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'La Sirenita' y otros cuentos de Hans Christian Andersen para contar a los niños y nunca dejar de serlo

El autor danés fue tan ilustre y su obra tan extraordinaria que en la fecha de su muerte se celebra el Día Internacional del Libro Infantil

‘La Sirenita’ y otros cuentos de Hans Christian Andersen para contar a los niños y nunca dejar de serlo

Los padres de Hans Christian Andersen (1805-1875) eran daneses y muy pobres. Su padre, un zapatero marginado por el gremio. Su madre, lavandera y mendicante. El futuro no era una promesa para el pequeño Andersen, que dejó la escuela con 11 años tras la muerte de su padre; de él heredó las labores de artesano y una pasión por las leyendas que su madre –analfabeta–alimentó como se hacía antes, de palabra.

Aquella vocación fue creciendo y creciendo y le empujó a dejar la casa familiar con 14 años, sin reputación y sin dinero, en busca de fortuna. Su talento y su elocuencia bastaron para despertar la curiosidad de los mecenas, que condujeron al joven Andersen hasta el Teatro Real de Copenhague, como actor y como dramaturgo, donde se rodeó de la intelectualidad del momento.

Andersen viajó por Europa, nunca dejó de escribir y, a su muerte el 2 de abril de 1875 con 70 años, pasó a la memoria de Occidente por las historias para niños –tanto es así que en esta fecha se marcó el Día Internacional del Libro Infantil– que, como él, escaparon del mundo con nuevos mundos. Esta es solo una pequeña selección dentro del centenar y medio de cuentos que publicó, todos ellos reunidos en los cuatro volúmenes ilustrados y publicados por la Editorial Anaya.

 

'La Sirenita' y otros cuentos de Hans Christian Andersen para contar a los niños y nunca dejar de serlo
Ilustración de Vilhelm Pedersen. | Fuente: Wikimedia

El traje del nuevo emperador

Aquello de que el rey va desnudo viene de una parte. En realidad se popularizó la expresión por este cuento de Andersen, que no es otra cosa que la adaptación a la tradición danesa de un relato español incluido en El conde Lucanor en el siglo XIV. El relato incorpora, fundamentalmente, a un emperador vanidoso –enamorado de sus ropajes–, dos pícaros tejedores y una verdad evidente que callamos, por cualquiera que sea el interés. Solo rompe el silencio un niño que simplemente cuenta lo que ve, sin temor a la reprimenda.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

–¡Deben ser vestidos magníficos! –pensó el Emperador–. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela–. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

 

El soldadito de plomo

Los juguetes en movimiento no los inventó Pixar con Toy Story. Siempre hay una herencia. Los protagonistas son un soldadito cojo de plomo, una pequeña bailarina y un amor fugaz. Una historia de amor inmensa y universal marcada por un destino que no entiende de amor ni universos. La literatura del siglo XX está llena de referencias a este cuento que fue un punto de ruptura en la obra de Andersen.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».

 

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Frame de la versión de Disney del cuento de Andersen.

La sirenita

Su padre gobierna los mares bajo unas normas bien estrictas, entre ellas, que sus pequeñas sirenas no vayan a admirar lo que hay fuera de la superficie hasta los 16 años. La sirenita lo hace con la desgracia de ver, en la distancia, a un príncipe del que se enamora. Durante una tormenta, el príncipe cae al agua y es ella quien lo rescata. Su amor es infinito, pero no la vida de los hombres. No en este mundo. Luego se produce una historia de amor imposible que Disney adaptó con numerosas licencias.

Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.

 

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El patito feo

El patito era torpe y feo en un lago de cisnes. Igual se sintió Andersen, larguirucho y poco agraciado, durante toda su vida. Al menos hasta que todo cambió, hasta que le llegó la fama y el reconocimiento. El cuento es un canto de esperanza para aquellos que se sienten poco o nada, a los que promete un futuro más amable: “Jamás soñó que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo”. Un clásico de infancia, adolescencia y madurez.

Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
–¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos!–.
Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
–¡Déjalo en paz! –exclamó la madre–. No molesta a nadie.
–Sí, pero es gordote y extraño –replicó el agresor–; habrá que sacudirlo.
–Tiene usted unos hijos muy guapos, señora –dijo el viejo de la pata vendada–. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudiese retocarlo.
–No puede ser, Señoría –dijo la madre–. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto–. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje–. Además, es macho –prosiguió–, así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será fuerte y se despabilará.

 

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Detalle de la ilustración de Edmund Dulac inspirada en ‘La princesa y el guisante’. | Fuente: Wikimedia

La princesa y el guisante

Un príncipe busca princesa para su futuro reino y recorre los mares hasta encontrarla. Busca en ella delicadeza y bravura y somete a las candidatas a un desafío extraño: coloca en secreto un guisante debajo de veinte colchones. Al descubrir que una de ellas lo advierte, pese a las comodidades, decide tomar su mano. Hay interpretaciones que apuntan al cuento como una crítica al mundo de los monarcas, desmesuradamente refinado, pero tal vez haya algo más. Tal vez buscara en la princesa una mujer detallista e incapacitada para la comodidad, y por supuesto lo suficientemente valiente como para protestar ante un príncipe. He aquí una historia verdadera.

A la mañana siguiente le preguntaron cómo había pasado la noche.

—¡Oh, fatal!—dijo la princesa—, apenas he podido cerrar los ojos en toda la noche! Dios sabe lo que había en mi cama. ¡He estado acostada sobre una cosa dura que tengo todo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Es verdaderamente una desdicha!

 

Pulgarcita

Hay una constante en los cuentos de Andersen: no hay vida regalada, no hay obsequio que libre los obstáculos sin esfuerzo. Pulgarcita es la hija de una mujer que tuvo que rogar a una bruja para dar a luz una criatura. Pulgarcita era diminuta y el objeto de deseo del sapo, que la secuestra para casarla con su hijo. Después de un sinfín de peripecias, la mujercita consigue librarse del cautiverio y huye hacia un futuro mejor, encontrando el amor en un pequeño príncipe que la quiso como nunca lo hizo el sapo.

Sobre su espalda, Pulgarcita sobrevoló el país. En tierra pudo ver a sus padres, que la seguían buscando.

–Estoy bien, padres. Me marcho a explorar con mi amiga la golondrina –les tranquilizó desde el cielo.

–Con lo pequeña que es y lo alto que ha llegado –bromeó el matrimonio.

 

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Ilustración de Elena Ringo sobre ‘La reina de las nieves’. | Fuente: Wikimedia

La reina de las nieves

Hay pocos cuentos en la literatura universal tan evocadores como este, una joya de Andersen  –su relato más extenso, dividido en siete capítulos– que explora la lucha incansable entre el bien y el mal y el poder de la amistad. Su línea inicial es maravillosa: “Pues bien, comencemos. Cuando lleguemos al final de este cuento, sabremos algo más de lo que ahora sabemos”. Luego continúa:

Érase una vez un duende malvado, uno de los peores: el Diablo. Cierto día se encontraba el diablo muy contento, pues había fabricado un espejo dotado de una extraña propiedad: todo lo bello y lo bueno que en él se reflejaba, menguaba y menguaba… hasta casi desaparecer; todo lo que no valía nada y era malo y feo, resaltaba con fuerza, volviéndose peor aún de lo que antes era. Los paisajes más encantadores aparecían en él como platos de espinacas hervidas y las personas más buenas se hacían repulsivas o se reflejaban con la cabeza abajo, como si no tuvieran vientre y con sus caras tan desfiguradas que era prácticamente imposible reconocerlas; si se tenía una peca, se podía estar seguro de que la nariz y la boca quedarían cubiertas por ella. El diablo consideraba todo esto tremendamente divertido. Si alguien se hallaba inmerso en un pensamiento bueno y piadoso, aparecía en el espejo con una mueca diabólica, que provocaba las carcajadas del duende-diablo por su astuta invención. Todos los que acudían a la escuela de duendes –pues había una escuela de duendes– contaban por todas partes que se había producido un milagro; por fin se podría ver, decían, el verdadero rostro del mundo y de sus gentes.

 

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