Contra la identidad
«Lo que nos lleva a la desunión en tiempos que exigen fraternidad es la política de la identidad, una corriente sentimental, que varía de himnos y banderas»
Apelar hoy día a la concordia suena cursi, y lo que es peor, provoca la sospecha de que quien pide tal cosa lo hace desde la tibia y cobarde equidistancia: es una voz que proviene de una cómoda neutralidad, y por tanto, se sitúa en un lugar desde el cual pretende ser comprensivo tanto con la izquierda como con la derecha. Vivimos en un tiempo donde muchos no aceptan la indefinición, por un lado el PSOE ha pactado hasta con Bildu. Por otro lado el PP gobierna varias comunidades gracias a acuerdos tácitos con Vox. Son muchos los ciudadanos que sienten que partidos con los que estaban en desacuerdo, pero que toleraban y respetaban como opciones políticas válidas, han roto consensos y han cruzado una línea roja que los deslegitima como rivales y que les convierte en enemigos.
Pareciera que el problema es un enfrentamiento entre viejos conocidos, la izquierda y la derecha, incluso entre lo que a veces se ha llamado las dos Españas. Sin embargo, hay que tener muy claro que el problema es otro, y que no debemos confundirlo con las luchas ideológicas entre la izquierda y la derecha, entre los progresistas y los conservadores. Lo que verdaderamente nos lleva a la desunión y la falta de solidaridad en tiempos que exigen fraternidad y altura de miras, es la política de la identidad, una corriente sentimental, que varía de insignias, himnos y banderas, pero que esencialmente actúa siempre de la misma manera: ofrece al que se adhiere la seguridad de pertenecer a un gran nosotros, le da una explicación cómoda y sencilla a todo lo que va mal en su vida, que suele resumirse en una reafirmación como víctima de otro colectivo que impide su libertad y su desarrollo.
De esta forma, los independentistas vascos y catalanes son víctimas de los españoles, las feministas son víctimas del patriarcado, la clase trabajadora es víctima de los de arriba, la gente del campo es víctima de los urbanitas, las familias españoles tradicionales son víctimas de los inmigrantes, los musulmanes, los colectivos gays y los progres. Basta identificarse con un grupo para entrar en una comunión sentimental, emocionarse con una bandera o un himno, ser parte del rugido poderoso de la masa que da amparo y refugio, y que planta cara a ese otro colectivo que nos hace víctimas.
La política de la identidad ayuda a sus adeptos a eludir la responsabilidad personal, sitúa siempre el problema en otro colectivo al que hay que doblegar, convertir, reeducar o expulsar. La política de la identidad se nutre del sentimiento de agravio, mide sus fuerzas por su capacidad de cabrearse y construir rituales masivos de expresión de la indignación, ese sentimiento autocomplaciente de superioridad ética, que da siempre la razón a quien la siente, por el mero hecho de sentirla. El escrache, la cacerolada, el bocinazo, la apropiación del espacio público con símbolos excluyentes (entre los que desafortunadamente se encuentra la bandera española por el mal uso o desuso que se hace de ella) y el linchamiento digital son las máximas expresiones de este movimiento.
La política de la identidad no admite espacios de duda, sus adeptos solo consumen los medios que participan de sus ideas para reafirmarse en ellas mismas y las pocas veces que se asoman a los medios con los que no comulgan, lo hacen para drogarse de indignación. Al que duda, sus propios correligionarios les recetan triple dosis de ideología, y así los independentistas se pelean entre ellos por ser los más independentistas, las feministas por ser las más feministas y los españolistas por ser más españoles que ninguno.
«Demos la espalda a quienes promulguen políticas de identidad, que buscan su beneficio en la creación de grupos enfrentados»
Y sin embargo, hoy día es cuando más debemos dudar, y debemos dudar con rigor científico, porque la pandemia nos desnudó a todos, porque las guerras que tenemos cada vez más cerca nos pueden terminar engullendo, porque la IA presenta riesgos enormes que aún ni entendemos, porque el clima nos da señales alarmantes cada día, porque la democracia misma está en cuestión.
Las políticas de la identidad no ofrecen ninguna respuesta a estos desafíos, solo sirven para echarle la culpa a otro de lo que nos va a pasar si no actuamos. Aparquemos el sentimentalismo en la política, demos la espalda a quienes promulguen las políticas de la identidad, que solo buscan su beneficio en la creación de grupos enfrentados. Los derechos, las libertades y el desarrollo en Europa se han producido en el debate y la discusión entre fuerzas mayoritarias que se disputaban el centro, se reconocían legitimidad mutua, y no buscaban la destrucción del adversario político. En las grandes crisis, cuando estas fuerzas mayoritarias se unían para trabajar juntas pese a sus diferencias, sacaban a sus países del agujero con mayor fortaleza que cuando cayeron.
Es la hora de hacer lo mismo, de reclamar a los partidos que se desmarquen de las políticas de la identidad, que trabajen juntos en un espacio donde se reconozca la legitimidad del rival, donde no se ataque la duda legítima con jarabe ideológico y donde se evite la política emocional.