Despilfarro a sabiendas
«¿Por qué quienes hoy se rasgan las vestiduras por el fiasco de los fondos europeos promovieron semejante disparate?»
En plena pandemia, a finales de 2020, cuando el Gobierno de Pedro Sánchez ya se había gastado la mitad de los mil millones de euros que nos acabaría costando el rescate de Air Europa, en unas condiciones que apenas empezamos a conocer, gran parte del país se alegraba por el lanzamiento del Plan Next Generation, la gigantesca iniciativa europea para modernizar la economía.
Guiaba esta esperanza el que a muchos expertos, al menos la gran mayoría de los que divulgaron su opinión, eran favorables al plan, lo mismo que una oposición que, fiel a su desidia seguidista, asentía con actitud resignada a un proyecto que, amén de discutible en lo económico, la situaba en desventaja electoral, como se pudo comprobar el pasado verano. Éramos entonces una minoría minúscula quienes nos parecía una iniciativa desafortunada y retrógrada, una vuelta atrás; además de, en mi caso, un penoso crecepelo político.
Algunos incluso hablaban entonces de la necesidad de una nueva política industrial. Usando el covid como palanca para superar bloqueos políticos, decían que vendría a sacar a Europa del marasmo en que se ha instalado, y que, de forma mágica, nos permitiría dar un gran salto adelante. Poco les importaba la larga historia de nuestros fiascos, desde las pizarras bituminosas del INI español al Concorde franco británico, o el despropósito, ahora ya bien visible, de la Política Agraria Común.
Hoy, empezamos a contemplar lo infundado de esas esperanzas. En su mayor parte, los fondos ni siquiera se han repartido (en 2023, sólo se distribuyó el 27 % de los comprometidos a principios de año); en apenas dos años, llevamos tres responsables del órgano coordinador; y, en la parte ya distribuida, ante una ausencia flagrante de rendición de cuentas, crecen los indicios de ineptitud, amiguismo y despilfarro. Y, quizá lo más grave, se ha demostrado falaz la promesa de que el aumento de gasto público se acompañaría de reformas estructurales, como bien documenta este estudio de FEDEA.
«Los ciudadanos nos quejamos mucho de lo mal que funcionan las administraciones públicas pero, al buscar soluciones para cualquier problema, esperamos que sean ellas quienes lo resuelvan»
Todo ello muy aburrido, por ser ya en su momento perfectamente previsible. Lo único que puede despertar cierto interés y quizá servirnos de guía para el futuro sería llegar a entender por qué este tipo de crecepelo estatista resulta creíble tantas veces; por qué nos negamos a aprender y volvemos a tropezar en la misma piedra.
Los ciudadanos nos quejamos mucho de lo mal que funcionan las administraciones públicas pero, al buscar soluciones para cualquier problema, esperamos que sean ellas quienes lo resuelvan. Lo mismo hacen la mayoría de los analistas, lo que les crea una grave contradicción que siempre resuelven de la misma forma: suponiendo que esta vez las cosas son o serán diferentes.
En algún caso, la diferencia que señalan es que la situación es tan grave, imprevista y novedosa que se creen en la obligación de defender soluciones desesperadas, como fueron las adoptadas, de modo irreflexivo e imprudente, para lidiar con la covid. Cuando se les apura, dicen por todo argumento que «Algo hay que hacer». Ante el horror de las masas a la inacción, antes que reconocer su ignorancia, prefieren suscribir soluciones en las que no creen. Recuerden la absurda política de encierros domiciliarios, o el baile de recomendaciones sobre el uso de mascarillas.
Más a menudo, y especialmente en materia de intervención económica, la excusa que más emplean es la de que las cosas se pueden hacer bien. Sólo hace falta que se hagan como ellos creen que deben hacerse o, mejor aún (aunque eso se guarden de decirlo), que les encarguen a ellos mismos el decidir cómo hacerlas. Sin atender a la experiencia propia recurren a la experiencia ajena, más o menos discutible pero convenientemente lejana, para justificar la repetición de políticas que, al menos entre nosotros, ya acumulan una larga lista de fracasos. Como diría el gran Harold Demsetz, siempre existe un Nirvana con el que soñar. Al menos, con el que puedan soñar algunos incautos a los que vendérselo.
Quizás deberíamos preguntar a estos expertos si el secreto de su eterno optimismo se encuentra en alguna pócima mágica, quizá oculta en las mismas arcas que custodian los inútiles fondos Next Generation. Tal vez así, con una sonrisa, concluyamos que el único ‘crecepelo’ efectivo es el que aplican a sus predicciones, siempre tan frondosas y prometedoras en teoría como calvas en la práctica.