éxito. A los periodistas les encanta hurgar en él, pues ahí, por lo menos, tienen una historia sustanciosa que contar. Y a los lectores les agrada enterarse de tales debilidades porque sienten que se parecen un poco, que están más cerca de unas estrellas que si fuesen inalcanzables acaso provocarían en ellos celos, envidia y depresión…

…o aburrimiento, como esos reportajes de la revista ¡Hola! donde unos tipos ricos y satinados, unos príncipes alemanes o financieros luxemburgueses de cuya confortabilísima existencia ayer no teníamos idea, nos enseñan sus pavorosas mansiones suizas decoradas según el principio del horror vacui. No tienen nada que contar, más que banalidades. No tienen en la familia ningún yonqui, hasta en los funerales están elegantísimos. Como modelo para las masas, ¡qué trasnochados parecen, qué anacrónicos! ¡Cuánto aburrimiento irradian!

Hace mucho tiempo que el tenista Rafael Nadal hubiera dejado de gustarnos porque sus victorias incesantes estaban convirtiéndolo en un robot rutinario y en una invitación al bostezo… ¡Pero sus agudos problemas musculares, que nunca se sabe si le permitirán terminar el próximo partido, lo vuelven humanísimo!

Con la nueva Miss Mundo que parecía una esfinge detestable en su glacial perfección, simpatizamos cuando nos enteramos de que procede de una familia pobrísima de una aldeúcha de la Rusia profunda donde todos los varones beben vodka desesperadamente y mueren de cirrosis a los cuarenta años. Y aún mejor que eso: ¡de niña pasó hambre y frío!

«El que mejor comprendió esta particularidad sadomasoquista del espíritu del tiempo fue Terenci Moix»

En el fondo es una desdichada, y el éxito del que goza adquiere una naturaleza de compensación y casi de merecimiento. Y lo bueno es que quizá ese éxito nos está esperando a nosotros también, tras la próxima vuelta del camino.

Porque ¿quién, en mayor o menor medida, no trae también un daño de origen? Éramos feos, o pobres, o de una etnia despreciada, o huérfanos, o no amados por nuestros padres, o con alguna disforia sexual, o con alguna tara física… O todo eso a la vez.

A nuestro velado sadismo le encanta hacer a todas esas «celebridades con grieta» un lugar en la particular cueva de los tormentos de nuestro corazón.

El más grande en esto, el que mejor comprendió esta particularidad sadomasoquista del espíritu del tiempo, fue Terenci Moix, al que tanto añoro y por tantos motivos.

En un programa televisivo de la Milá, ante cientos de miles de espectadores, se echó a llorar desconsolado, y tomando del brazo a la locutora le explicó: «Es que… Mercedes, Merceditas… a mí se me ha negado lo que cualquiera, no he conocido lo que todos en este mundo han experimentado: ¡No he tenido nunca un orgasmo!»

La Milá estaba conmovida y trataba de consolarle, «Terenci, no te preocupes, estas cosas a veces tardan, ya vendrá el amor», etc. Y los televidentes, sobrecogidos, no daban crédito. Al día siguiente salía a la venta su novela No digas que fue un sueño (¿o era Garras de astracán?) y, claro, se vendió como los churros. ¡Grande, Terenci!

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