THE OBJECTIVE
Luis Trigo

El impuesto a las grandes fortunas, el pornógrafo y el telepredicador

«Enfrentarse a situaciones tan extremas no es lo más habitual, pero tampoco son infrecuentes enjuiciamientos capaces de dividir a la opinión pública»

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El impuesto a las grandes fortunas, el pornógrafo y el telepredicador

Escena de la película 'El Escándalo de Larry Flynt'. | TO

Las buenas películas de abogados saben situarnos en los límites en los que nuestros valores se ponen a prueba. El abogado que identifica el matiz determinante de que una actuación concreta pase de ser una acción punible a excusable o incluso elogiable, y que con habilidad lo hace valer, nos emociona y se convierte en una persona digna de admiración y hasta heroica. Gracias a él, ese ideal, que llamamos justicia, que difícilmente alcanzamos a explicar, pero que nos enardece  cuando se observa y nos subleva cuando se esquiva, se consigue atender, sintiéndonos reconfortados por vivir en una sociedad que pone los medios para cuidarlo y hacerlo posible.

Entre los muchos y muy buenos títulos del género, me viene a la mente ahora la gran película de Milos Forman titulada en España El Escándalo de Larry Flynt (The people vs Larry Flynt, en su denominación original) estrenada en 1996.

Se trata de un caso real, en el cual un asunto de difamación llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos, para enjuiciar los límites de la libertad de expresión. El alto tribunal sentenció, por un rotundo ocho a cero, que el editor de la revista pornográfica Hustler, Larry Flynt, estaba en  su derecho a satirizar a un telepredicador con obscenas y provocativas alusiones a una hipotética relación sexual con su propia madre, pues la libertad de expresión le amparaba.

Al defensor del caso, Alan Isaacman, que fue interpretado magistralmente por Edward Norton, le cupo la dificilísima tarea de hacer valer sus argumentos en torno al dilema de qué podría representar un mayor daño para el sistema de derechos y libertades constitucionales americanos, que un personaje tan poco ejemplar como Flynt ironizase obscenamente sobre un honorable ciudadano o que dicho ciudadano pudiese privar al ínclito Flynt de expresarse libremente sobre lo que le viniese en gana.

Enfrentarse a situaciones tan extremas no es lo más habitual, pero tampoco son infrecuentes enjuiciamientos capaces de dividir a la opinión pública, y son en ellos donde, no sólo la  intervención de buenos letrados sino, sobre todo, la de ecuánimes y objetivos jueces, resulta  fundamental.

Sirva esta introducción a propósito de una norma en tramitación, cuya propuesta de ley tuvo entrada el jueves pasado en el Congreso de los Diputados y respecto de la cual ya se ha anunciado que será objeto de impugnación ante el Tribunal Constitucional. Me refiero al denominado Impuesto de Solidaridad de las Grandes Fortunas (ISGF).

«El presupuesto de justicia se convierte en una palanca fundamental para ganar la adhesión de la opinión pública»

¿Por qué lo comparo con el asunto Larry Flynt? Porque en dicho caso en el plano escénico el debate de la opinión pública se llevaba al terreno de la moral y la ideología. Una parte de la sociedad veía intolerable que se mancillase el buen nombre de lo que se entiende como una  persona de moral intachable, y la otra se revelaba contra unos referentes éticos que consideraba rancios y obsoletos, pero muy pocos acertaban a ver que el verdadero dilema venía referido al derecho de opinión y a la libertad de expresión, pues a casi todos les parecía excesivo que la Constitución amparase el derecho a poder decir que el reverendo Falwell había mantenido relaciones sexuales con su madre en un aseo, cuando no era ni remotamente cierto. Pero se equivocaban. De eso, precisamente, era de lo que se trataba el conflicto.

Pues bien, la tramitación parlamentaria del ISGF ha venido precedida de una campaña orientada a trasladar a la opinión pública la idea de que el Gobierno mediante este impuesto detraerá recursos a quien más tienen para auxiliar a los que más necesitan. De este modo, el presupuesto de justicia se convierte en una palanca fundamental para ganar la adhesión de la opinión pública, y el reparto de roles se asigna sobre la base de este presupuesto: los necesitados serán los  beneficiados por la justa iniciativa; las grandes fortunas son los privilegiados por ventajas fiscales que se superan con el establecimiento de esta norma; el benefactor es el Gobierno y los dos  partidos que coaligados lo conforman y establecen este impuesto, y cualquiera que se oponga  o critique al gravamen será un ser insolidario.

