THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Vergüenza

«La vergüenza que deberíamos sentir es inmensa y mientras vemos las imágenes de la desbandada y el miedo, cierta conciencia de responsabilidad, por leve que sea, sí existe»

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Vergüenza

Reuters

Nunca he olvidado algo que me contó mi padre, no recuerdo si de sus tiempos en la Academia Militar o en la Escuela de Estado Mayor. Se trataba de un ejercicio –un supuesto bélico– que jamás se resolvía, por muchas y diferentes tácticas y estrategias que se ensayaran o aplicaran. Aquel supuesto bélico irresoluble se llamaba Afganistán –había otro parecido: se llamaba Balcanes– y mi padre me describía cadenas montañosas, desiertos, poblados escondidos, caciques levantiscos, cuevas sin fin y, al fondo, las sucesivas derrotas del hipotético invasor. Nadie podía ocupar el país sin acabar saliendo por piernas o con los pies por delante. Aquel relato de mi padre tenía para mí cierta atmósfera borgiana y el eco de una película que había visto con él, titulada Jartum o Kartum, donde se narra el asedio y muerte del coronel Gordon y sus tropas en la capital sudanesa, a manos de las huestes de El Mahdi.

Mi padre tendría ahora 107 años y han sido varias las ocasiones desde la invasión soviética de Afganistán que he recordado aquel laberinto fatídico de su relato. Y da la impresión, por no decir la certeza, de que en un siglo nada ha cambiado salvo el armamento y el equipamiento militar, y que lo único seguro es la derrota en las montañas, los desiertos y las cuevas, y el posterior abandono del país. Estos días, mientras veía las imágenes del aeropuerto de Kabul, pensaba también en algo que aprendes en la juventud y nunca se olvida: que si sufres una crisis de importancia, estarás solo. Como lo están ahora los afganos que no pueden salir de su tierra y que nada quieren ni desean de los talibanes, entre otras cosas porque los conocen y los han padecido. A ellos y sus actos. Como lo estaban –solos– aquellos padres de familia que iban a comprar el pan en Sarajevo y eran víctimas de la sádica diversión de los francotiradores.

La semana pasada, Le Monde publicaba una entrevista con el director de un centro cultural afgano. El titular era claro: «Si entran los talibanes en Kabul, querrán que todo arda», pero en este condicional –«si entran»– habitaba cierta esperanza: puede que no entren, o que esto se alargue, o que podamos salvarnos. Ahora ya han entrado y hay una gran desconfianza frente a sus palabras atemperadas para ganar, se supone, tiempo y después imponer lo que están acostumbrados a imponer. Pero antes de que llegaran ya existía otra desconfianza: el Estado, decían sus representantes, se preparaba para la guerra civil. Vista la espantada, pura comedia a escala del estilo de la gran comedia internacional. El Estado se ha esfumado y sus principales líderes han huido. Me contó Daniel Capó que el sobrino de un gerifalte del gobierno había retransmitido por una red social su escapada a bordo de un vuelo seguro un par de días antes de la caída de Kabul y que todo eran likes. La caradura de lo que ahora llaman élites y la frivolidad de los que nada se juegan más que el juego del narcisismo on line. A los demás, sólo les queda esconderse y esperar. Y por cierto: las entrevistas en los telediarios de la 1 con traductores que ayudaron al ejército español han sido tan lamentables como de bofetada: ¿y dónde se encuentra usted ahora…? ¿puede llegar al aeropuerto…? ¿está con su mujer…? ¿y qué edades tienen sus hijos…? Sólo faltaba que les pidieran la dirección, los nombres de todos y se la pasaran al nuevo gobierno.

La vergüenza que deberíamos sentir es inmensa y mientras vemos las imágenes de la desbandada y el miedo, cierta conciencia de responsabilidad, por leve que sea, sí existe. Aunque de nada les sirve a ellos. Vergüenza dan los manifiestos de apoyo, como si pudieran servir de algo. Vergüenza da el gobierno de EEUU, sus predecesores –y sus aliados, o sea, nosotros– yendo y viniendo y jugando a su antojo la baraja de la realpolitik para dejar después este rastro pavoroso. Y vergüenza dan los que exigen a los EEUU que actúe cuando antes los insultaban por actuar. Pedir no creo que haya que pedir nada sin mirarse antes al espejo. Eso creo, al menos, porque en política soy de la escuela fatalista, o sea, mediterránea: lo que pueda ir a peor, lo hará inevitablemente. Y menudo ridículo el de Biden. Pero una cosa sí sé y no se me va: la vergüenza que da escribir sobre lo que ocurre ahora en Afganistán y lo que tememos que vaya a ocurrir o ya esté ocurriendo. Escribir este artículo, por ejemplo. Menuda vergüenza y menudo Occidente: un saldo y encima, nocivo para todos. Luego nos extrañamos de que Rusia y China hagan lo que les dé la gana y sin perder la sonrisa.

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