THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

¿Hay juristas en Moncloa? El Estado de Derecho y su (des)prestigio

«Pedro Sánchez y su gobierno han demostrado reiteradamente carecer de todo compromiso de ‘auto-restricción’»

Opinión
23 comentarios
¿Hay juristas en Moncloa? El Estado de Derecho y su (des)prestigio

Ilustración de Alejandra Svriz.

Recuerdo que hace años, a propósito de una oposición a cátedra, un influyentísimo y extraordinario colega iusfilósofo recientemente jubilado y maestro de tantos en España y Latinoamérica, escribía, a propósito de quien había obtenido finalmente la cátedra, que su obra se dejaba resumir en dos tesis: «la paz es preferible a la guerra» y «el legislador debe respetar el contenido esencial de los derechos fundamentales». La segunda proposición, añadía quien comentaba el desenlace del concurso, es «la interpretación literal
de un artículo de la Constitución española que dice exactamente eso».

Que el recorrido que emprendía Carmen Calvo para llegar a ser jurista de (algún) prestigio iba a ser muy complicado lo sabían quienes allá por 1987 juzgaron su tesis doctoral de título «El derecho de enmienda en la producción de la ley»: en aquel contexto —y en el actual— no otorgar la máxima calificación al trabajo era —y es— suficientemente elocuente. Poco tiempo después, en tan solo cuatro años, la Doctora Calvo fue nombrada profesora titular de Derecho Constitucional en la misma Universidad de Córdoba ¿Qué méritos había
contraído que, a juicio de la comisión juzgadora, le acreditaban para acceder a ese cuerpo funcionarial de profesores de universidad?

Hasta esta misma semana miles de profesores españoles se las han visto y deseado para completar los datos que exige un programa informático en el que hacer constar los méritos académicos que permitan otorgar un sexenio de investigación y así poder cobrar un complemento salarial que varía entre los 120 y los 180 euros mensuales en función de la categoría del profesor. En estos últimos días hay centros en España que se han declarado incapaces de ayudar a los profesores a superar dicho calvario informático y burocrático. «¿Me has citado últimamente?» se oye decir por los pasillos de las Facultades de Derecho. Cosa parecida ocurre cuando se trata de evaluar la trayectoria investigadora y docente para poder obtener la acreditación al cuerpo de profesores contratados doctores, titulares o catedráticos (ahora mismo en pleno proceso de ser reformado y en período de consultas) y así poder presentarse a concursos de acceso a esas plazas.

Las métricas son diversas y discutibles, aunque el carácter controvertible de esas evaluaciones va por barrios. En Derecho, y en otras ciencias sociales, la comunidad académica cuenta con una baremación mucho menos objetivable que en las disciplinas científicas. Así y todo, hay casos claros y sangrantes, por arriba y por abajo. Que el microbiólogo Francisco Juan Martínez Mojica no fuera catedrático cuando la comunidad científica ya sabía, y el público en general poco después, lo decisivo de sus contribuciones al desarrollo de la técnica CRISPR de edición genética, o que todavía hoy no lo sea Félix Ovejero sencillamente clama al cielo.

En la base de datos Dialnet, uno de los mayores portales bibliográficos de referencia de la literatura científica en español, no se refleja apenas nada publicado académicamente por la Doctora Calvo en esos cuatro años que
mediaron desde la obtención de su doctorado hasta la titularidad: dos contribuciones a sendos libros colectivos (La mujer y la Constitución como contrato político social y La mujer en España) que suman 46 páginas. Su
tesis no consta que fuera publicada, lo cual es un indicio también elocuente de su calidad y relevancia. En el buscador Google académico que recoge las citas que ha merecido lo que un académico haya publicado, tan sólo aparece la de un artículo aparecido en una revista literaria en 1999. Desde 1992 su producción científica es escasísima y de nulo impacto. En su mayoría se trata de breves presentaciones o prólogos, artículos de opinión en revistas vinculadas al PSOE o de carácter generalista, evocaciones de su pasado como bachiller en un instituto de Cabra… Solo ha codirigido una tesis doctoral.

En estos últimos días hay centros en España que se han declarado incapaces de ayudar a los profesores a superar dicho calvario informático y burocrático.


De Carmen Calvo no se conoce ninguna contribución o idea que haya merecido ninguna atención en la doctrina del Derecho Público en España; ningún dictamen o informe de relevancia; se conocen ocurrencias, patinazos
semánticos y una pléyade de lugares comunes y mantras ideológicos que le han granjeado simpatías o antipatías, filias y fobias políticas y una evidente rentabilidad medida en cargos públicos: consejera de la Junta de Andalucía, diputada, ministra y vicepresidenta del Gobierno. Se conoce su deslealtad apenas disimulada y su cobardía cuando tocó oponerse, en serio, a la aprobación de la llamada «ley trans», y si fuera por criterios científicos mínimos, modestos su flagrante embuste a propósito de la constitucionalidad de la amnistía —no un cambio de opinión, como solventemente ha documentado el periodista radiofónico Carlos Alsina— estaría completamente desacreditada como perita jurídica. Le ha valido, eso sí, ser presidenta del Consejo de Estado. Ahí es nada.