Veo que los partidarios de salvaguardar el derecho del reverendo Falwell a no ser difamado representarían en el caso del ISGF a los defensores del impuesto, y los partidarios de que Larry Flynt se expresase a sus anchas, a sus detractores. Los primeros se apegan a un entendimiento  primario y tradicional de lo que está y no está bien y a los segundos no les importa asumir el  riesgo de que se les tome por insensibles porque fundamentalmente defienden su autonomía.

Si en aquel caso había un debate aparente y un debate real, y lo comparamos con la aprobación  del ISGF, es obvio que es porque entendemos que en éste también se reproduce tal situación.

Esto no va de hacer tributar más a los ricos para atender las necesidades de los pobres, ni de dividir a la sociedad en dos bloques en torno a esta cuestión, poniendo en uno a los que secundan la idea y en el otro a los que la rechazan. Esto, como en el caso de Larry Flynt, va de derechos constitucionales. Lo verdaderamente relevante del caso es si el Estado está legitimado para establecer este impuesto y si lo está, además, de la manera que pretende hacerlo.

Me gustaría tener la habilidad del letrado Alan Isaacman y las dotes interpretativas de Edward Norton para ayudar a desvelar las claves reales de esta iniciativa y abrirme paso entre los tupidos  telones con los que se la ha arropado la misma para distraer la atención de la ciudadanía.

Señores del jurado, durante el proceso van a oír hablar de pobres y ricos, de titulares de grandes fortunas que van a contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, como establece nuestra Constitución, de solidaridad y de armonización y de un nuevo impuesto que atiende estas  finalidades. Muchas de estas ideas y términos es probable que les predispongan favorablemente hacia esta medida, pero durante el tiempo que dure el proceso acreditaremos que este impuesto ya existe, que su regulación corresponde a las comunidades autónomas y no al Estado, que ha habido comunidades autónomas que sostienen que están consiguiendo que la situación económica de sus ciudadanos mejore bonificando este impuesto, y que el Estado lo que pretende es arrebatarles esta competencia por cauces de dudosa constitucionalidad; que lo que hay detrás de este arranque es fundamentalmente un conflicto entre el Estado y una comunidad autónoma concreta; que en una gran parte de España la introducción de este impuesto no va a suponer que nadie pague más de lo que ya paga; que este impuesto puede resultar bastante fácil de evitar por quien más tiene y, por tanto, no es tan justo como se dice, y que su establecimiento se pretende realizar forzando los procedimientos y las reglas previstos para su aprobación como ley así como las referidas a su eficacia en el tiempo.

Su decisión, señores del jurado, no versa sobre sí es conveniente o no gravar la riqueza. Su  decisión tampoco versa sobre si quien más tiene más debe pagar, pues eso ya sucede y nuestro  sistema tributario está concebido para que así sea. Su decisión versa sobre el cumplimiento de  la Constitución y las leyes; sobre si puede el Estado establecer como nuevo un gravamen que ya  existe, cuya finalidad principal es neutralizar la competencia de comunidades autónomas en esta  materia; si puede hacerlo entrando en aspectos de la tributación de la riqueza cuya regulación  es competencia de las comunidades autónomas; si puede hacerlo dando entrada en el  Parlamento al texto legal que lo ha de regular «por la puerta de atrás» y si puede extender sus efectos a un ejercicio (el 2022), siendo que está previsto que la norma se apruebe en los últimos días de este año.

No se sí lo he conseguido, pero, más o menos, así debiera ser la presentación del caso ante un hipotético jurado que hubiera de dar un veredicto sobre la legitimidad de la iniciativa.

Durante el proceso se vería que el sistema fiscal de un país es un conjunto ordenado de tributos que responde a los principios de legalidad, justicia y suficiencia y que, en el caso de estados descentralizados, también a reglas de distribución de competencias. El nuestro atiende a estas características y cada figura que se quiera incorporar a dicho sistema ha de responder a dichos presupuestos.

Ello quiere decir, en primer lugar, que el establecimiento de un tributo, al constituir una  obligación patrimonial para los ciudadanos debe hacerse por la institución representante de la  soberanía popular y que ha de hacerse adoptando la forma de ley. No se puede hacer por Decreto ley y no se puede hacer a través de la Ley de Presupuestos Generales del Estado, por establecerlo así la Constitución. Estos requisitos esenciales del principio de legalidad tributario se pueden ver complementados con otros que tienen que ver con la forma en la que se tramitan las normas propuestas y con el respeto a las garantías de que las mismas van a poder ser objeto  de adecuada deliberación y debate por los grupos parlamentarios.

El jueves pasado tuvimos noticia por primera vez del contenido regulado de este impuesto. Cuando decimos que su entrada en el Parlamento fue «por la puerta de atrás» se debe a que el texto que  conocimos se introdujo como una enmienda a la Proposición de Ley para el establecimiento de gravámenes temporales energético y de entidades de crédito y establecimientos financieros de crédito. La razón de haber acudido a este cauce no es otra que la de intentar llegar a tiempo para que la norma entre en vigor en 2022. Este atajo puede privar a la tramitación de garantías  que son básicas en el funcionamiento de una democracia parlamentaria. El Tribunal  Constitucional ya se ha manifestado en otras ocasiones sobre esta cuestión y podríamos encontrarnos con que si vuelve a hacerlo vea en la norma vicios de inconstitucionalidad por este motivo.

Otra cuestión que habría de suscitarse en este hipotético proceso es si es legítimo que un impuesto cuya ley reguladora tiene previsto entrar en vigor en los últimos días del año 2022 puede aplicarse a dicho ejercicio. El Tribunal Constitucional tiene una consolidada doctrina sobre los límites de la retroactividad de las leyes tributarias. Se podrá argumentar que este impuesto  grava el patrimonio que se tiene en un momento determinado, en concreto el 31 de diciembre  de los años 2022 y 2023 y que si la ley entra en vigor antes de la fecha de su devengo la aplicación  de la norma no es retroactiva. No obstante, consideramos muy relevante que la cuantía de la  cuota se limita conjuntamente con la del Impuesto sobre el Patrimonio (IP) y la del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), sirviendo de límite un porcentaje de la base liquidable de este último impuesto. En base a ello, no nos parece descabellado entender  aplicable al ISGF la doctrina del Tribunal Constitucional sobre los límites a la retroactividad de los impuestos periódicos, según la cual, la previsibilidad del cambio normativo y el tiempo transcurrido entre la entrada en vigor de la norma y el fin del periodo impositivo son factores relevantes a esos efectos en aras de la seguridad jurídica.

Como hemos dicho, el argumento de la justicia constituye el pilar básico sobre el que se ha construido el discurso justificante de la puesta en marcha de este impuesto. Su formulación es muy sencilla, demasiado sencilla, «exigir un mayor esfuerzo a quienes disponen de una mayor  capacidad económica», «en estos tiempos de crisis energética e inflación». Así se indica en la justificación de la enmienda a la proposición de ley de los gravámenes energético y a entidades financieras a través de la cual se ha incorporado la propuesta de regulación de este impuesto.

Cabe hacer algunas observaciones a una formulación tan abocetada: 

  • Por el modo en el que se articula la Ley (deduciendo el IP satisfecho a las comunidades  autónomas) en todas aquellas autonomías en las que los tipos de gravamen para los mismos tramos de patrimonio que contempla el ISGF sean coincidentes o superiores a los previstos en este impuesto (nueve de las 15 afectadas), no se va a exigir ese mayor esfuerzo al que hace  referencia el texto justificativo de la enmienda.
  • La aplicación en el ISGF de las mismas exenciones que contempla el IP y la facilidad con la que a determinados niveles de patrimonio se puede articular a conveniencia el límite tributación conjunta con el IP y el IRPF, entre otros aspectos, hacen de este impuesto un instrumento jurídico con el que difícilmente se puede hacer justicia tributaria basada en la capacidad contributiva, pues cuanto mayor sea el patrimonio del contribuyente más posibilidades tendrá éste de acomodar su tributación a la baja.
  • Se aprecia que el discurso se ha acomodado precipitadamente a las circunstancias y los intereses del momento. Hace unos meses se rechazaba por el grupo Socialista en el Congreso de los Diputados una propuesta del grupo Unidas Podemos para aprobar un  impuesto de parecidas características al ISGF y, de manera reactiva se improvisa ahora  esta figura amparándose en las necesidades de los más vulnerables, como si éstas se hubiesen manifestado de repente en las últimas semanas.

