«Cuando se habla del reparto de los rescatados, puede que no haya otra manera de hacerlo, pero resulta deshumanizador, y nos hace olvidar que lo que hay en ese barco son personas»
En los últimos días han tenido protagonismo noticias relacionadas con asuntos fiscales. Por un lado, el Gobierno ha anunciado su intención de aumentar la recaudación subiendo algunos tributos –esencialmente en sociedades vía el control de las deducciones y con la creación de nuevas tasas a las grandes tecnológicas–, y además el presidente Sánchez habló el martes en el Congreso de una nueva ley para prohibir las amnistías fiscales. Todo lo concerniente a los impuestos tiene y tendrá una importancia clave en el rediseño de nuestros anémicos Estados de Bienestar, y en concreto con el futuro de la socialdemocracia y de la democracia cristiana en Europa. No es sólo el centroizquierda el que sufre el declive electoral ante el empuje populista.
Berlanga hacía cine futurista. El comité de bienvenida en el puerto de Valencia a esos pobres desgraciados, en el que no habría desentonado una paella para 600, asemejaba un Mr. Marshall coloreado, remasterizado y, ay, pixelado, un remedo levantino de Villar del Río donde el decreto de algarabía tendiera a confundir a redentores y redimidos en una misma e improbable falla estival.
Lo había leído en los titulares ayer a primera hora de la mañana. Las tropecientas notificaciones que uno tiene activadas y que no conceden tregua dominical me propinaron un despertar nutrido de actualidad: los titulares confirmaban que el primero de los tres barcos en que habían sido repartidas las personas que viajaban en el Aquarius había llegado a Valencia. Aún adormilada, también leí en una de esas alertas que Joaquín Sabina se había quedado sin voz en un concierto en Madrid. Me entristeció. No sabría decir siquiera el título de dos canciones del último trabajo del cantautor, pero son tantas las letras que me acompañaron durante la adolescencia que aquella noticia me supo casi a despedida.
Prato, en la Toscana, proporcionalmente es la primera en Italia en número de ciudadanía inmigrante y está considerada la segunda de Europa con mayor número de población china.
La atención a los que huyen de la guerra e intentan entrar en Europa para salvar su vida debería ser una de las prioridades políticas de todas las administraciones públicas. Y así lo reclama cada manifestación que durante los últimos días se ha convocado a lo largo y ancho del continente, con especial fuerza en Barcelona. Se exige un cambio en la política de acogida: más cuotas, mejor trato. Welcome Refugees. Son reclamos legítimos y esperanzadores que yo comparto y defiendo. Hay un deber moral que no se puede eludir, y no hay un “wonderful and beautiful wall” que pare a personas que no tienen nada que perder.
Donald Trump ha provocado un quilombo fenomenal en su país. Ha firmado un decreto con cuatro disposiciones sobre inmigración: 1) Suspende la admisión de nuevos refugiados durante 120 días mientras se estudia cómo abordar la cuestión. 2) Impone una moratoria de 90 días para algunos países, siete en total, influidos por la violencia terrorista islámica. 3) Suspende indefinidamente la admisión de refugiados sirios. Y 4) Limita el número de refugiados anuales a 50.000.
Gobernar sin amor, con desprecio, con cuenta abierta de venganzas. Gobernar como el adolescente frustrado que se resarce, al fin, de aquella chica tan lista que no le quiso besar. Gobernar contra el profesor mortal que le aburrió con saña. Gobernar desde la infelicidad y el miedo, tachando nombres, por el miedo, pasando lista, para dar miedo, añadiendo nombres, criando miedo. Gobernar para ser noticia. Gobernar para aplastar la pobreza del propio corazón destruyendo la última brizna de misericordia en el proceso. Gobernar lanzando veneno y gritando: «¡tenéis cáncer! ¡Tomad mi quimioterapia!». Gobernar convirtiendo la mesa de despacho en parapeto contra la bondad, arma contra la esperanza o un simple trozo de madera. Despreciar símbolos y quemar metáforas. Gobernar a contrapelo, a contra algo, a contra todo, en defensa propia, sin humor, sin amigos, enarbolando banderas de lugares míticos, cimientos reales de injusticia. ¿Qué pueblo es ese que solo odia y agrede y quiere quemar el pasado? Gobernar contra el color de la piel, la forma de una nariz, evocando con cada firma la frase «os vais a enterar». Gobernar dividiendo el mundo en nosotros y los otros, moros y cristianos, yo y los demás. Inventar enemigos para gobernar o gobernar sin mirar, entender, respetar a madres e hijas, abuelas y hermanas. Gobernar porque me lo he ganado. Gobernar como un niño gobierna a las hormigas del jardín, metiendo palitos en el nido y removiendo, echándole agua hirviendo, a ver qué pasa. Gobernar para sentirse amado. Ver las hormigas correr, trepando por las piernas. Sentirse odiado. Echarle la culpa a las hormigas de que te muerdan las piernas. Gobernar sembrando dolor y sentarse a esperar a ver cómo crecen maravillas. Odiar. Ver maravillas donde dejaste un desierto. Qué poco amor se reparte cuando no se ha tenido. Gobernar para darte cuenta de que sigues vivo porque el cuerpo no siente ya nada después de tantos años bajo sábanas de seda. Gobernar pensando que llegaste a lo más alto sin haberte movido del sitio en cien años. Gobernar por un solo motivo: gobernar para no ser gobernado.
Trump firmó el decreto presidencial y al día siguiente los periódicos mostraron en sus portadas un muro que se construirá dentro de unos meses. Vimos vallas que atraviesan El Paso, una muralla que tapa el horizonte en Tecate, mexicanos mirando a través de gruesos barrotes en algún lugar de la frontera. Los periódicos ilustraron la noticia de que Trump levantaría un muro con la fotografía de un muro que ya había sido levantado. No es un milagro. En algunos lugares de la frontera entre México y Estados Unidos, el muro existe desde hace años y no es la única frontera física construida por el hombre que permanece en pie en el mundo. Ni siquiera la más cruel. Las concertinas europeas dan fe de ello.