Han pasado 25 años y la sola mención de su nombre sigue alentando escalofríos. No tanto porque Patrick Bateman, la criatura engendrada por Bret Easton, sembrara Manhattan de cadáveres, sino porque su pulsión criminal no desentonaba en absoluto en la burbuja, igualmente terrorífica, en que se desenvolvía. La sangre, siempre irresistible, tendió a empañar una representación del mundo que, por verosímil, se hizo insoportable, y que podríamos resumir en que los amos del universo de la hoguera de Wolfe eran en verdad un hatajo de sociópatas, misóginos, filonazis… Y vagos, tremendamente vagos, con trabajos que no eran sino sinecuras compradas en Harvard, y a los que sólo acudían para aliviar la resaca a base de Perrier y gestionar la reserva de esa noche en el bistró más cool de la ciudad. En cierto modo, Bateman es el ejemplar más depurado de la tribu por cuanto añade a su demencia un prurito de sofisticación, y ahí, en su estupefaciente discurso cultural, en su desprecio consciente de la intelectualidad, radica parte de su encanto. En lo musical, le gustan Genesis, Talking Heads y Huey Lewis and the News. Su gran referente, sin embargo, es Donald Trump, a quien cree ver en todas partes: