Migas en el aire
«Creo que con el arte antiguo me pasa como con la literatura: no es que me irrite, ni que me disguste, pero sí me incomoda e incluso impacienta»
Un breve libro que luzca como subtítulo algo así como «Los libros que me explican las cosas que me gustan», y que capítulo a capítulo vaya tratando temas como el silencio, Venecia, las ballenas. La soledad, los faros, las bibliotecas. Los niños, la alegría, caminar… Todo tópico y manoseadísimo, sí, pero sólo el qué, no el cómo. Los temas serían más o menos los de siempre, todo aquello que, siendo real, está al borde de lo inverosímil, lleno de magia o de misterio, de poesía; el acercamiento, espero, sería diferente, apasionado pero serio. Los trenes, los pájaros, Islandia. Contaría yo lo que me han enseñado los libros que han entrado bien en alguno de esos temas y aportaría mis propias ocurrencias. Las brujas, la nieve, los estoicos… «El corazón de las bibliografías», podría titularse. Los campus universitarios, los peces del abismo, Zaragoza.
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«Una vidita guiada»: una gran errata.
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Lejos de lo que se piensa, lejos de lo que yo mismo siento a veces, hay poquísimas cosas más dignas en este mundo que pedir trabajo.
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En la cadena interminable de la cultura hay autores y autoras que ocupan un lugar muy curioso, y desde luego significativo, pues son aquellos que con sus ocurrencias llaman más la atención de las gentes y los periódicos, pero en cuanto a su aportación real al conocimiento común, a la reflexión sobre lo que somos, ejercen un papel que, siendo generosos, solo puede ser calificado de anecdótico, por no decir estrafalario, y que incluso en los casos de mayor ruido mediático es puramente provisional. Ha ocurrido, más o menos, siempre. Sus triunfos individuales son la constatación de un gran fracaso colectivo que, a largo plazo, no tiene ninguna consecuencia.
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Lo dice un personaje de El túnel, que ando releyendo: «Yo creo que el artista debería imponerse el deber de no llamar jamás la atención».
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Siempre que venimos al Prado constatamos, para empezar, que deberíamos venir mucho más, teniendo la suerte inmensa de tenerlo tan cerca, y para seguir, yo me voy dando cuenta de que cada vez me pone más nervioso el arte antiguo. Las galerías de esculturas griegas las recorro casi como hacían con el Louvre aquellos tres petardos de la película de Godard. Paso poco menos que sin mirar, como hago cuando Carmen se queda mirando los Murillos, cuyo exceso de luces (que no de luz) me molesta: es como una pintura con bombillas.
Creo que con el arte antiguo me pasa como con la literatura: no es que me irrite, ni que me disguste, pero sí me incomoda e incluso impacienta porque hay una distancia tan grande entre nosotros y aquello que siento que no la podemos ni empezar a entender, que sólo podemos aproximarnos a ella a través de suposiciones. Y ése es el problema: que yo no quiero conjeturas, por inteligentes o estimulantes que sean, yo quiero que me digan la verdad. Ante esos textos o esos mármoles, el riesgo de malas interpretaciones –o al menos de imprecisiones– es tan grande que siento la necesidad de acudir a lo seguro, y me voy a ver a Goya, a partir del cual todo se me aclara, y si es literatura a por Galdós. Desde ellos ya me encuentro a gusto, como en casa, y siento que más o menos lo comprendo todo, incluso, cada vez más, las vanguardias.
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De un cuaderno de 2017
Yo me desesperaba con vosotros, / soñaba con dormir, / debía trabajar, / anhelaba silencio. // Ahora tengo silencio, / mi vida es trabajar, / duermo lo suficiente… // y me saca de quicio no teneros.
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Esta mañana, caminando por Madrid Río, un poco más allá de Matadero, he visto a lo lejos dos o tres campos de fútbol muy bien cuidados, y en ellos cuarenta y cuatro o sesenta y seis niños se afanaban, disputándose fieramente el balón, es decir los balones. Aquellas policromías en movimiento han sido para mí, que tengo una memoria nefasta, como sumergir en mi particular taza de té la magdalena famosa aquella, y qué ejército de recuerdos me ha asaltado, por lo menos otros cuarenta y cuatro o sesenta y seis, dejándome temblando…
Las liguillas municipales de fútbol base, y después las de fútbol-sala…: qué poquísimo eran y cuánto nos dieron, incluso a los que, por torpes, nos limitábamos a mirar, siempre descartados, eternos espectadores, condenados a animar a los amigos.