Pero quizá la cuestión más controvertida y que, sin duda, confronta con mayor claridad apariencia y realidad, es la neutralización que mediante este impuesto se provoca en la eficacia  del ejercicio de la capacidad normativa de las comunidades autónomas sobre materias a las que  alcanza su competencia.

Para dar virtualidad al principio de autonomía financiera de las comunidades autónomas en las normas que regulan el sistema de financiación autonómico se contempla la posibilidad de que el Estado ceda a las comunidades autónomas que así lo incluyan en sus respectivos Estatutos de Autonomía, tanto la recaudación de determinados impuestos como competencias normativas sobre determinados aspectos de los mismos. Uno de estos impuestos es el IP, respecto del cual se pueden ceder competencias normativas sobre el mínimo exento, la tarifa y las bonificaciones y deducciones.

«La reacción contra la bonificación de la Comunidad de Madrid y contra la que pretendía establecer Andalucía, del mismo cariz, ha sido la creación de este impuesto»

La Comunidad de Madrid, en el ejercicio de su competencia, aprobó en 2008 una bonificación en la cuota del 100%, que sigue vigente a día de hoy, de manera que este impuesto no se paga en esta comunidad autónoma.

En ningún momento el Estado ha impugnado esta bonificación ni ha activado mecanismo alguno encaminado a cuestionar en el contexto de la Ley Orgánica de Financiación de las comunidades autónomas la razonabilidad de una bonificación de este tipo ni su acomodo a los principios que  presiden el régimen de financiación autonómico definidos en esta norma.

La reacción contra esta bonificación y contra la que pretendía establecer Andalucía, del mismo cariz, ha sido la creación de este impuesto. No se oculta ya que así sea. En la justificación a la enmienda que comentamos, además del argumento de justicia ya aludido, se señala que la segunda finalidad de la norma es «armonizadora, con el objetivo de  disminuir las diferencias en el gravamen del patrimonio en las distintas comunidades autónomas, especialmente  para que la carga tributaria de los contribuyentes residentes en aquellas comunidades autónomas que han  suprimido total o parcialmente el gravamen del IP no difiera sustancialmente de la de los  contribuyentes de las comunidades autónomas en las que no se ha optado por reducir la tributación por dicho  impuesto».

Más claro no puede estar. Se asume que el Estado puede alterar a su antojo, en aras de la armonización, entendida esta como el propio Estado decida, la forma en la cual las comunidades autónomas administran sus competencias, hasta el punto de anularlas.

Sabiendo que esta es la finalidad se empieza a entender el ISGF, ya que es un impuesto prácticamente idéntico al IP, pero que sólo grava a patrimonios cuyo valor supera los tres  millones de euros y, a partir de este valor, pero que permite la deducción de las cuotas  satisfechas a las comunidades autónomas por el IP.

De este modo en todas aquellas comunidades autónomas en las que los tipos de gravamen de la tarifa aplicable a partir de los indicados tres millones sea igual o superior a los del ISGF no tendrán que  pagar este impuesto. En cambio, en las comunidades autónomas, como Madrid, que bonifiquen total o parcialmente  el IP, sus contribuyentes se verán abocados a pagar el ISFG.

Obviamente el conflicto con la Comunidad de Madrid está servido, pues ya ha anunciado que  recurrirá al Tribunal Constitucional esta norma.

Hasta aquí, las cuestiones que debieran desvelarse en ese hipotético procedimiento que hemos imaginado para acomodarnos al sistema de justicia americano.

Nos faltaría el alegato final. No se los voy a anticipar porque me da la impresión de que no estamos ante una película, sino ante una serie a la que todavía le quedan muchos capítulos. Aquí estaremos para tratar de contárselos.

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