THE OBJECTIVE
Javier del Castillo

El mundo

«A partir de ahora iremos viendo, una tras otra, las humillaciones de quienes supuestamente vuelven al redil de la Constitución y la convivencia democrática»

Opinión
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El mundo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Por el pinganillo, en medio de la estepa castellana, se colaba una voz reconocible —aunque poco o nada creíble— que enumeraba los problemas más graves que tiene el planeta Tierra. La Tierra, como todos ustedes saben, está en peligro y aquí me tienen a mí dispuesto a evitar el desastre. 

Sin embargo, en su disertación sobre los conflictos bélicos —Ucrania y Gaza—, la amenaza del cambio climático o sobre las desigualdades, apenas había puntos de inflexión. Los enumeraba sin poner énfasis en sus palabras.  Después de un recorrido tedioso y anodino por la política internacional, empezó a hablar del peligroso avance de la extrema derecha por el mundo civilizado y se vino arriba. Le cambió hasta la cara.

Fue justo en este momento, cuando se coló por el pinganillo la voz más reconocible del candidato. El largo preámbulo sobre las crisis que amenazan nuestro futuro y que ponen en un brete la paz, la concordia y la democracia, sirvió para distraer al auditorio y poner a continuación en escena la catadura moral y política del personaje.

De alguna manera tenía que justificar Pedro Sánchez una realidad incontrovertible, que no tiene vuelta de hoja: su humillación ante las exigencias de Puigdemont. El prófugo de Waterloo lo manejará a partir de ahora como José Luis Moreno manejaba a sus muñecos Rockefeller y Macario. Sánchez tiene que medir sus palabras, para no ofender a quien ha hecho posible que siga al frente del Gobierno de España. Es un prisionero de su propia ambición, al que se observará con lupa desde el centro de operaciones diseñadas para que permanezca en la linde y no se desvíe un milímetro de los pactos firmados.

«Gobernar sólo para una minoría —o, como mucho, para media España— demuestra con absoluta claridad la incapacidad de Sánchez para aunar voluntades y apoyar la unidad de todos los españoles en un objetivo común»

El diálogo, la concordia y la convivencia forman parte de las mentiras y obsesiones de Pedro Sánchez. También de sus contradicciones. En su discurso de investidura hablaba de concordia, mientras ninguneaba y despreciaba a la mitad de los españoles. Las movilizaciones masivas contra la amnistía tampoco le parecieron suficientes como para darse por enterado. Ni una explicación. Ni un gesto. Las explicaciones y el perdón se los reservaba para aquellos que insisten en avanzar por el camino de la independencia hasta conseguir un Estado propio, una República Catalana.

Gobernar sólo para una minoría —o, como mucho, para media España— demuestra con absoluta claridad la incapacidad de Sánchez para aunar voluntades y apoyar la unidad de todos los españoles en un objetivo común. A Sánchez —aunque se haya repetido hasta la saciedad, nunca será bastante— sólo le interesa él mismo. Gobernar a toda costa. Puede hablar de concordia o de lo que le dé la gana. Incluso de mano tendida a quienes votan a la derecha reaccionaria. Al final, hará lo que le venga en gana.

Con una particularidad. Y es que ahora tiene que pedir permiso previo a sus socios de investidura. Especialmente, a su nuevo compañero de viaje: el prófugo que ni siquiera ha tenido el detalle de disculparle algunos lapsus que tuvo el candidato a la hora de reconocer que Puigdemont es víctima inocente de un Estado opresor y antidemocrático.

A partir de ahora, con el primer y gran objetivo cumplido, iremos viendo, una tras otra, las humillaciones de quienes supuestamente vuelven al redil de la Constitución y de la convivencia democrática. La defensa de la igualdad ante la ley y el respeto a los valores democráticos es cosa ya de los fachas que se apropian de la bandera de España. Así se escribe la investidura de Sánchez.

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