Parecía que lo que allí estaba en juego era el destino de las naciones o el honor de un pueblo o un rey, a juzgar por la pasión y la épica que allá tenían lugar. Con todo, los peores eran los padres, muy capaces de llegar a las manos por una acción especialmente irrelevante, aunque ¿cuál no lo era en aquellos partidos? No hablo de oídas, lo he visto: niños de nueve o de diez años preguntando entre lágrimas a su padre que por qué intercambia insultos y puñetazos con ese otro señor… Eran los años 80 y era Zaragoza, de modo que no era nada raro, más bien frecuente, que hubiera que llamar a la Policía para garantizar que el árbitro (algún melancólico chaval de quince o dieciséis años y de vocación difusa) pudiera llegar con garantías y sin peligros a su casa, sin duda muy modesta: había que estar muy necesitado para meterse a árbitro, tan joven.
Y aquellos vestuarios… Nadie sabía nunca quién tenía la llave, el agua funcionaba sólo a medias y siempre estaba fría, había hongos visibles en el suelo, mosquitos criminales en el aire… Y un día aparecieron los primeros equipos de chicas, al insólito y reparador grito de «¡Nosotras también queremos jugar!».
Qué ganas de volver a todo eso, y qué ganas me entrarían, después, de regresar exactamente aquí, a Madrid Río, a Legazpi, a esta vida de ahora en la que, como en el fondo está bien que sea, todo es también incertidumbre total ante el posible resultado.
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Ha venido un buen hombre a mirar por qué no congela el congelador, y me ha advertido muy serio contra el pan que allí se mete, pues, según él, sucede que, por bien envuelto o embolsado que esté, siempre «hay migas en el aire, dando vueltas». Migas en el aire. Llevo cuatro horas tratando de imaginarlo.
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Los años no destruyen el amor / sino al contrario: / el tiempo es eso que el amor deshace…
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En THE OBJECTIVE vienen publicándose, desde comienzos del año pasado, algunos de los apuntes de este cuaderno. Y alguno de los graciosos amigos de la redacción de El Mundo ha debido de leer lo que escribí sobre ese armario donde guardan, sin mirarlos, los libros de poesía, pues hoy, al llegar a la avenida de San Luis y lanzarme directo a él, había un post-it en la puerta: «No tocar. Libros de poesía para Juan Marqués, el Empecinado».
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Los premios literarios… La vida me ha obligado a competir, y si ella lo dispone, yo lo acepto.
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Cada vez que nos traen a la embajada sueca (para cosas de Paco Uriz antes, para cosas de Kallifatides ahora), me escabullo sin que me pillen a una habitación donde tienen un cuadrito irresistible de un tal Wilhelmson. Es un paisaje de un pueblo nórdico, nevado, junto al mar, y algún día quiero escribir un libro, lo que sea, que pueda merecer esa cubierta. Antes se me ocurrían muchos títulos buenos, pero me faltaba escribir el libro; ahora hemos llegado a esto: sólo tengo la cubierta perfecta para no se sabe qué, sólo sé que nunca llegará.
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Me han traído diez días a Granada. Así es como ahora vivo, y me parece muy bien. Llevo ya cinco aquí, y apenas he hecho nada que no sea atender la caseta de la Feria del Libro, recuperar sueño, comer poco, beber poco, leer mucho, no escribir, apenas hacer fotos. Lo mejor del hotel es la terraza, que es donde sirven los desayunos, con vistas a Sierra Nevada: ponen unas tostadas tamaño zapatilla de Gasol, llenas de mantequilla o sobrasada, una barbaridad maravillosa que tiene a los turistas intimidados. Desayunando así, no es que ayunar después sea fácil, es que se hace necesario.
Han venido a verme los amigos que andan por aquí, aunque, ahora que lo pienso, pocos son de Granada: el malagueño Alejandro Simón Partal (que anda escribiendo un encargo divertido sobre Los Planetas), la cordobesa Sara Toro (de vuelta de sus aventuras balcánicas), la murciana María Sánchez-Saorín y el sevillano Juan F. Rivero (más sonriente que nunca), y la gallega Sonia Marpez con Gabriel Noguera (que me trajeron una cajita de piononos)… El primer día comí con Guillermo Marco Remón e Irene Domínguez, tan graciosos como listos, tan divertidísimos y bondadosos, y a los que, por tanto, Carmen y yo vamos a adoptar en Legazpi ya mismo. El martes comí con el inimitable juez Del Arco (o «de la horca»), al que veo mejor que nunca: es tan inteligente que apenas ha vivido, y sólo ahora, a sus setenta y varios, el mundo le está revelando sus mejores secretos, de modo que anda entre desconcertado y pletórico, con la sensación de que hasta ahora se le ha tomado el pelo de una manera profunda, metafísica, pues ha andado durante décadas tan absorbido por el trabajo y la responsabilidad que se ha escatimado a sí mismo el trozo principal de la suculenta tarta del mundo. Por supuesto no se arrepiente, porque su necesidad de ser útil era lo primordial para él, pero el caso es que la jubilación le ha rejuvenecido muy claramente, y está, de ánimo y salud, diez veces mejor que hace diez años, cuando andaba tan angustiado con la redacción de sus memorias. Basta ya de legajos polvorientos, querido Miguel Ángel: la vida quiere ser utilizada, lo reclama con urgencia.
