THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Nos pasan cosas y no sabemos cómo llamarlas

«No dejemos que otros decidan por nosotros qué palabras podemos seguir usando y cuáles, empero, habremos de abandonar»

Opinión
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Nos pasan cosas y no sabemos cómo llamarlas

Santa Ana de Faras. | Flickr

Decía Ludwig Wittgenstein que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Quizá resulte algo exagerado: en mi mundo también surgen cosas que no sé ni cómo nombrar.

Con todo, cierto es que el esquimal que emplea cuatro sustantivos diferentes para la nieve, o la mujer capaz de nombrar doce tonos de verde donde yo solo hablaría de dos, habitan un mundo más rico. Y al contrario: el adolescente que sale de la escuela con apenas tres calificativos para las cosas buenas y otros seis o siete para las malas (de los cuales cinco son palabrotas) habitará un mundo más pobre, caminará por las discusiones más árido, juzgará lo real con menor fecundidad.

Qué decir si aplicamos estas reflexiones a la política. Todo poderoso tiene un pequeño Humpty Dumpty en su corazón: quiere dominar el gobierno, claro. También las leyes. En España estamos viendo que incluso a los jueces. Pero su sueño de oro sería dominar asimismo las palabras. Que solo signifiquen lo que él quiere, que para eso manda él.

Imaginemos un lenguaje en el que fuera imposible afirmar que la mayoría parlamentaria es antidemocrática (porque se ha saltado la Constitución, por ejemplo). Imaginemos que alguien nos convenciera de que esa mayoría parlamentaria es soberana y puede hacer cuanto desee. Sin límite alguno (y menos el límite de un papelito o un tribunal constitucional). Por desgracia, hoy para todo eso no tendríamos que esforzar nuestra imaginación mucho: esta es justo la mentalidad que estos días trata de inocular en nuestros cerebros el Gobierno de España.

Si esos anhelos suyos triunfaran, si todos empezásemos a hablar como nuestros gobernantes quieren que hablemos (como ya habla de hecho mucho periodismo de izquierdas, el pobre, tan ovejuno), entonces sería ya imposible vencerles ningún debate nunca. Empezarías a hablar y, ya solo por llevarles la contraria a ellos, la mayoría, entonces el «antidemócrata» serías tú. Por eso importan las palabras, por eso importa la cultura. Por motivos misteriosos, algunos aún no han captado estas verdades y siguen despreciando la batalla cultural.

Ahora bien, hemos de ser realistas y reconocer que ya nos han vencido en varios frentes. Y no solo en España. Para comprobarlo, abramos los periódicos de la última semana. (Es un modo de hablar, ya se sabe que el mejor diario de todos, THE OBJECTIVE, no se abre, porque no está en papel; dejémoslo pues en naveguemos por las noticias más recientes de nuestra web).

«Muchos de quienes han provocado disturbios son de origen marroquí, pero ya cuentan con la nacionalidad de un país europeo»

Nos toparemos con piezas sobre el asalto a la Justicia de nuestros socialpodemitas, sí. Pero también encontraremos páginas sobre el último escándalo en la Unión Europea: políticos (como la vicepresidenta de la Eurocámara, Eva Kaili), asesores, miembros de oenegés y sus familiares recibían dinero de Qatar. ¿Con qué objeto? Para que se inclinasen a favor de este país en los asuntos de Bruselas. Corrupción, blanqueo de capitales, delincuencia organizada, ocho detenidos, e indicios sólidos de que otro país (de no escasa relevancia para España), Marruecos, también sobornaba a nuestros representantes: eso es lo que hemos averiguado que sucedía entre euroburócratas que, en vez de pensar en nosotros, sus presuntos representados, preferían a un emir catarí.

