Contra el consenso
«En el fondo, el más terrible de todos los consensos malos que hoy se propaga es el ‘consenso del consenso’. La obligación ¡moral! de no discrepar demasiado»
Hay personas en apariencia muy listas que les reprochan a otras «ir contra el consenso». Sin darse cuenta de que eso es un oxímoron: si hay gente en contra de él, entonces tan consenso, tan consenso no será. Bien es verdad que, por lo general, lo de «ir contra el consenso» se usa para denostar a la derecha que no se conforma con arreglar los estropicios económicos del PSOE y se atreve, oh cielos, a querer implantar sus propias ideas. Así que, al cabo, las citadas personas muy listas resultan ser, en realidad, unas listillas.
¿Está entonces bien o mal eso de los consensos? Como ocurre con los microbios o el colesterol, la cosa depende: los hay imprescindibles para la vida (política), los hay que la pueden matar. Y ese es el problema que tenemos hoy día en España: cada vez contamos con menos consensos del primer tipo (colesterol bueno). Mientras que, a su vez, nos intentan imponer más y más consensos nocivos (colesterol malo). Por eso, en realidad, no es solo un problema lo que padecemos, sino una grave amenaza para nuestra vida civil.
¿Cuáles son esos consensos malos o buenos para un país? Vamos a contemplarlos en cuatro ámbitos distintos: el pasado, las instituciones, la propia nación y los principios éticos. En esas cuatro áreas se han ahogado delante de nuestras narices los consensos valiosos. Y se están imponiendo, con similar impudicia, los nocivos.
Comencemos por nuestra visión del pasado. Imagine por favor, amigo lector, que mediante una droga o tortura (por ejemplo, someterlo durante 24 horas seguidas a la voz de Àngels Barceló), lográsemos extirparle a usted todos, absolutamente todos, sus recuerdos del pasado. Usted no recordaría ya cómo se llama, quién fue su madre, quiénes son sus amigos y quiénes sus rivales, qué comida del frigorífico le gusta o no.
¿Seguiría siendo usted la misma persona? En sentido físico, carnal, claro que sí: usted seguiría hecho de las mismas células —tal vez solo habría perdido algunas neuronas de las que tenía antes de la tortura descrita—. Pero no somos solo pedazos de carne. En otros muchos sentidos, no, usted no sería el mismo. Sus amigos (o, quién sabe, quizá son sus enemigos —usted no sabría ya distinguirlos—) se lo dirían: «No eres la misma persona».
Este sencillo experimento demuestra que somos, en buena parte, nuestra memoria. También nuestros proyectos, sí, pero estos se apoyan en la memoria («voy a hacer esto, que sé lo bien que se me da y recuerdo cuánto lo disfruto»). Así que incluso nuestro futuro, lejos de ser su opuesto, lo llenan ecos de nuestro pasado.
Ahora bien, si somos memoria, y cada cual somos diferentes, entonces también nuestras memorias serán siempre diferentes. Yo no puedo recordar lo que la abuela de Rodríguez Zapatero le contaba a él sobre la Guerra civil, porque yo no soy Rodríguez Zapatero (ni, les confesaré la verdad, lo lamento demasiado). Él tampoco podrá recordar lo que me contaba mi padre, que de niño, en los alrededores de la Salamanca del 36, jugó a incordiar a un soldado alemán (Guten Tag!) que vigilaba un avión por allí.
No puede haber consenso, pues, sobre nuestra memoria. Tampoco, por cierto, sobre la historiografía, esto es, la ciencia que estudia ese pasado: a toda disciplina científica le corresponde la discusión, la discrepancia, la posibilidad de romper teorías establecidas y de formular otras por completo nuevas. ¿Se alcanzan acuerdos a veces? Sí, pero es esencial a toda ciencia auténtica que, en un momento dado, se puedan romper. Popper lo llamaba «falsabilidad».
«El análisis sanguíneo de nuestra democracia arroja los mismos resultados: consensos buenos a la baja, consensos malos en cifras disparadas»
Y bien, hete aquí que justo sobre esos dos campos donde el consenso sería dañino, la memoria y la historiografía, es donde se nos ha impuesto el consenso obligatorio: primero con la ley de memoria histórica, ahora con la ley de memoria democrática. Leyes que castigan a quien conserve memorias incorrectas o escriba historias que no les gusten a nuestros gobernantes. Leyes, en concreto esta segunda, que nos obliga a pensar que todos los muertos a manos republicanas (una niña a la que le cae una bomba en Cabra, un adolescente al que fusilan en Paracuellos) son individuos «que apoyaron el golpe de 1936»: así los define esta ley la única vez, por cierto, que se digna citar esas víctimas.
Colesterol malo, muy malo, este que sanciona a quien no acate un solo tipo de memoria. O un solo tipo de investigación histórica: es una vergüenza para las víctimas, pero también para el anhelo de saberes propio de un país civilizado, que cada vez que se desentierra una fosa y sus víctimas resultan no ser izquierdistas, sino masacradas por ese bando, se las vuelva a sepultar en el olvido, reas del pecado de morir a manos de los exterminadores correctos.
En medio de consensos tan putrefactos, ¿existe, en cambio, algún otro consenso sobre el pasado que nos resulte loable? La propia historia nos enseña que sí.
Vayamos hacia la Grecia antigua. En concreto, hasta el verano del año 403 a.C. Atenas acababa de desangrarse en el más horrendo de los conflictos civiles; los Treinta Tiranos habían sido derrocados; a ambos bandos los enardecía el anhelo de venganza. Fue entonces cuando un líder, Euclides, guió al pueblo hacia un acuerdo insólito: «No usaremos más el pasado para hacernos daño», fue su espíritu. Ese sí que es un consenso fecundo. En España no debería sonarnos a chino, ni siquiera a griego: es el lema que presidió nuestra Transición y nuestra primera democracia. Hasta que la izquierda, encabezada por Rodríguez Zapatero, lo enterró.
Ahora bien, yendo más allá de la memoria, ¿esta diferencia entre consensos malos (hoy crecientes a nuestro derredor) y consensos buenos (hoy decrecientes) cabe percibirla también en nuestras instituciones?
Desde luego, una democracia no puede funcionar sin ciertos acuerdos de fondo: que los tribunales actuarán conforme a la justicia; que a la Corte Constitucional solo la regirá tal norma suprema; que la Constitución no se modificará sin seguir sus cauces adecuados; que funcionarán controles contramayoritarios que evitarán la tiranía de la mayoría. ¿Queda alguno de esos consensos vivito y coleando entre nosotros hoy?
¿No se han sustituido por un consenso malo, «cínico», malpensado, que admite que, bueno, si la izquierda gana las elecciones, tendrá derecho también a imponerse en cualquier otro resquicio del poder? ¿No escuchamos en diciembre pasado, allá cuando la renovación del Tribunal Constitucional, afirmaciones rimbombantes de la izquierda, apoyadas en este nuevo consenso que anhelan imponernos? ¿No se aseveraba, por ejemplo, que si habían ganado las elecciones, ello les concedía el derecho de saltarse cualquier otro límite legal? ¿No legitiman hoy incluso politólogos tan aseaditos como Víctor Lapuente que el voto de la mayoría se salte la ley, y se acusa de legalistas a quienes, con Aristóteles, preferimos el gobierno de las leyes (igual para todos) al de los hombres (arbitrario a la hora de conceder castigos o perdón)?
Ahora bien, ni este aumento de malos consensos sobre nuestras instituciones, ni el que describimos antes sobre nuestra historia, serían tan graves si al menos sobrevivieran consensos buenos en otros dos campos: el de la nación y el de los principios éticos. Pero de nuevo aquí el análisis sanguíneo de nuestra democracia arroja los mismos resultados: consensos buenos a la baja, consensos malos en cifras disparadas.
