En el año 2000, el entonces diputado autonómico Arnaldo Otegi y el ex consejero de Justicia vasco Paco Egea (PSE) comienzan a frecuentar el caserío Txillarre, en la localidad guipuzcoana de Elgóibar, establecimiento dedicado a la producción y venta de hortalizas ecológicas, y cuyo propietario, amigo de ambos, es un antiguo trotskista llamado Peio Rubio. A los almuerzos, cenas o lo que se terciara se une, andando el tiempo, el presidente del PSE, Jesús Eguiguren. El documental de José María Izquierdo y Luis R. Aizpeolea El fin de ETA presenta aquellos encuentros como el germen de las conversaciones que desembocarían en el cese-definitivo-de-la-actividad-armada (convoy semántico que obliga, que sigue obligando, a mirar debajo de cada palabra). Como formuló magistralmente Cayetana Álvarez de Toledo en su artículo del lunes, Izquierdo y Aizpeolea defienden que el ocaso de ETA se debió, antes que al temple del Estado de Derecho, a la osadía de Otegi y Eguiguren, retratados en el film como dos arrojados idealistas que, desafiando a los testarudos de uno y otro lado (otro parteaguas, ese uno-y-otro-lado, que forma parte de la fraseología básica de El fin…) se aventuran en las procelosas aguas del diálogo. Una operación quijotesca, en suma, dirigida con sutileza por el taimado Rubalcaba, que en la película se interpreta a sí mismo. Los directores, que por algo son consumados conflictólogos, han tenido el decoro de exhibir el punto de vista de las víctimas, personificadas en Alfonso Sánchez, lo que confiere a la obra una cierta apariencia de pulcritud (acentuada si cabe por la limpieza de las imágenes). Lo que no han podido evitar, en el cometido de depurar el relato, es que éste incorpore su propio fisking, al modo de esos mensajes que se autodestruyen. Debemos a Eguiguren la más férrea de las refutaciones: