El condicionante catalán
«El sanchismo no es otra cosa que la adecuación a una España sin partidos responsables, y dependiente de nacionalistas que se benefician de esa debilidad»
La gobernabilidad de España en manos de Junts. Es lo que se oye por doquier. Sin embargo, esto es posible porque el PSOE está abierto a cualquier cosa. Si el sanchismo fuera el alma de un partido responsable con el Estado no estaríamos en esta situación absurda. Atentos, porque la amnistía es negociable con la reforma del Código Penal, como pasó con la sedición y la malversación, y el referéndum, disimulado como consulta vulgar, es factible con este Tribunal Constitucional.
La solución deseable a este despropósito es que gobierne el partido más votado, y que el otro, siendo responsable y constitucionalista, de esos que velan por la conservación del orden y la estabilidad, se abstuviera o lo apoyara. Incluso que el partido gobernante, en contraprestación, permitiera que la oposición presidiera el Parlamento. Esto, que funciona en otras democracias de consenso, aquí es impensable. Todo lo que no sea confrontación y ostracismo del adversario es realismo mágico.
En ese río revuelto son los partidos independentistas catalanes los que sacan más rédito. Lo ha sido siempre, hasta el punto de que el nacionalismo vasco ha ido por detrás en toda ocasión desde el siglo XIX. Los hermanos Arana pasaron del tradicionalismo al nacionalismo tras su paso por Barcelona. Durante la Segunda República el PNV fue a rebufo de ERC, y no consiguió su Estatuto hasta la Guerra Civil, que fue el precio que Indalecio Prieto pagó para asegurarse la lealtad de un PNV que coqueteaba, y algo más, con los sublevados de Franco y Mola.
«Nunca hubo un catalanismo leal»
Los nacionalistas catalanes condicionaron la Constitución de 1978, en la que se introdujeron los venenos que hoy sufrimos de un Estado de las Autonomías inestable. Nunca hubo un catalanismo leal. Hasta Tarradellas lo dijo de Pujol en la temprana fecha de 1980: era un hombre que se iba a liar en la estelada para hacerse la víctima del «centralismo de Madrid», al tiempo que se enriquecía y creaba estructuras de Estado para la independencia. Era una mezcla de victimismo y nacionalismo «a ultranza», decía Tarradellas. Y tenía razón.
Surgió entonces en el PP de Aznar la idea del nacionalista bueno. Consideraron, como hoy con el PNV o Junts, que al ser del universo conservador era posible llegar a un acuerdo con CiU contra el PSOE de Felipe González. Llegó así el Pacto del Majestic en 1996 y la política de gestos como el hablar catalán «en la intimidad» y la expulsión de Vidal Quadras. Todo era admisible para llegar al poder, y si había fallos o derivas independentistas la cuenta la pagarían otros.
El asunto funcionó y CiU pareció domesticado por Madrid, lo que supuso el crecimiento de ERC y del PSC. Este fenómeno se repite hoy, donde Esquerra es acusada por Junts de hacer seguidismo gratis del PSOE. Esto es clave en Cataluña. De hecho, ERC perdió 300.000 votos el 28-M y 420.000 el 23-J, mientras Junts ocupaba el segundo lugar tras el PSC.
Este fenómeno lo entendió perfectamente Zapatero. No solo firmó una alianza con los independentistas, el Pacto del Tinell, para excluir al PP, sino que prometió aceptar el Estatuto que saliera del Parlamento catalán como si él tuviera la potestad para hacerlo. Esto generó un problema político considerable en España, pero permitió al PSC convertirse en el gran socio de ERC, que siempre ha apostado por la independencia legal vía referéndum pactado.
Rajoy no mejoró el asunto. Pensó que al nacionalismo se le puede comprar con más financiación y autonomía, cuando un nacionalista solo busca ir ganando etapas hasta la independencia. El marianismo se basaba en dejar hacer, dejar pasar, como si todo fuera un gran teatro sin consecuencias. Fue así que permitió el referéndum convocado por Artur Mas en 2014, y luego el golpe de Estado de 2017.
«Son los partidos nacionalistas catalanes los que van marcando el camino a los demás»
En ese tiempo, salvo los años de Alicia Sánchez Camacho, el PP quedó destruido, sin identidad, al socaire de unas decisiones en las que no participaba. Su espacio, el del constitucionalismo sin dobleces, lo ocupó Ciudadanos, hasta el punto de que ganó las elecciones de 2017. Y cuando este partido desapareció solo por sus errores, el testigo lo recogió Vox porque hizo una campaña en la calle, enfrentado a la kale borroka catalanista.
Mientras, Sánchez había pasado de presentarse en 2014 con la bandera de España más grande de la historia del universo conocido, a proponer un pacto parlamentario con los independentistas en 2016 para lograr una mayoría parlamentaria. Sabía lo que se hacía, no como el PP de Rajoy, que se dejó apuñalar en julio de 2018 en aquella moción de censura.
Hoy comprobamos que el sanchismo no es otra cosa que la adecuación a una España sin partidos responsables, y dependiente de nacionalistas que se benefician de esa debilidad. Ahora estamos en manos de Junts para constituir el país, que pide amnistía y autodeterminación, entre otras cosas, es decir, doblegar el Estado democrático de Derecho. Y ojo, son los partidos nacionalistas catalanes los que van marcando el camino a los demás.