THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Komainu: la búsqueda del ramen perfecto

«Gonzalo Ibáñez no es cocinero ni creativo ni hostelero, sino un guardián que vigila, tanto en su pequeño local como en las redes, que su ramen sea perfecto»

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Komainu: la búsqueda del ramen perfecto

Un bol con ramen. | Europa Press

Hay dos tipos de globalización gastronómica: la más conspicua es esa que nos anuncia inmisericordemente y por todos los medios la misma comida basura que existe en cualquier rincón del mundo —hamburguesas, tacos, pollo frito— de la mano de inmundas franquicias que todos despreciamos con alarde, pese a que a veces las disfrutamos con inconfesable culpa en noches disparatadas, y por lo general, jamás antes de las tres de la madrugada, que es cuando un whopper lo cura todo. 

La otra globalización gastronómica, más sutil y discreta, pero igualmente homogeinizadora de sociedades occidentales, es aquella que nos trae la Internacional Hipster y que evangeliza al ciudadano responsable con productos hechos con alma y conciencia, por ahí se han asomado a nuestras vidas las cervezas artesanales (que abonan ese tipo de gilipollez humana que vimos florecer gracias a aquellos gin tonics de autor con clavo y pepino), el café de especialidad (de esto hay que dar las gracias), los vinos biodinámicos (que a mí particularmente me saben casi siempre a sidra y me provocan unas ganas furiosas de entrar a los restaurantes con una camiseta que diga «Mis vinos, con sulfitos y taninos»), las cupcakes artesanales (eso que nuestras abuelas llamaban magdalenas) y el ramen, que es de lo que me voy a ocupar en este artículo si bien podría escribirse mucho sobre todo lo demás. 

Hay que empezar diciendo que pocos platos se han popularizado más en los últimos diez años que el ramen. Es un plato que a nada que esté conseguido deja una huella profunda, hasta el punto de que casi todo el mundo recuerda el primer ramen que probó, pregunten y verán que es cierto. 

El buen ramen es una sustancia peligrosa hasta el punto de que es capaz de provocar adicción tras dos o tres experiencias: al cabo de unos días uno se levanta y de repente siente un nítido antojo de ramen, un «hoy me he despertado con cuerpo de ramen» o bien un «hoy es de esos días que necesito un ramen». El antojo de ramen está muy emparentado con el antojo de cocido, se desea en días fríos de invierno (esos que ya apenas conocemos), sacia y calienta, tiene densidad, alterna un bocado de carne, con uno de verdura, el morder con el sorber, sus vapores entran por la nariz, se sirve siempre en abundancia, predispone a una siesta, rebosa umami. 

Yo lo probé por primera en 2014, en Austin, Texas, donde viví unos años con mi familia, y nos lanzábamos a probar todo aquello a lo que no estábamos acostumbrados en busca de ese consuelo goloso que pudiera atenuar la ausencia de arroces dominicales, ensaladillas rusas, bocartes, chacinas ibéricas o guisos de legumbres. Un día un amigo mexicano nos habló de una comida japonesa, que no era sushi, llamada ramen y que era una especie de sopa de fideos enriquecida por la que todo hípster de Austin hacía un peregrinaje a un inhóspito paraje.

«Proclamaban que el producto que hacían en aquel cuchitril, Ramen Tatsuya, solo se podía consumir allí mismo»

El sitio estaba en un inmenso parking a las afueras de la ciudad, bajo una autopista elevada con veintisiete ramales enredados como una madeja de asfalto. Allí hacían una colas de horas todo tipo de personas de pelo verde y piercings en la ceja para sorber esa sopa cuyos dueños se negaban a vender para llevar, desafiando con insolencia la lógica del drive-thru y el takeaway que son la norma en los suburbios de Texas. Proclamaban que el producto que hacían en aquel cuchitril, Ramen Tatsuya, solo se podía consumir allí mismo. Descubrí que había cierta lógica en ello el día que me llevé unas sobras a casa y comprobé cómo en el trayecto de vuelta el ramen sufría una terrible metamorfosis y se coagulaba en forma de pelota de grasa muy poco atractiva en cuanto perdía un poco de temperatura. Y es que la variedad de ramen tonkotsu que siempre pedía tiene una base de caldo porcino tan denso que el umbral de temperatura en el que alcanza el estado líquido es muy estrecho.

Pero lo que hace al ramen, ramen, es decir, lo que confiere al ramen su rameneidad, no viene dado por el caldo, pues como he descubierto hace poco existe el ramen seco y sin caldo. Parece ser que es ramen si tiene tallarines, y si no, es sopa. Al menos eso me explica mi amigo Gonzalo Ibáñez, que abrió en Madrid hace un año un pequeño local de ramen que se llama Komainu

Ramen Komainu.