«¿Cuál sería, por el contrario, el consenso bueno aquí? Uno que, de hecho, no diera demasiada importancia a los consensos»
No hará falta que nos extendamos mucho sobre nuestra nación. La fotografía que nos brindó la noche del 23 de julio fue elocuente: el PSOE se veía, exultante, vencedor con unos resultados… que solo le auparían al poder de conchabarse con todos y cada uno de los partidos que aspiran a deshacer España. Es decir, se considera parte de un consenso sobre nuestra nación que aspira a capitidisminuir nuestra nación.
Soy poco dado a componer ditirambos en honor de los padres de nuestra Constitución, allá por 1978; pero una cosa está clara al leer sus obras: trabajaron siempre bajo el supuesto de que una mayoría de españoles votaría, fuese a la izquierda, fuese a la derecha, siempre en todo caso para mantener España. Hoy, con el PSOE, este consenso ha dejado de darse por descontado. No hay ya un acuerdo mínimo de españoles que quieren seguir siéndolo frente a separatistas; hay un nuevo consenso (malo) de la mitad de los españoles que están dispuestos a cualquier cosa con tal de que no toque el poder la otra mitad.
Por último, ¿nos queda al menos un consenso mínimo, sobre los valores éticos, que pueda mantener vivo nuestro sistema?
Aludíamos a ello al principio de este artículo: hoy se acusa de «romper consensos» a quienes la emprenden aquí contra los consensos malos. Si discrepas del modo de ver la vida izquierdista, que te dice que, una vez concebido, solo podrás nacer si antes te da el visto bueno tu madre, eres un rompedor de consensos. (El PP, sumisamente, ha renunciado ya a «romper consensos» ahí, justo con el argumento… de no querer romper consensos). Si consideras que nadie debería recibir la oferta que recibió Jordi Sabaté de una funcionaria para ser eutanasiado porque, total, ya no te puedes ni valer por ti mismo, entonces eres un rompedor de consensos. Si crees que un país donde cada vez hay más suicidios, no ceja de aumentar el consumo de antidepresivos y el sentido de la vida cada vez reposa más en lo materialista, no es un país que de veras progrese, liderado por nuestros gobernantes progresistas, sino más bien un país que boquea cual pez fuera del agua, eres un terrible, despreciable e impertinente rompedor de consensos.
Porque, en el fondo, el más terrible de todos los consensos malos que hoy se propaga es ese: el «consenso del consenso», lo podríamos llamar. La obligación ¡moral! de no discrepar demasiado. De aceptar lo que diga la mayoría. De no tomar una decisión sobre el sentido de tu vida, sino acompañar a Vicente, e ir donde va la gente.
¿Cuál sería, por el contrario, el consenso bueno aquí? Uno que, de hecho, no diera demasiada importancia a los consensos. Uno que nos impulsara no a estar de acuerdo con otra gente, sino a estar de acuerdo con la verdad. Ya Antifón, en la antigua Grecia, nos advirtió de esa tendencia de las ciudades, donde «está legislado para los ojos qué deben ver y lo que no; para la lengua, qué debe decir y qué no; para las manos, qué deben hacer y qué no; para la mente, qué debe desear y qué no debe desear». Frente a ello, el mismo Antifón nos animaba a fijarnos en la naturaleza de las cosas, no en los consensos sobre ellas.
Dijimos antes que «No nos haremos daño con el pasado» es un buen consenso (griego) sobre la memoria. «Respetaremos las reglas» parece también buen consenso sobre nuestras instituciones. «Honraremos la patria que nos elige» es otro, también bueno, sobre nuestra nación. Pero el consenso bueno que hay que perseguir por encima de todos será este último que ahora formulamos: «Buscaremos la verdad y sobre ella apoyaremos todo lo importante, en vez de sobre acuerdos fugaces». Es cierto que se trata de un lema, hoy, poco popular. Pero ¡él mismo nos lo dice!: que no nos debe preocupar esa, ni ninguna, popularidad.