No es este el único motivo por el que aparecerá Marruecos en la ojeada que hemos propuesto por la prensa reciente. Encontraremos también el cuarto puesto de su selección en el Mundial de fútbol. Y asimismo la violencia callejera que han causado sus connacionales tras cada partido, tanto si su equipo vencía como si lo derrotaban. Algaradas que han conmovido a ciudades de toda Europa, y que contrastan con la relativa paz que ha reinado durante las celebraciones en el propio territorio marroquí.

Hemos hablado de connacionales y Wittgenstein no nos perdonaría que, en un artículo dedicado a la importancia del lenguaje, no fuésemos precisos aquí: muchos de quienes han provocado disturbios y agresiones son de origen marroquí, o lo son sus padres, o incluso sus abuelos; pero ellos ya cuentan con la nacionalidad francesa, belga, española o de cualquier otro país europeo. Por consiguiente, en cierto sentido deberían ser más bien nuestros connacionales. Pero ni se sienten ni se comportan así.

En realidad, reproducen lo que sucede con los propios jugadores de la selección de Marruecos: la mayoría de ellos (18 de los 26 futbolistas) no son nacidos y criados en tal país. Dos de ellos tienen nacionalidad española. Hay que reconocer ahí el éxito del reino alauita: aunque son otros países los que les han proporcionado vida, educación, posibilidades profesionales a sus jugadores, estos se sienten, aun así, compatriotas del monarca Mohamed VI. A veces, sin apenas controlar siquiera su lengua árabe. Es todo un triunfo como nación. 

Asalto del PSOE, del resto de la izquierda y del secesionismo a nuestra Justicia; euroburócratas corruptos; inmigrantes o hijos de inmigrantes provocando disturbios violentos por las calles de nuestro continente: ¿son puntos inconexos sobre lo que nos está pasando? ¿O tal vez haya alguna línea que los sepa unir?

Las líneas que enlazan los datos en nuestra mente son las palabras; si no sabemos unir estos sucesos, en apariencia inconexos, es que nos falta vocabulario. O es que lo hemos perdido. O es que alguien nos lo ha robado.

Con todo, el lector más sagaz habrá captado ya el lazo que vincula las noticias más recientes. Y le habrá venido a la mente la palabra, que apenas podemos usar ya, pero que es tan útil para aclararnos. Se trata de un término antaño esencial en política; que todos los grupos humanos, desde el paleolítico, han necesitado para sobrevivir; que todos usamos aún en nuestra vida privada, y algunos aún emplean cuando un juez progresista no le da la razón al Gobierno o un diputado incumple la disciplina de partido.

Se trata de un término que, de hecho, es esencial, según Jonathan Haidt, para entender nuestra moralidad: alude a uno de los seis pilares sobre la que esta funciona.

Pero se trata también de un vocablo que parece prohibido cuando hablamos de defender nuestra democracia, nuestro país, nuestra Europa.

Se trata de un mero adjetivo: traidor.

«Esa eurodiputada sentía más lealtad ante Qatar que hacia todos nosotros, los europeos que le pagamos su sueldo»

En efecto, pocos han destacado que el problema mayor del Qatargate no es que la europarlamentaria griega Eva Kaili, por ejemplo, se llevase maletones enteros de efectivo, hallados luego en su domicilio, de manera ilegal. A todos nos molesta la corrupción, claro está; pero unos cuantos millones más en casa de Kaili, en vez de en un banco catarí, no nos harán enrabietar.

Sin embargo, la cosa cambia cuando pensamos que ese dinero estaba ahí porque, llegado el caso, Kaili prefería favorecer al emirato de Qatar en lugar de a sus propios compatriotas. Esa eurodiputada sentía más lealtad ante un país lejano que hacia todos nosotros, los europeos que le pagamos su sueldo europeo, que compartimos con ella raíces y civilización.

Imaginemos el caso hace tan solo tres o cuatro milenios: la bella diputada Kaili, al descubrirse que era una agente de un reino foráneo, habría sido seguramente linchada, tal vez torturada; se le insultaría con denuestos que dejarían el de «cerda» o «guarra» a un nivel preescolar. Traidora: a tus padres, a tus compatriotas, a tus principios, a la ciudad o tribu que te ha dado todo cuanto eres; la muerte y el descrédito eterno parecerían castigos leves a nuestros tatarabuelos ante un personajucho así.

