La playa en Norteña
«Hay que ser hortera para irse a Marruecos en agosto, aunque la verdad es que a Pedro Sánchez le vamos a criticar se vaya a dónde se vaya»
La playa está sobrevalorada, tanto como ser feliz o sentirse mal. De hecho, las mejores horas de la playa son las menos frecuentadas, con lo que es muy sencillo encontrar cierta calma evitando la masa que se planta en la costa como si no hubiera un mañana, entre las once de la mañana y las siete de la tarde. Uno, en verano, se levanta y no tiene mejor cosa que hacer que acercarse a la playa y darse un buen paseo que termine con un chapuzón. Según vayan llegando familias al aparcamiento, es hora de irse. Parece como si se hubiesen planteado tomar Normandía, todos ellos con los coches cargados, sombrilla, nevera, bolsa de aletas, bolsa de aperitivos, toallas, juguetes de agua, juguetes de arena, red de bádminton, tablas de surf, hinchables, remos para las pequeñas tablas de paddle surf, balones, hinchador de motor, botes de crema, ventiladores portátiles, generadores eléctricos para cargar los teléfonos y las tabletas, y demás memeces de gentes de ciudad.
Yo paseo con mi perra, Saba, que mira atónita cuando comienzan a invadir la arena. Junto a los cangrejos y demás especies, mi labradora negra huye hacia el agua, despavorida, y la veo nadando hacia el cabo porque a partir de las once, comienza a llenarse también de policías de la administración de playas que no dejan a los perros nadar tranquilos ni tampoco pisar la arena, porque a más de un paisano le molesta compartir el espacio con los canes, y como está de moda legislar hasta el color de los calzoncillos, salimos perdiendo los que somos normales. Por lo que a esas horas, la playa, además de volverse insoportable de calor, parece una estación de metro en plena hora punta. Esta costumbre de ir temprano a la playa la aprendí de mi madre. De pequeños, compartíamos una casa en el pueblo con toda su familia, que era y es la mía. En total, llegábamos a coincidir cuarenta personas en verano, entre mayores y pequeños, y mi madre, que era bastante avispada, era la primera en llegar a la playa a eso de las nueve y media. También éramos los primeros en irnos, pero eso se debe al agua caliente que nos quitaba la arena y la sal.
«Está claro que las cosas van cambiando, y no para bien, también aquí, en Norteña»
En una casa antigua y con cuarenta miembros dándole al grifo, era prácticamente imposible conseguir ducharse con agua caliente y, por esa razón, a las once y media ya estábamos de vuelta de la costa y solíamos aprovecharnos de esas primeras y últimas gotas cálidas, que en realidad, eran templadas. También aprendí que, en Norteña, uno se debe llevar a la playa un buen jersey. En más de una ocasión al escucharla para subirnos al coche, mirábamos por la ventana mientras el orbayu, o calabobos, llenaba de agua el cielo de estos montes. Aunque en los últimos años el cambio climático está provocando que la gente encuentre su descanso estival en estas zonas, dónde siempre tuvimos como aliados la tormenta y el frío. Era divertido ver cómo se encadenaban uno o dos años con menores precipitaciones y la gente compraba o alquilaba casa. Al tercero, la lógica no fallaba y se caía el cielo haciendo que la gente espantara a sus clásicos lugares de costa cicatrizada con sol de mañana tarde y noche. Ahora la cosa se está poniendo difícil incluso para eso.
Pero no es culpa, ni siquiera, de Pedro Sánchez, que ha preferido las cálidas temperaturas de Marruecos para veranear sin miedo a que le piten, le critiquen, o por lo que sea que sólo saben él y Pegasus. Pero hay que ser hortera para irse a Marruecos en agosto. Aunque la verdad es que le vamos a criticar se vaya a La Mareta, Las Marismillas o a Marruecos, así que el hombre está ahí con lo suyo de los pactos independentistas al sol alauita. Podría aprovechar para comentarles a los agricultores que también deben pasar los mismos controles sanitarios que ahogan a los productores españoles, o recordarle a su rey Mohamed VI que Ceuta y Melilla son tan españolas, como la tortilla de patatas o el gazpacho.
Luego, cuando cae el sol, Saba y este que firma, aprovechamos para darnos otro paseo por la playa. Es una delicia pues las mareas vivas hacen que la costa se vuelva pequeña y todavía nos cruzamos con algún cangrejo humano que no ha tenido en cuenta eso del cambio climático que comentábamos, que sale aturdido y morado por haberse expuesto tantas horas a un sol inclemente que no entiende que, por aquí, no debería brillar tantas horas, pues los verdes se molestan y no está hecho el valle para tanto calor estival. La perra es feliz porque nada sin que la molesten ni surfistas ni acosadores de ciudad, y yo disfruto lanzándole un palo al agua, recordando los cuarenta años que llevo por estas lindes mirando el mismo mar, con el jersey puesto, y con las horas pasando entre nubes que no se atreven a romper en tormenta porque está claro que las cosas van cambiando, y no para bien, también aquí, en Norteña.