Ha sido gracias a su ramen que nos hemos reencontrado tras muchos años de perdernos la pista. Los dos estudiamos en la misma universidad en Boston, él publicidad y yo literatura. Los dos vivimos en el mismo apartamento, yo alquilé su habitación cuando él se fue a trabajar como ejecutivo de cuentas a Nueva York. La última vez que vi a Gonzalo dirigía una empresa de media planning digital con decenas de empleados y vivía absorbido por el crecimiento de aquel negocio que él mismo había fundado tras años como ejecutivo estrella en una multinacional del marketing digital en Nueva York.

Entonces ya era lo menos parecido a un hípster que uno pueda imaginar. Diría que exactamente lo opuesto. Tampoco era un cocinillas ni alguien preocupado por las modas de la cocina y los chefs estrella. Gonzalo era de las últimas personas que imaginaría tomando una comanda en un pequeño local de ramen, pese al hecho de que está casado con Aska Okumura, una encantadora japonesa que es la que cocinaba en casa, él no hacía ni un huevo frito. Hay que aclarar que en general es difícil imaginar a Gonzalo. Es alto y sé que lleva gafas, pero no recuerdo la forma de las monturas, son anodinas: no quiere contarle nada al mundo sobre sí mismo a través de ellas. Tampoco recuerdo haberle visto jamás lucir una camiseta. Los polos que lleva son indiferentemente diferentes, quizás solo lleve el mismo siempre desde que le conozco. Me suena que sus discretas camisas se mueven en el espectro del azul claro. No hace experimentos capilares de ningún tipo, no tiene barba ni bigote, lleva el pelo cortado de manera ordenada y sin asomo de extravagancia alguna.

«Komainu no tiene decoración ni viñetas de manga ni viejas estampas»

De la misma manera, Komainu, el local de Gonzalo, es un reflejo de su forma de estar en el mundo: no tiene decoración ni viñetas de manga ni viejas estampas de grabados ukiyo-e de Hiroshige o Hokusai, en él tampoco se escuchan a Sufjan Stevens, ni a Pizzicato Five ni a Cass McCombs. No es que Gonzalo no tenga gusto ni personalidad, al contrario, lo que pasa es que le espanta el postureo y la impostación, no conoce otra estética que la de la autenticidad y la franqueza, y ahora que se ha metido a hacer ramen, me dice que no quiere que nada detraiga la atención de lo que hace.

–Pero qué hace un hombre como tú en un sitio como este– le pregunté al reencontrármelo con un mandil atendiendo al personal. 

–Todavía no he cumplido 50 años, y para sobrevivir bien hay que encontrar algo donde apetezca pasarse 12 horas cada día– me dice. 

Su empresa le quemó, la vida de publicista le cansó. No quiere fiestas ya, ni salir, ni vivir hacia afuera. No solo es su pequeño local de ramen. También se ha comprado hace poco una cabaña en las estribaciones de los Picos de Europa sin luz y sin agua, donde su ilusión es construir con una de sus hijas un sistema para filtrar la lluvia que cae en el tejado para poder almacenar agua. Le basta con ver las nubes pasar entre los picos. 

Cuando vendió la empresa se fue a casa con un dinero, pero tampoco se hizo rico, tan solo pudo comprar tiempo para la siguiente aventura, que es Komainu. La de hacer un ramen le vino en la pandemia, durante ese confinamiento que convirtió a todo el mundo en cocinero y que se suponía que transformaría para siempre las costumbres y valores de todos, pero que a la postre solo ha cambiado a un puñado de sabios o de locos, entre los que está Gonzalo. La idea no era abrir un restaurante, sino hacer un kit de ramen de alta calidad para vender online y en tiendas de comida.

El tipo se pasó meses buscando la receta exacta, se compró máquinas de hacer tallarines, probó con todo tipo de harinas, proporciones de sal, carnes, tiempos, concentraciones, marinados para los huevos. Fracasó en una prueba tras otra, su exigencia era alta y no era capaz de encontrar él solo la receta que le pareciera buena. Como no quiere hacer un ramen de autor, el-ramen-de-Gonzalo, sino un buen ramen, pidió ayuda a una mujer japonesa que viene de la alta cocina y que conoce de una manera muy casual -sobra que no estoy autorizado a hablar porque ella tampoco quiere ni que se mencione su nombre-. Aquí nadie quiere créditos de autor, solo que el ramen hable por sí solo. 

«Un ramen de mucha calidad tiene una caducidad muy breve y un precio demasiado alto para el consumidor medio»

Cuando por fin dieron con la poción mágica, con el obrador equipado, los proveedores perfectos y la manera de empaquetar el producto, Gonzalo se dio cuenta de que no iba a hacer negocio. Un ramen de mucha calidad tiene una caducidad muy breve y un precio demasiado alto para el consumidor medio. Las tiendas no querían venderlo. Pero como Gonzalo es emprendedor y no se rinde fácilmente, decidió que puesto que había recorrido ya tanto camino, le compensaba ponerse un mandil y convertirse en hostelero. Y allí está. 

–No mezcles el ramen– me dice a la vez que me sirve un kimchi ramen–los palillos son instrumentos de mucha precisión, vete seleccionando lo que te vas a comer, saborea las cosas una a una, ya te tomarás el caldo al final–

Y ahí están las cosas, el ajitama, un huevo marinado en soja que cede al palillo y se corta fácilmente, con una yema semilíquida, el chashu, que es el cerdo, kimchi suavemente picante y unos tallarines que se hacen con tres harinas diferentes y no se aglutinan con huevo, sino con algún misterio de la naturaleza. 

Le pregunto si para dar con la receta, que me parece la perfección, hizo un focus group, como hacen las grandes franquicias y empresas alimentarias. Él me dice que hizo varios focus groups, y se dio cuenta de que la receta que a él le parecía perfecta no convencía inmediatamente a los adolescentes ni a los más jóvenes, pero no por eso iba a cambiar su visión. «A los chavales no les gusta porque no tiene glutamato ni potenciadores de sabor», proclama con orgullo. «El glutamato y esas guarradas se lo echan a todo el fast food, pero esto no es fast food, es casual dining, otro segmento de público con el paladar más formado. Por eso aquí no verás tanto adolescente». Este tipo de etiquetas y de segmentación de los públicos Gonzalo lo hace con precisión, aquí se ve el pasado de este ejecutivo de cuentas de publicidad. 

«El ramen seco se puede tomar en días en que uno no tiene tiempo para estar en estado letárgico después de comer»

–Quiero que pruebes el ramen vegano– me dice a pesar de mi cara de espanto –te va a sorprender– Y lo cierto es que me sorprendió. El caldo tenía una densidad poco común en los caldos de base vegetal, se hace con sésamo y sorprende a un omnívoro convencido como yo, que en el ramen busca la promesa del umami en la potencia de la grasa licuada. 

Después de probar estos dos ramen y un aperitivo de deliciosa panceta estofada, Gonzalo no me quería dejar escapar sin tomarme todas las variedades. Me dijo que debía tomar el ramen seco, que es su preferido y el plato más fino que tiene: mazesoba se llama. Este me advierte que no es como el otro ramen con caldo, que no se debe mezclar. Este hay que removerlo para que una salsa espesa que lo acompaña penetre y bañe todos los tallarines. Es mucho más ligero que el ramen con caldo, no tiene esa contundencia y se puede tomar en días en que uno no tiene tiempo para estar en estado letárgico después de comer. El descubrimiento de este ramen seco no hace más que aumentar los días de antojo de ramen, porque uno descubre que hay un tipo de ramen que es compatible con una reunión a las cinco de la tarde. Quizás tiene más que ver con un plato de pasta que con un cocido.

Después de devorar junto a mi mujer todos los ítems de la carta, le doy la enhorabuena, un aplauso y un abrazo. Pido otra cerveza y brindamos por él. Le pregunto si no hace variaciones o estudia platos nuevos, si el cocinero que tiene no va dándole toques personales para no aburrirse de hacer siempre lo mismo. Gonzalo reacciona ante esto: el cocinero debe ser como un reloj suizo. No puede tener ningún afán creativo por variar nada, no puede tener vanidad artística. Cualquier desvío en la ejecución tiene como consecuencia que los caldos sean demasiado salados, que los tallarines pierdan la consistencia, que el kimchi pique insoportablemente. El reto del cocinero es ser exacto siempre. De hecho, Gonzalo mira todos los días los comentarios en redes y en TripAdvisor, como obseso de las métricas, y después de ver tres personas que dijeron que el ramen estaba rico pero algo salado, inspeccionó pieza por pieza y proceso por proceso tanto la cocina como el obrador hasta descubrir un error a la hora de pesar ciertos ingredientes que había hecho variar la concentración de sal en el caldo. 

Para Gonzalo el acto creativo y de búsqueda se limitó al largo camino hasta descubrir las recetas, pero llegados a ese punto, su energía no está en ser cocinero y alumbrar nuevas creaciones, sino en garantizar que el ramen de Komainu siempre seguirá siendo el ramen de Komainu, igual que a las croquetas de nuestra abuela le pedimos que siempre sean las croquetas de la abuela, y al jamón de Joselito le pedimos que no sea otra cosa distinta que el jamón de Joselito. 

¿Y qué significa Komainu le pregunto? Komainu es un ánimal híbrido como los grifos o las esfinges, que hacen de guardianes en los templos japoneses. Y eso es lo que hace Gonzalo, que no es cocinero, ni creativo, ni hostelero, sino más bien un guardián que está vigilando tanto en su pequeño local como en las redes, que su ramen sea perfecto.

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