Eso sí, mientras buscábamos dónde comer ocurrió algo gracioso, muy cervantino. Miguel Ángel me dijo, muy contento: «Ya vas a ver, te voy a llevar a un sitio buenísimo, no te lo vas a creer». Comenzamos a bajar la calle y, en efecto, apareció un restaurante tremendo, medio de lujo, con una pinta exageradamente apetitosa. «¡Madre mía!», exclamé, «¡menudo sitio!», pero él, adelantándose, me desengañó: «No, no…, si éste no es»… A continuación había un italiano que también llamaba la atención, muy distinguido, pero cuando yo ya bajaba el ritmo sucedió que tampoco: «No, no, es un poquillo más allá». El siguiente era una casa de comidas muy aparente, con un menú del día de once euros, y por lo que vi bastante aceptable, llena de comensales que parecían contentos y satisfechos y, en fin, muy adecuada a nosotros y a esa modestia y esa moderación que nos caracterizan. Pues tampoco: «¡Qué va!, ¡vamos a un sitio muchísimo mejor!»… Al final, como yo ya me empezaba a maliciar, acabamos en una tasca indescriptible, totalmente vacía, con dos fulanos en camiseta de tirantes y palillos en la boca sirviendo nada a nadie tras la barra, aburridísimos los dos entre las moscas, sin dirigirse la palabra, como recién salidos de Twin Peaks, versión paseo de la Bomba. «¿A que es aquí?», le dije, escarmentado ya, y él: «¡Sí!, ya vas a ver, ¡te vas a chupar los dedos!»… «¿Hay algo para comer?», preguntó el señor juez y, por cómo le miró, yo creo que el tipo de la barra se pensó que mi amigo y benefactor estaba de pitorreo. «¿De comer?», respondió, «no, aquí no hay na». «Pues si el otro día comí yo aquí unos boquerones de quitar el sentido», explicó Miguel Ángel, un poco contrariado. «¿Boquerones? Pues no sé. Serían los de la tapa». El caso es que tuvimos que retroceder, aliviado yo, a la casa de comidas, y nos atizamos un estupendo salmorejo y un dignísimo filete de pollo a la plancha mientras charlábamos sobre nuestras cosas, sobre sus libros, sobre la vida. Fueron dos horas maravillosas.
Ayer comí con Jesús Montiel en su universidad, confundidos a conciencia entre las alumnas. Una de ellas, al verlo tan relajado, como en modo cotidiano, se atrevió a preguntarle, con los ojos muy abiertos: «¿Pero tú eres de verdad como todo eso que escribes?». Eso supera todas las reseñas que yo pueda escribir sobre él, y mis carcajadas debieron de escucharse en Portugal. Por la noche me vino a buscar Lorena, con la que comprobé que Granada sólo empieza a ser de verdad bonita en cuanto se empieza a ascender, y mucho más cuanto más se sube. Es la tercera vez que nos vemos en la vida, lo cual se hace hasta difícil de entender: no hay nadie a quien haya visto tan poco que me importe tanto.
Y desde la caseta he conocido a Antonio Mochón, el poeta más discreto de nuestra generación, y uno de los mejores. Y al huracán Ioana Gruia, simpatiquísima. Y a Laura Montes Romera, que acaba de publicar su primer libro, Un altar caliente, muy especial y muy bueno. Y apareció por allí, mirando libros, Rosa Berbel, tímida y amable. Y mañana cenaré en el carmen de Ana del Arco… Mi idea era un poco venir de incógnito, como el verano pasado en Soria, escabullirme, ir a mi aire, aprovechar para entregarme a esa vida de hurón que me gusta, como unas vacaciones de mí mismo y de Madrid. Pero ni Granada es Soria ni ando yo tan esquivo o agobiado con trabajos. De modo que en esta visita no he visto casi nada de la ciudad, y sin embargo nunca he vivido esta ciudad de un modo más pleno. Muchas migas y amigos en el aire. O como decía Gloria Fuertes, «un mendrugo de paz».