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Noche de patria, socialismo y muerte en un hospital de Venezuela

Noche de patria, socialismo y muerte en un hospital de Venezuela

Un paciente con la boca rota es obligado a esperar 18 horas por una sutura que dura apenas 10 minutos. En ese espacio de tiempo sufrido en el hospital Miguel Pérez Carreño de Caracas, un atado de situaciones ilustran el colapso del sistema de salud de Venezuela, un país extraño donde el sufrimiento de los más pobres es algo «normalizado» por una sociedad que rumia las miserias fomentadas en nombre de la patria, del socialismo y de Hugo Chávez

Ciertas circunstancias determinaron que nuestro amigo L.A, de 58 años, se estrellara en su bicicleta la tarde del domingo 20 de diciembre, cerca de la Plaza Las Tres Gracias, frente a la otrora aguerrida Universidad Central de Venezuela (UCV). El lugar es pertinente: como muchos de su generación, él también soñó con que un mundo mejor era posible y desde allí lanzó piedras y consignas a los policías represores en las marchas y en los rutinarios enfrentamientos escenificados cada jueves.

Las Tres Gracias era parte del territorio de la izquierda romántica, de la rebeldía estudiantil heredera del Mayo Francés; campo de flores y proyectiles para apoyar cuantas causas justas y nobles hubiera esparcidas por el mundo; para la fe en ciertos hombres encantadores. Políticos y militares que en el 99% de los casos terminaron -y terminan- estafando a sus seguidores y a la historia.

En la caída, L.A se voló algunos dientes. Tal vez un par de incisivos o medio canino. Se partió el labio superior, que entre sangre y polvo, parecía detonado por un «triqui traqui», esos pequeños e impertinentes explosivos con los que jugaban los niños en Navidad y fin de año.

Los bomberos de la propia UCV lo levantaron del suelo. Aunque el Hospital Clínico Universitario queda dentro de la universidad, a escasos metros del lugar del accidente, por alguna razón lo llevaron en ambulancia al doloroso hospital Miguel Pérez Carreño, en el oeste de Caracas.

Debió esperar 18 horas para que le cosieran la herida, hasta que un médico providencial tomó el caso y lo saturó en apenas 10 minutos.

¿Por qué en un hospital público construido cuando Venezuela era el país más rico de América Latina y con mayor ingreso per cápita es hoy tan disfuncional? ¿Cuáles son las enrevesadas razones burocráticas y las carencias que llevan a sus jefes y subalternos a dejar a las personas esperando casi un día por una sencilla intervención ambulatoria? ¿Cuáles protocolos dejan a cientos de personas expuestas a infecciones hospitalarias y a coronavirus como el del covid-19, que tiene al mundo en emergencia?

Las razones son claras y ayudan a explicar a escala la tragedia que vive Venezuela[contexto id=»381721″]. Los habitantes de este país -que concentra las mayores riquezas de hidrocarburos en el mundo- atraviesan penurias cotidianas equivalentes a las que hubiera dejado una guerra o un desastre natural de gran escala.

Las horas de la patria

«Debieron llevarlo más bien al Clínico. Allá también hay lo que hay aquí. Pero la gente como que cree que el Pérez Carreño es el hospital de toda Caracas», se quejaba un médico altanero en la mañana del lunes, cuando los allegados de los pacientes en la pequeña área de cirugía plástica reclamaban la ofensa de dejar a personas heridas esperando casi un día completo por una simple sutura.

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En Venezuela es «normal» esperar durante horas para ser atendido en cualquier hospital público y el sobrecargado personal siempre debe escoger a quien atiende o salva primero. | Foto: Omar Lugo/El Estímulo.

Los bomberos universitarios llamaron a alguien para avisar que el señor L.A había sido levantado del pavimento y llevado en ambulancia hasta el Pérez Carreño. Alguien dijo que estaba mal herido y que habría que operarle de urgencia. Entonces comenzaron minutos de zozobra e impotencia entre sus familiares y amigos: ninguno tenía un coche en condiciones de llegar al otro lado de la ciudad de inmediato, y quien sí tenía el automóvil, no tenía gasolina.

Por estos días las filas frente a las estaciones de servicio en Caracas también son enormes y hay que perder un par de horas inclusive para comprar el combustible dolarizado, a precios internacionales de $0,50 por litro.

En las otras bombas de gasolina, las que lo entregan técnicamente gratis, las colas pueden durar un día en Caracas y hasta una semana en las preteridas ciudades del interior del país.

La Venezuela de los absurdos

Sí, en Venezuela todavía hay gasolina gratis, y con el equivalente a unos 60 centavos de dólar al cambio de hoy, se puede conseguir el cupo oficial de 120 litros al mes en las estaciones con el producto subsidiado. El diésel para carga y pasajeros es completamente gratis.

La enorme brecha entre los dos tipos de gasolina nutre un multimillonario negocio de corrupciones en el mercado negro. Esta trama es controlada por los militares que dan sustento estratégico a Nicolás Maduro; por bandas civiles armadas, llamadas «colectivos»; y por jerarcas del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), según denuncias de testigos, organizaciones civiles y militares disidentes.

La gasolina regalada en realidad le cuesta caro a la sociedad venezolana: durante años, los combustibles gratis distrajeron fondos necesarios para los hospitales, escuelas, servicios e infraestructura.

