¿Plurinacionalidad?
«Independentistas catalanes y vascos buscan la restauración del privilegio frente al Estado de derecho, con un futuro de fractura irreversible al menor conflicto»
Uno de los problemas del vocabulario político es su rigidez, que hace oscilar su uso entre la dificultad por dar con el concepto adecuado, a falta de alternativas, y el abuso de convertir un término en un cajón de sastre donde todo cabe. Así en las últimas décadas, se ha complicado el repertorio de regímenes políticos que se sitúan entre la dictadura y la democracia, respetando las formas de ésta, pero consolidando al mismo tiempo un poder personal, basado en la concentración de poderes en el Ejecutivo. Hablar entonces de «autoritarismo» es útil, en cuanto a designar la propensión a ejercer un poder por encima de las instituciones, pero no para designar el sistema político en que tal orientación se encuentra localizada. De ahí el abuso habitual al calificar a alguno de esos sistemas híbridos de «régimen autoritario». Lo ocurrido en el pasado con el franquismo puede servir de ejemplo.
Hay casos claros, como el de Putin en Rusia, donde las instituciones propias de la democracia representativa sufren un vaciado absoluto en manos del dictador. Aquí la calificación a otorgar no ofrece dudas, pero en otros casos, como el de Erdogan en Turquía o el de Pedro Sánchez en España, si bien resulta lícito adscribirles la etiqueta de dictaduras, ya que un presidente se impone sin reservas sobre la división de poderes, resulta necesario admitir que tal calificación todavía es reversible; la causa del mantenimiento de la democracia representativa no está aún perdida.
De hecho a lo largo de 2023, tanto Erdogan como Sánchez estuvieron al borde de se derrotados en unas elecciones parlamentarias, y de esa derrota hubiese resultado el fin de las experiencias dictatoriales de ambos. Por otra parte, es lógico también que los dos se hayan empeñado a fondo en evitar la alternativa de gobierno, presentándola como una amenaza y un peligro que debían ser conjurados a todo precio. Perpetuación en el poder y ejercicio dictatorial de ese poder, se encuentran siempre vinculados. Erdogan y Sánchez lo saben y lo aplican.
Hay otros conceptos, perfectamente delimitados, en cuyo uso lo que tiene lugar es una voluntad consciente de fraude. Sucede con «federación» y «confederación», presentadas a veces como sinónimos, mientras en otras ocasiones se designa como «federación» un objetivo político cuyo contenido es estrictamente confederal. La divisoria es, sin embargo, clara. En la federación, los dos niveles de poder, el de los Estados federados y el federal, tienen competencias perfectamente delimitadas por la Constitución, con el complemento en su caso de la jurisprudencia del tribunal supremo o constitucional. En contra de la opinión vulgar, la federación no es un Estado débil, ni inseguro, ya que el vértice es el centro de decisiones fundamental, aun cuando sea admitida la participación de los Estados en el Legislativo mediante una cámara de representación territorial.
«La historia no ofrece excepción alguna: antes o después, las confederaciones se han roto voluntariamente o por guerras»
Por eso nuestros nacionalismos huyen de la fórmula federal como el gato del agua fría, y por eso mismo, la incapacidad del PSOE para plantear el objetivo federal, que está en su programa desde la asamblea de Granada, refleja mejor que nada su debilidad para encontrar soluciones progresivas en el «diálogo» con los socios independentistas. Con Sánchez al frente, al PSOE le está prohibido incluso pensar sobre el tema, supuesto que conserve como partido la capacidad de pensar, que es mucho suponer. De ahí que la máxima desconfianza ante su dinámica de sucesivas concesiones, sea la única actitud razonable.
De un modo u otro, la fórmula confederal, llámese Confederación o Federación, supone la agregación de Estados que conservan la propia soberanía, por lo menos en asuntos sustanciales (como ocurrió en la Federación Yugoslava con la rotación en su presidencia). La historia no ofrece excepción alguna: antes o después, las confederaciones se han roto voluntariamente o por efecto de feroces guerras, de la de Secesión en Estados Unidos en la década de 1860 a la de Yugoslavia hace solo un tercio de siglo.
En la España de hoy, independentistas catalanes y vascos presionan hacia la fórmula confederal mediante respectivos Estados duales, con soberanías propias y arreglos de fachada que les permitieran, en tanto que regiones más desarrolladas, el control del mercado español, su presencia en la UE, y en el límite, una subvención permanente desde el Estado central como la que ya garantiza el concierto a Euskadi y a Navarra. En definitiva, la restauración del privilegio frente al Estado de derecho, con un ropaje de posmodernidad -el «derecho a decidir»- y un futuro de fractura irreversible al menor conflicto.
La federación es perfectamente compatible con la ley fundamental de 1978, e incluso debiera ser el punto de llegada de su desarrollo lógico. El Estado de los autonomías es cuasi-federal, y la experiencia de estas más de cuatro décadas muestra la acumulación de problemas y conflictos derivados de la ausencia de un Senado como verdadera cámara territorial, reguladora de problemas a nivel horizontal, que asegure la participación de las comunidades en el poder Legislativo. Y de paso evite la cascada de conflictos verticales entre comunidad y Estado, debida también a la falta de delimitación de competencias. Ha tenido lugar así un continuado asalto al Estado, una guerrilla permanente, desde los gobiernos nacionalistas de Cataluña y Euskadi, incluso en el orden simbólico, con un coste enorme en el plano cultural y también para el necesario consenso de apoyo a lo que irónicamente llamaríamos un Estado sostenible. Algo innegable que nos lleva de nuevo, por demócratas, a ser federales.
Tropezamos finalmente con el último escollo en el vocabulario: la plurinacionalidad. En apariencia, atendiendo a los debates políticos en curso, solo hay dos alternativas: nacionalismo español o plurinacionalidad. Independentistas y «progresistas» remachan además la dualidad, al etiquetar como «franquista» y españolista, reaccionaria, cualquier alusión a la existencia de una nación española. De modo correlativo, el pensamiento conservador se cierra en banda sobre el tema: ninguna concesión.
«Los idiomas cooficiales hubieran tenido lugar en el Senado, no en la cámara que representa la voluntad general de los ciudadanos»
De nada sirve que la Constitución abra el camino para una solución racional del dilema, ya que al mismo tiempo que adscribe la soberanía a la nación española, reconoce la existencia de «nacionalidades», y no solo de regiones, como hubiera concedido un planteamiento unitarista. La pluralidad jerarquizada se aplica a las lenguas, con un reconocimiento institucional del español o castellano como lengua de todos y de las lenguas de las nacionalidades históricas como cooficiales en sus estatutos. Es la jerarquía que la presidencia del Congreso de Armengol/Sánchez ha venido a romper. Los idiomas cooficiales hubieran tenido lugar en el Senado, no en la cámara que representa la voluntad general de los ciudadanos. La elevación de la cooficialidad a ese nivel quiebra la precisa articulación que la norma de 1978 establece, poniendo a todas las lenguas a un mismo nivel que la Constitución recusa. Con una lectura simbólica aun más grave: la consideración de España como una suma de naciones diferenciadas, y no como lo que ha sido históricamente, un tronco español del que han surgido los procesos de construcción nacional de Cataluña y el País Vasco. Lo que a falta de otro término llamaríamos una «Nación de naciones», no la compresencia de varias naciones distintas en el Estado. Dicho en plata, España no es Suiza ni el Imperio Austrohúngaro.
Además, las vigentes identidades duales, comprobables empíricamente, se ajustan a una historia que es posible entender mejor si la comparamos con Francia. Ambas fueron «monarquías de agregación», un tipo de monarquías compuestas cuyos miembros fueron vinculándose en un proceso secular a un centro —Castilla, el dominio real—, sin que hasta el final del Antiguo Régimen desaparezca el pluralismo. Una vinculación que incluyó la fuerza: no de otro modo Francia integró Alsacia o el Rosellón catalán. A nadie se le ocurre reivindicar que Estrasburgo vuelva a la situación de 1681, mientras los independentistas catalanes esgrimen airados la afrenta de 1714.
La integración fue mayor en el caso francés y se remató en la Revolución de 1789 con una homogeneización forzosa, cuyo resultado sigue vigente hoy. No sin graves costes humanos y culturales, ya que si bien la escuela actuó como agente fundamental de formación de la nación francesa, así como su debilidad en el siglo XIX fue la base de la debilidad del nacionalismo español, núcleos duros de resistencia cultural, tales como el campesinado bretón solo fueron vencidos por una nacionalización forzosa mediante castigos y fusilamientos durante la gran guerra. Aún hoy, según acabo de comprobar en mi visita a Nantes, la victoria definitiva de la Nación francesa se asienta sobre una negación permanente de la historia de Bretaña, relegada a las crêpes y al folklore, en todo caso a la estatua de la duquesa Ana, cuyos matrimonios forzosos con reyes franceses, abrieron paso a la anexión de 1532. Me parece empobrecedor, pero ha sido eficaz.
En España, simplemente el proceso integrador tropezó con los estrangulamientos de un difícil siglo XIX, inevitables en los planos económico, político y cultural, después del sobresalto patriótico de la guerra de Independencia. Ninguna culpabilidad, simple condición de furgón de cola en la Europa liberal. De la crisis del 98 emergieron los nacionalismos, allí donde hubo élites capaces de formular proyectos ajustados a sus intereses. Trataron y tratan de presentarse como expresión de naciones eternas, pero lo desmiente la persistencia de identidades duales (confirmada por el propio voto en ambas del PSOE en julio pasado). Nación de naciones, o nación y nacionalidades, es así algo real, constitucional, frente a la vocación de fractura exhibida por los nacionalismos esencialistas, y frente a un ideal jacobino que aun cuando fuera deseable, no cabe en la Constitución. Tal como están las cosas, solo esta es nuestra tabla de salvamento.