En Derecho hay pocas cosas no discutibles razonablemente; en las normas abundan las zonas de vaguedad e indeterminación semántica que dan pábulo a lizas y disputas exegéticas, a veces escolásticas pero las más de las
ocasiones decisivas para la vida de mucha gente. Empero, la técnica y el conocimiento jurídicos cuenta con un conjunto de criterios compartidos que hacen determinable una práctica social que incluye, también, la idea de que el Derecho es un saber indisponible a quienes no lo practican o estudian y que hay y ha habido grandes maestros, sea en la academia, en los tribunales o en otras instancias del poder público. ¿Alguien duda de que Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Fernando Ledesma, Francisco Rubio Llorente, antiguos presidentes del Consejo de Estado, son o fueron juristas de reconocido prestigio? Los despachos de abogados, las grandes corporaciones, los Estados cuando tienen que solicitar un arbitraje o defenderse internacionalmente pueden discriminar claramente entre quienes no cuentan con el prestigio y solvencia suficiente como para desempeñarse con garantías. Y hay saber consolidado, cómo no, interpretaciones extravagantes, razonamientos jurídicos que no pasan ningún cedazo, errores fruto del desconocimiento de la legislación o de la jurisprudencia vigentes, así como planteamientos y reflexiones novedosas y fructíferas.

El Consejo de Estado es, según dispone el artículo 1 de la Ley Orgánica 3/1980 de 22 de abril el supremo órgano consultivo del Gobierno y elabora dictámenes —preceptivos o facultativos según los casos— de carácter no
vinculante salvo que la ley disponga lo contrario. Está presidido por quien así haya nombrado «libremente» el Consejo de ministros, entre «juristas de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado» de acuerdo con el artículo 6.1 de la dicha ley.

¿Qué alcance debemos otorgar al sintagma «jurista de reconocido prestigio»? ¿La no concurrencia de esa característica es excluyente o el hecho de que aparezca ese adverbio referido al nombramiento, «libremente», aconseja un amplio margen de deferencia al criterio del Gobierno y al juicio de idoneidad posterior que hace el Parlamento?

Estas son las cuestiones que tuvo que resolver recientemente el Tribunal Supremo a propósito de la impugnación que hizo la Fundación Hay Derecho al nombramiento de Magdalena Valerio como presidenta (STS 1611/2023). Dando por hecho la concurrencia de la experiencia en asuntos de Estado de la exministra Valerio, en un ejercicio de interpretación sistemática y no renunciando a dar contenido cierto a una expresión ciertamente vaga, el Tribunal Supremo considera que no hay tal cualificación si no hay una prolongada trayectoria profesional como jurista (como ocurre de manera objetiva con el mínimo de 15 años, para poder ser nombrado Fiscal General del Estado y en el caso de otras altas magistraturas) y la «pública estima obtenida en el ejercicio de la profesión jurídica», pues eso es lo que cabe entender como «reconocido prestigio». Nada de ello puede predicarse de la ya expresidenta Valerio.

En el caso de Carmen Calvo estamos ante quien sin duda cuenta con amplia experiencia, mucho más amplia que Valerio, en asuntos de Estado, pero resulta imposible sostener que, como también señala el Supremo en la
sentencia, estemos ante quien ha demostrado «un dominio del Derecho tan notable que despierte el aprecio profesional». Quizá lo pudiera apreciar el ponente de esta misma sentencia, Pablo Lucas Murillo de la Cueva, quien casualmente formó parte de la Comisión que nombró a la doctora Calvo Profesora Titular y con quien codirigió la tesis doctoral a la que antes hice alusión. Pero tal aprecio —en un sentido estrictamente profesional o académico— no podría en absoluto generalizarse.

Sea como fuere, es legítimo plantearse si, como señalaba antes, hemos de extremar hasta el límite de lo arbitrario —la carencia absoluta de fundamento en el nombramiento por carencia de mérito alguno del elegido— esa fiscalización por parte de los Tribunales. En el celebrado ensayo Cómo mueren las democracias (2018) de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt se da cuenta del peligro que supone que actores políticos con enorme poder, dotados de legitimidad democrática, pero sin escrúpulos, puedan carcomer un Estado constitucional
hasta hacerlo difícilmente distinguible de un régimen autoritario. Así ocurrió durante la presidencia de Donald Trump cuando éste despreció la virtud pública que supone la «auto-contención» (forbearance), un engranaje sutil pero indispensable: la limitación consciente de la propia capacidad que supone atender no sólo a la literalidad de una regla de competencia sino también a su espíritu. Un presidente de gobierno debe poder disfrutar de la discreción que la ley le garantiza a la hora de nombrar a quien presidirá el más alto órgano
consultivo del Gobierno, pero también la conciencia de Estado que conlleva saber que otros vendrán y que la reputación y prestigio de las instituciones mismas resulta vital en el devenir de una comunidad política que quiere preservar el imperio de la ley y los derechos de los ciudadanos.

Pedro Sánchez y su gobierno han demostrado reiteradamente carecer de todo compromiso de «auto-restricción», y en Moncloa no parece que queden ya juristas capaces de evitar la galopante degradación institucional que supone desmontar todos los resortes de control mediante el nombramiento de quienes
sin atisbo de reconocido prestigio o imparcialidad se ven premiados por las aquiescencias y silencios prestados y las ruedas de molino tragadas.
Bienvenidos pues estos jueces de Berlín (como los que ampararon al molinero frente a Federico el Grande de Prusia) en la Villa de París.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D