Celebramos casi siempre los aniversarios de los escritores cuando sus obras han quedado injustamente olvidadas por el paso del tiempo. En estos casos conviene recordar que la mejor manera de homenajear a un autor es leerlo y releerlo, e incitar a otros a hacer lo mismo. Suele ocurrir que la liturgia que acompaña a estos eventos queda reducida muchas veces a banales rituales, en los que ni se contempla la difusión de la obra ni la invitación a su lectura.
Acude la izquierda al debate sobre la gestación subrogada. Un asunto en el que podría proponer juicios que contribuyeran a limitar, que es razonar, un dilema de la sociedad de hoy. Sin embargo, las únicas aportaciones que se oyen son de discrepancia, sin mayor propuesta o motivo.
Hay un sinfín de causas del populismo que vemos, unas más profundas, otras más obvias, pero hay una, la más sencilla y cotidiana, que lo mantiene vivo como ninguna otra. Y es la antipatía de nosotros los liberales que nos hemos declarado su enemigo. Insisto, no es un tema ideológico (el populismo, vale redundar, no es un tema ideológico), ni de si preferimos fronteras abiertas o cerradas o si creemos en el matrimonio homosexual o si en el individuo es naturalmente bueno o naturalmente malo. Tampoco es un desacuerdo historiográfico, en el que se designan tales o cuales minorías y se busca conseguir justicia en sus nombres. Es simplemente eso, antipatía.
La política –liberal, conservadora o progresista – ha tenido siempre como uno de sus atributos más nobles la capacidad de abrir el horizonte de los ciudadanos, llevándolos de lo particular a lo común. Los partidos necesitaban dar con elementos compartidos y llegar a acuerdos para definir objetivos y estrategias compartidas. Fuera por convencimiento o necesidad electoral, los políticos se veían obligados a reflexionar y hablar del “bien común”.
Lejos de mí la frivolidad, pero más lejos aún el desagradecimiento. El órdago del independentismo me preocupa tanto como a Felipe González, aunque yo sea tan pequeñito y tenga tan poquita voz; pero, en paralelo, estoy contrayendo una deuda con los nacionalistas.
Un día nos desayunamos descubriendo que Ciudadanos tiene ideología, y que esta es liberal, pero doceañista. Todo un hallazgo de la nueva política, anclarse en un movimiento político de hace dos siglos. Les llevan un siglo de ventaja a Podemos. Ciudadanos tiene la ventaja de que en la fina capa de memoria común sobre aquéllos liberales apenas hay algún recuerdo de que estaban contra el invasor francés, o que constituyeron unas Cortes. Acaso que reconocieron la soberanía nacional o la libertad de prensa, pero eso es ya para los muy avezados. De modo que Ciudadanos puede envolver con ese celofán casi cualquier proyecto político. Por qué no el suyo.
En “Ámame, soy liberal”, una versión españolizada de “Love me, I’m a liberal”, de Phil Ochs, Nacho Vegas canta “y yo que votaba a Felipe/creí en el milagro de Aznar […] yo adoro a rumanos y a negros/si están lejos de mi portal […] yo siempre me siento español/soy fan de Jiménez Losantos”
Un rasgo del rebrote populista, bien conocido pero no suficientemente señalado, es la repersonalización de la política, que se cifra en nuestro renovado interés por saberlo todo de la personalidad de nuestros gobernantes. Nos interesamos así por las prendas morales que los adornan o las máculas en su carácter, por su visión del mundo y por cómo la adquirieron, por su disposición a la templanza o su temperamento impulsivo, por saber, en suma, si impera en su vida el método o el desorden, la razón o el deseo, el vicio o la virtud. El caso más espectacular de líder sometido a retrato psicológico constante es Donald Trump y, por extensión, todo su gabinete. Últimamente, al lector de periódicos le asalta un nombre tras otro, seguido siempre de su prolijo perfil personal: Bannon, Sessions, Mattis, De Vos, Kushner. Nombres de personas cuyas motivaciones y convicciones íntimas nos es de pronto muy importante conocer y evaluar.
La mejor definición de liberal que conozco la leí en algún lugar atribuida a Stendhal: “Un liberal es alguien que no se enfada por las manías de los demás”. Pues bien, en las últimas semanas un bañador que cubre de la cabeza a los pies, el llamado burkini, que algunas mujeres musulmanas portan como atuendo a la playa, ha puesto a prueba el liberalismo de los europeos.