THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Viaje al Salvador de Nayib Bukele

«El terror de las maras acabó con la llegada de este presidente, que el domingo se presenta a la reelección con una estimación de voto por encima del 90%»

Opinión
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Viaje al Salvador de Nayib Bukele

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele. | Europa Press

El jardín donde asesinaron al sacerdote Ignacio Ellacuría es muy agradable. Hoy es un memorial, pero en su día fue parte de la residencia del rector de la Universidad de Centro América (UCA), todo un remanso de paz en medio del bullicio de San Salvador. Allí crecen exuberantes especies tropicales domesticadas con la paciencia de un santo: el jengibre rojo con su flor escamada que parece la cola de un pangolín, flores-tigre amarillas que se abren como falsas orquídeas y las floraciones colgantes de los platanillos que podrían confundirse con figuras de origami.

El trino de pájaros coloridos que no acierto a nombrar no hace sino subrayar el silencio de este verde rincón en el que hay una placa donde se leen los nombres de otros cinco jesuitas asesinados junto al rector Ellacuría —todos docentes, filósofos, intelectuales de altos vuelos y activistas de los derechos humanos— los jesuitas Ignacio Martín-Baro, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López. En la placa no debieron de encontrar sitio para escribir los nombres de la empleada doméstica de la residencia, Elba Ramos, ni de su hija Celina, que fueron asesinadas junto a los religiosos porque tuvieron la mala suerte de ser testigos inoportunos de la matanza.

Pintura en homenaje a Monseñor Romero. | Jacobo Bergareche

Al jardín se entra pasando ante el busto dorado de Monseñor Romero, otro sacerdote asesinado cuando oficiaba la Eucaristía en una capilla de San Salvador, pocos años antes del asesinato de estos otros sacerdotes que le sucedieron en su lucha y en su martirio. Entre el busto de Romero y el jardín, hay una modesta sala de exposiciones donde tras una vitrina, se conservan suspendidas del techo, fantasmales, la ropa que llevaban los asesinados al morir: un albornoz, unos calzoncillos, unos zapatos con los orificios de las balas, sus manchas de sangre y sus desgarros, a pesar del silencio uno puede oír gritos y disparos en su cabeza al ver estas prendas.

A unos cincuenta metros de este memorial está una moderna iglesia de ladrillo visto, luminosa y diáfana, con un colorido retablo de estilo indigenista y un crucifijo pintado con los mismos colores alegres que las flores y los pájaros que viven en ese bello jardín que uno no puede dejar de imaginar cubierto por un charco de sangre y el montón de cadáveres acribillados de un puñado de hombres buenos.

La mezcla de belleza y horror me devuelve todo el rato a la memoria una canción triste disfrazada de canción alegre que escribió Rubén Blades sobre el asesinato de un cura español.

La UCA está llena de corrillos de jóvenes estudiantes, haciendo las cosas que hacen los jóvenes estudiantes en los lugares del mundo donde uno puede ocuparse despreocupadamente de aquello querría hacer si pudiera volver a ser un joven estudiante: a saber, perseguir el amor, buscar una invitación a la fiesta del viernes, leer un libro que te cambie la vida, reírse a carcajadas de todo y soñar con el futuro. Solo las múltiples placas conmemorativas de asesinados que están repartidas por todo el campus, recuerda al que pasa por aquí que hasta el año 92 en que se firmó la paz, ser estudiante en esta Universidad era estar muy cerca de la muerte.

«La guerrilla y el ejército se retiraron y fueron sustituidos por las maras, unas pandillas juveniles ultraviolentas»

Fuera del campus, la muerte ha seguido manteniendo una íntima cercanía con los salvadoreños que no tenían dinero para estudiar. Después de la guerra el asesinato dejó de tener motivos ideológicos y el patrocinio de grandes naciones que tratan de imponer vasallajes y feudos afines a los pequeños países de su periferia. La guerrilla y el ejército se retiraron del territorio, y fueron sustituidos por las maras, unas pandillas juveniles ultratatuadas y ultraviolentas, que pasaron a controlar cada barrio popular calle a calle, plaza a plaza.

A., un camarero con buena mano para los cócteles, me sirve una copa en el único bar que he encontrado en San Salvador donde permitan fumar (resulta irónica esta saña inmisericorde con la que se aplica inflexiblemente la prohibición de fumar en un lugar donde no hay ley) y me cuenta cómo era la vida bajo las maras en la barriada marginal donde reside antes de que el presidente Nayib Bukele pusiera orden.

Los bichos, así les llama, venían a tu calle y empezaban a controlar quién entra y quién sale de cada cuadra de la barriada. Para toda actividad se debía de pedir permiso a los bichos, y ya el hecho de ir a pedir permiso por nada o entrar en cualquier trato con ellos podía resultarles una impertinencia que acabara en una paliza, amenaza o en la muerte, durante algún tiempo había hasta 300 asesinatos al día.

Durante décadas no se pudieron hacer fiestas ni bailes privados en las colonias (así llaman a las barriadas) sin su consentimiento, no se podían sacar procesiones a las calles, por aparcar un coche había que pagar 20 dólares al mes, diez por una moto. Tampoco se podía de ninguna manera ir a una colonia vecina a ver a una enamorada, cruzar de una colonia a otra era paliza casi segura. Lo sensato era ligar con alguien de tu misma calle y si uno quería desafiar la endogamia a la que esto le condenaba, se hacían quedadas en centros comerciales que funcionaban como santuarios.

«Volver de noche a la colonia era arriesgado y a partir de que cayera la luz , la mara exigía circular con las luces apagadas»

Volver de noche a la colonia era arriesgado y a partir de que cayera la luz (anochece a las seis), la mara exigía circular con las luces apagadas. Eso facilitaba identificar a la gente que iba en los vehículos pero hacía muy peligrosa la conducción, uno se puede imaginar la calidad de las vías públicas en las barriadas. Los bichos decidían a menudo y de manera arbitraria, imponer la ley seca sobre algún vecino en concreto: de un día para otro, se le advertía a uno que le había caído un mes de abstinencia. A. me cuenta el caso de un amigo al que le impusieron esta saludable penitencia porque le apeteció al bicho que campaba en su calle. A los pocos días de empezar su particular ramadán el bicho le olió el aliento y le acusó de haber roto la ley seca con un trago de cerveza. Ahí mismo le quebraron el codo con un bate, delante de sus hijos. El tipo ni se quejó, por miedo a tener pleito con la mara y tener que cambiarse de colonia cuando ya por fin acababa de construirse con sus manos su pequeña vivienda.

Todo este terror terminó con la llegada del presidente Nayib Bukele, que este domingo se presenta a la reelección, rompiendo desacomplejadamente la norma constitucional salvadoreña que prohíbe a un presidente concatenar dos legislaturas. A nadie parece importarle demasiado este pequeño detalle, Bukele tiene una estimación de voto por encima del 90% en este país del tamaño de la provincia de Badajoz habitado por algo más de seis millones de personas.

En las colonias, que ahora están pacificadas y donde los bichos parece que ya no son más que un recuerdo, uno puede observar hoy cómo camionetas con policías reparten a los vecinos paquetes de comida gratuita, rotulados con el logotipo de la Presidencia de la República de El Salvador y con el acrónimo PPAA (Programa Presidencial de Apoyo Alimentario). Dentro de ellas, hay corn-flakes, macarrones y harina de maíz. Dan para alimentar a un hogar durante una semana, concretamente la semana de la reelección.

Salón presidencial en el aeropuerto de El Salvador. | Jacobo Bergareche

Le pregunto a A. qué le parece Bukele, y me cuenta que le votará, que le parece bien, aunque tampoco esconde que hay cosas de su política de excepción que no le parecen justas, pero entiende que quizás ese es el precio que se debe pagar por tener seguridad. Y es que Bukele metió en la cárcel a todos los bichos de la noche a la mañana. Pero como suele pasar con los que pescan con red de arrastre, allí se atrapa el pescado que uno busca y también delfines, tortugas y cualquier animal que tuviera la desgracia de ir nadando por ahí. Lo importante era limpiar las calles rápido, y devolvérselas a los ciudadanos para que pudieran volver a organizar fiestas, ligar con las chicas de la colonia de al lado y tomar cerveza en el rellano de casa. Si uno se anda con juicios y garantías, que son cosas que lo ralentizan todo, iban a pasar otros 20 años sin vida y en Salvador llevan desde los 70 con guerras, a muchos no les queda mucho tiempo ya para conocer la diversión.

«Muchos otros se intervienen los tatuajes cubriéndoselos de tinta, lo cual les hace más sospechosos»

Para hacer el cambio más rápido, que no había policía suficiente para trincar a tanto bicho, se les dio permiso a los soldados para arrestar también. Además, para facilitar la colaboración de la ciudadanía con la justicia, se habilitaron teléfonos para denunciar anónimamente a cualquiera que pudiera ser un bicho, o que hablara, vistiera o se tatuara como uno. Había un margen de error, esto lo entendían todos, pero si querían ir rápido era inevitable que de vez en cuando apresaran por error a algún amigo o hermano que pasaba por allí con un inocente tatuaje de Micky Mouse que la policía malinterpretara como símbolo inequívoco de adhesión a una mara.

A. me dice que él desde entonces se tapa siempre sus tatuajes con camisa de manga larga en este país donde hace 30 grados cualquier día, muchos otros se intervienen los tatuajes cubriéndoselos de tinta, lo cual les hace más sospechosos quizás. Los que tienen más dinero se los quitan con láser, y proliferan, me dice, los establecimientos de borrado de tatuajes —aquí tienen una idea para montar un negocio.

Para entender mejor la llegada de la seguridad a las calles, visité la Colonia San Andrés, en el municipio de Apopa, una barriada donde me dicen que hace dos años no podría haber entrado. Lo hago sujetando mi iPhone conspicuamente y haciendo con él fotos a las estrechas callejuelas, que están perfectamente barridas y con las fachadas de las casas recién pintadas de vivos colores. Los vecinos me saludan amablemente al pasar y no me cruzo con ninguna mirada amenazante, a pesar de que llevo un portátil Mac debajo del brazo. Me siento en una mesa al aire libre, entre puestos callejeros de tortitas de maíz y me tomo un café mientras escribo este artículo con total tranquilidad, bajo los carteles de Bukele que cuelgan como guirnaldas de feria entre las casas. Todo está en calma a pocos días de la elección. Si les dieran a elegir, probablemente ni siquiera harían elecciones, lo tienen claro.

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