THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

La fantasía del fin del trabajo

«El hombre se identifica con el trabajo. Éste constituye su moral, la redención de su insoportable levedad, su sentido, aunque a menudo sea un sentido de víctima»

Opinión
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La fantasía del fin del trabajo

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¿Nos dejarán sin trabajo los ingenios de la inteligencia artificial? Esa es una de las grandes preocupaciones de la humanidad de cara al porvenir. La jornada reducida de cuatro días ya tiene en Gran Bretaña viabilidad cierta y no es sino el anuncio de una nueva práctica robótica a la que estamos abocados. Luego de los cuatro días laborables vendrán las semanas de tres días, y luego de dos, y luego de un solo día. Hay que ser cándido para creer que los salarios se mantendrán al mismo nivel, que en España es ridículo. En el mejor de los casos una nueva variante del pensamiento socialista, o del comunismo, impondrá la redistribución de los inmensos beneficios (o, por usar la terminología marxista sobre el capitalismo industrial, la plusvalía) de las grandes corporaciones tecnológicas que ya amasan la mayor parte del capital mundial. O sea, la productividad aumentada gracias a las aplicaciones de la tecnología ya reduce sustancialmente la carga de trabajo y aumenta la del beneficio patronal.

Ejemplo elemental: la economía de los taxistas y sus familias destruida por la app de cuatro espabilados.

Ahora bien: la pregunta más importante que nos plantea este interesante reto tecnológico en el que estamos inmersos, y que ya nos empobrece a casi todos (mientras nos deslumbra con sus juguetes), es la siguiente: ¿Cómo podrá el ser humano aceptar una vida sin trabajo, incluso en el caso improbable de que disfrute, por no trabajar, de un estipendio razonable? Porque liberarse de los empleos rutinarios, monótonos y embrutecedores -que son la mayoría- puede ser una bendición. Pero quizá solo lo parezca; quizá lo siguiente sea peor.

Los empleos llamados «creativos», como el mío, vertebran una forma de vida escapista pero deliciosa y que nos parece llena de sentido o de intención, que consiste en la persecución de la belleza o de una idea inteligente. Nos mantiene ciegos al absurdo de la existencia y de su fatalidad y cegatos ante el sufrimiento de la Humanidad.

Sea como sea, el trabajo -rutinario o entretenido- tiene la virtud excelsa de realzar el valor del ocio, de la pereza, del sueño, de la inactividad, un valor que es escaso y por eso mismo más precioso: es una dicha que consiste en la interrupción de la desdicha. El trabajo roba mucho tiempo, pero opera el milagro de que el llamado «tiempo libre» sea más precioso.Tengo para ti una mala noticia: la canción de Raphael daba en el clavo. El hombre se identifica con el trabajo. Éste constituye su moral, la redención de su insoportable levedad, su sentido, aunque a menudo sea un sentido de víctima. Sin él se siente perdido. Ahora suspira por las semanas de cuatro días laborales. ¡Ya verás cómo se suicida por aburrimiento cuando pueda disfrutar de las semanas de tres!

«Cuando el trabajo desaparezca habrá que inventar otra naturaleza humana»

Cuando nos hayamos liberado del trabajo presiento que cundirá la desesperación, como la que atormenta a algunos amigos míos acaudalados, rentistas, que sencillamente no saben cómo llenar el vacío pavoroso de sus días estériles, que son todos, y en los que se van paulatinamente volviendo más imbéciles. El trabajo, y la lucha contra el trabajo, es el hombre mismo. Cuando aquel desaparezca –si es que realmente desaparece, en el caso de que esas previsiones tecnológicas se cumplan-, habrá que inventar otra naturaleza humana. Otra forma de ser hombre. En el mejor de los casos, la vida en ese paraíso postlaboral seguro que exigirá un largo periodo de adaptación, durante el cual nosotros, o nuestros sucesores, seremos muy desdichados. Carlos Casajuana (autor de Las leyes del castillo, interesante ensayo sobre el poder a partir de su experiencia como consejero en La Moncloa) citaba el otro día esta profecía de Oscar Wilde:

«Llegará un día en que la humanidad se estará divirtiendo, o estará cultivando aficiones -que son el objetivo del hombre, no el trabajo-, o creando cosas bellas, o leyendo páginas bellas, o simplemente contemplando el mundo con admiración y placer, y mientras tanto las máquinas harán todo el trabajo necesario y desagradable».

Oscar Wilde estaba terriblemente equivocado.

En primer lugar, esas actividades tan «gratas» importan a una proporción insignificante de la humanidad.

En segundo lugar, no hay belleza ni aficiones que no cuesten un esfuerzo. O sea, trabajo.

En tercer lugar: en ausencia de trabajo, como la aristocracia francesa del siglo XVIII o XIX (el mundo de Proust, antes del impuesto sobre la propiedad) se inventan obstáculos, formalidades, rituales y tonterías de todas clases para complicar esa vida de ocio supuestamente feliz. O sea, se crea trabajo.

El futuro nos plantea un reto enorme, un gran trabajo: crearnos trabajo, o un sucedáneo convincente del trabajo.

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