No estoy pensando, como es lógico, que tornemos del todo a tales excesos; pero ¿no hay un salto excesivo cuando ya ni siquiera usamos para nombrar estas cosas la palabra que corresponde? Que no es (sobre todo) la de corrupta, sino la que alude a una traición.

Y ¿no nos revelan estas cosas algo sobre el mundo al que vamos? Un mundo, nos dicen, en que sentirte parte de tu patria ya no importa (el propio Europarlamento fomenta esta narrativa). Un mundo en que notar que tienes más lazos con tu país que con cualquier otro de la tierra (Qatar, por ejemplo) se considera bajo, sucio, nacionalista, poco civilizado. Un mundo en que todos habremos de estar globalizados y habremos de olvidar ese atraso que era sentirte ligado a la gente de tu misma patria. ¡Sé ilustrado y deja de pensar en tu nación!

«Lo del PSOE y podemismos varios es toda una traición a media España»

En ese mundo hacia el que quieren llevarnos, el problema de Kaili y los otros siete detenidos en Bruselas es solo un mero problemilla contable: dinero que no has declarado a Hacienda o que no rellenaste en tu declaración de ingresos. Pero en un mundo en que aún exista la palabra traición, el problema es mucho más grave (quizá por eso nos asusta y no queremos nombrarlo). El problema es que nuestras élites, perdidos sus lazos con nosotros, su pueblo, ya no saben a quiénes se deben. Y se venden por tanto al mejor postor.

Una vez recuperada la palabra traidor, podemos comprender también que lo del PSOE y podemismos varios no es solo un «incumplimiento de normas parlamentarias», ni tampoco es solo un «asalto a la Justicia» (que lo son también, y bien graves los dos). Podemos comprender que se trata de toda una traición a media España, la que no les bailamos el agua: frente a nosotros, prefieren emprender un proyecto con quienes quieren debilitar, incluso fragmentar, nuestro país. Lo ha dicho ya el propio PSOE: el objetivo a corto plazo es un referendo en Cataluña, y para eso hacía falta un Tribunal Constitucional controladito que no detenga la barbaridad nacional que sería tal pretensión.

Someter a tu propio país al riesgo bien alto de romperse: de nuevo, esto en la historia humana habría provocado linchamientos, castigos y torturas contundentes a quien lo perpetrara. Hoy, como tipo sensato que aún soy, no me acaban de convencer tales excesos; pero creo que no pido mucho si sugiero que, al menos, le pongamos su nombre a aquello que contemplamos: unos traidores ejecutando su traición.

También, claro está, las masas de marroquíes (o de cualquier otro origen) que pueblan nuestras ciudades europeas, pero no se sienten vinculados a los países que les dan educación, trabajo, seguridad y mil ventajas más sobre su país de procedencia, son masas que en cualquier otro momento de la historia habrían sido consideradas traidoras. Hoy día nos han convencido de que usar ese adjetivo resulta inconveniente, o racista, o xenófobo, o demasiado exaltado.

Pero simplemente es el término que se ajusta a lo que sucede. Y cuando nuestro lenguaje se ajusta a lo que sucede, solo tiene un nombre: verdad.

No dejemos que otros decidan por nosotros qué palabras podemos seguir usando y cuáles, empero, habremos de abandonar. No dejemos que nuestra civilización, que valora tanto la Palabra, cuya traducción griega es Logos, que incluso le dio este nombre a su Dios (Jn 1:1), pierda ahora vocabulario solo porque los nuevos poderes del mundo nos lo exigen. No desperdiciemos término alguno del tesoro lingüístico que hemos heredado.

Porque ya lo decíamos al principio, con Wittgenstein: empiezas perdiendo palabras de tu lenguaje y acabas perdiendo el mundo que había para ti.

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