Hace poco, una partidaria de la independencia me daba un discurso lleno de candor, en el que afirmaba que la nueva Cataluña es un proyecto ilusionante y moderno, ¿No me gustaría una educación de calidad para mis hijos, donde personas como yo, que saben de creatividad, de pasión educativa, tengan voz para construir otra cosa diferente a esto que tenemos? Donde la cultura sea real, donde yo misma, que me dedico a hablar tanto de educación, sería bienvenida para asesorar con todos estos conocimientos que tengo sobre los niños de altas capacidades, por ejemplo. Por unos instantes pensé… qué bonito sería poder acabar con este monopolio de los libros de texto llenos de clichés y papanatería, de los profesores aburridos que sueltan su chapa sin enseñar a pensar porque nadie los enseñó a ellos, de la ciencia, la física, la química, la praxis, la matemática sin sumas aburridas para crear hombres felices y no ciudadanos. Qué bonito sería que el colegio no fuese la forma de fabricar conformismo o una criba de talentos que buscan salirse siempre de la caja. Qué bonito sería, si no fuera un oxímoron en las circunstancias catalanas y en el país educativo que se pretende fundar.