Tiempo de asombro y esperanza
«La Navidad llama a la grandeza de un modo único, porque lo hace de incógnito, en un establo, bajo la luz de una estrella fugaz»
Cuando eres niño la Navidad es un tiempo de asombro y esperanza. Cuando te vas haciendo mayor aparece la melancolía, que es una forma peculiar de tristeza: un latido íntimo, levemente apagado por la singladura de los años, pero en el fondo noble y feliz. En alguna ocasión he escrito que, precisamente porque hemos conocido el sabor dulce del paraíso, no nos resulta difícil descubrir el reverso del tiempo. Como fantasmas, en Navidad regresan los seres queridos que nos han dejado: mis abuelos, mi hermano David, tantos amigos; también mi propia infancia, el recuerdo lejano de aquel que fui y ya no soy. ¿Se trata de nostalgia acaso? Creo que no. Al menos, no exactamente. La intimidad a menudo se confunde con los matices de la tristeza y pienso que más bien es al contrario. La intimidad nos recoge, pero también nos alumbra y confiere sentido a nuestras heridas; nos recuerda que no sólo somos polvo, sino semilla y fruto.
El Adviento nos sitúa en posición de espera, la Navidad celebra la llegada de un Salvador y, por tanto, la vida misma. Las sutilezas litúrgicas, sin embargo, han pasado a la historia: utilizan un lenguaje que la mayoría de la gente ya no entiende. Así pues, el último medio siglo se ha caracterizado por una especie de sordera. Si bien la religión ha adquirido rasgos ideológicos más o menos aptos para el diálogo con la contemporaneidad, el compás cultural de la fe se ha debilitado. Permanece el arte (la pintura y la música) como una reserva de todo aquello que nuestro mundo ya no sabe manifestar con palabras comprensibles. El silencio de María después del Nacimiento, por ejemplo, ¿expresa acaso la intuición de la muerte de su Hijo en la Cruz? Eso creyeron muchos teólogos. Y las cantatas de Bach, los motetes de Bruckner, la polifonía del Renacimiento flamenco y español, la serena elegancia del canto gregoriano, ¿no sugieren el esplendor de una belleza irreductible, de una hondura sin límites?
«La Navidad pasó de ser una festividad cristiana a tener un carácter familiar, para convertirse en un tiempo de compras»
Ernst Jünger, en La tijera, uno de los últimos libros escrito ya cuando bordeaba los cien años, reflexiona acerca de la pérdida que supuso la mutación del sentido en significado. Esa era en efecto la consecuencia de una racionalización que ha despojado a los símbolos de sus antiguas prerrogativas. De este modo, la Navidad pasó de ser una festividad eminentemente cristiana a tener un carácter más familiar, para terminar convirtiéndose, sobre todo, en un tiempo de compras compulsivas que se alarga de noviembre a Reyes. Lo que se pierde es mucho, aunque permanezca como un rescoldo del amor recibido. Puesto que fuimos niños y fuimos muy amados por nuestros padres, retornamos ahora la gratuidad de aquel amor. Esta idea, central para la antropología humana, conviene tenerla presente especialmente en estas fechas.
En efecto, la tristeza más noble es aquella que no se encierra en sí misma, ni conforma identidades enclaustradas o agresivas, sino la que emite luz en la oscuridad, llamando al consuelo y a la esperanza. ¿Cuántas familias llorarán estos días la pérdida o la enfermedad de un ser querido? ¿Cuántas familias recordarán en estas fechas los buenos días del ayer y verán reflejada en sus hijos o en sus nietos la buena nueva de hoy? La Navidad llama a la grandeza de un modo único, porque lo hace de incógnito, en un establo, bajo la luz de una estrella fugaz. Recordar de dónde venimos nos ayuda a perseverar en la senda de ese misterio que es la vida: la nuestra, la de todos.