Desde que la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA) quebró por la ineficiencia y la corrupción, su producción petrolera ha caído a niveles de hace  80 años. Los bajos precios del crudo por la crisis económica global del coronavirus, y las sanciones del gobierno de Estados Unidos contra los jerarcas del chavismo y las empresas que ellos manejan, han hecho que el petróleo ya no aporte dinero contante y sonante al Fisco.

Con este cuadro de fondo, la corrupción, la ineficiencia y la migración masiva de miles de médicos y enfermeras hicieron el resto en el sistema público de salud y sus arruinados hospitales.

Según las fluctuaciones de los precios del petróleo, los subsidios populistas del socialismo a lo Hugo Chávez para la gasolina y el diésel importaron entre $10.000 y $15.000 millones por año. Hasta hace un año, todo el que tuviera un vehículo de motor podía repostar técnicamente gratis: con un dólar se podría comprar tanta gasolina que hubiera alcanzado para dar la vuelta al mundo 40 veces por la línea del Ecuador.

Mientras tanto, los hospitales, todo el sistema de salud, los colegios, universidades, vías y servicios del país se iban carcomiendo hasta derrumbarse a pedazos por culpa de la corrupción y la falta de inversiones.

La mirada del más allá

El Pérez Carreño era la joya de la corona del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS), una entidad quebrada en la que a lo largo de los últimos 20 años se han sucedido casos de corrupción ampliamente denunciados por trabajos de periodistas de investigación como Lorena Meléndez y Liseth Boon y por organizaciones como la filial en Venezuela de Transparencia Internacional. 

Uno de los personajes más señalado es el millonario general Carlos Rotondaro, ex presidente del IVSS y ex ministro de Salud y hombre de confianza de Hugo Chávez, el autócrata de verbo inflado que como todopoderoso presidente de Venezuela cambió la historia del país.

Algo de eso recordamos al ver una desteñida foto de Chávez dentro de un cubículo abandonado en uno de los pasillos: parece la capilla de un santo del infortunio, maquillado y pálido contemplando, con su pose presidencial de estudio, la suerte de miles de venezolanos enfermos.

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Hospital Pérez Carreño, de Caracas, una síntesis del colapso del sistema de salud en Venezuela. | Foto: Omar Lugo/El Estímulo.

Los pasillos del Pérez Carreño atraviesan algún tipo de remodelación: a alguien se le ocurrió instalar costosas baldosas de cerámica para suelos en las paredes. Las obras aparentemente paralizadas dejaron huecos superficiales en las paredes, picotazos para cambiar el revoque. Estos agujeros hechos a martillazos nos recuerdan otros, vistos hace 30, 20 años: los dejados por balas de fusiles militares en paredes de edificios y casas de Caracas durante El Caracazo (1989) y durante los golpes de estado de Hugo Chávez (febrero de 1992) y de sus seguidores (noviembre de 1992).

Las baldosas de porcelanato similares a las instaladas a medias en ese hospital valen cerca de 15 dólares el metro cuadrado, según algunas ofertas en Mercado Libre. Es inevitable pensar en esa cuenta cuando vemos que no hay agua corriente en el hospital, y ni siquiera llaves en los lavamanos, pero los baños están inundados y los techos tienen goteras o están ausentes. El personal se esmera para mantener la limpieza de los suelos, que hacen juego con el brillo de las nuevas paredes. No está claro de donde salen los productos de limpieza.

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Un paciente deambula por los pasillos del hospital Pérez Carreño, en plena madrugada, cuando llevaba más de 12 horas a las espera de una sutura. | Foto: Omar Lugo/El Estímulo.

«Quiero dormir, y a las 11 de la noche es que sale mi guardia» se quejaba en voz alta un señora de limpieza mientras caminaba con su compañera y empujaba un carrito con mopas. Eran las 7 de la mañana del lunes.

Charlatanes históricos

Tampoco hay jeringuillas, ni sutura, ni analgésicos, mucho menos sábanas para las camas. En un país donde el transporte público es una lotería y donde no hay gasolina ni dinero en efectivo para pagar taxis, los familiares son obligados a recorrer farmacias o a buscar donaciones para conseguir los tratamientos.

Recordé a nuestro amigo Andrés Cañizalez @infocracia, que una vez me dijo que en Cuba el sistema de salud era capaz de resolver trasplantes de corazón pero en sus hospitales no había ni aspirinas.

Pensé esa noche en el Pérez Carreño que en Venezuela el remedo de revolución mal copiaba todo lo peor del castrismo cubano. También su atropello a la dignidad, y las enormes injusticias sociales, en nombre de mentiras históricas.

Pero tampoco había ni aspirinas ni corazones que salvar en ningún hospital público de Venezuela.

Cuando L.A llegó en la tarde del domingo a ese hospital, lo vieron en emergencia. Ordenaron hacer una tomografía antes de coserlo, para descartar cualquier lesión en el cerebro. Supuestamente ese era el requisito para suturarlo. Entonces lo llevaron en un taxi fiado a la clínica privada Méndez Gimón, en la Florida, a unos 10 kilómetros de distancia. Otro problema: la tomografía costaba 70 dólares, unos 35 meses de la pensión que recibe este profesional como director adjunto, jubilado de uno de los más emblemáticos poderes controlados por el chavismo, el «ministerio» de las elecciones, el CNE.

Habían prometido suturarlo apenas regresara con la tomografía al Pérez Carreño. Le consiguieron una camilla sin sábanas en una enorme sala de heridos con traumas óseos. Después dijeron que había que esperar hasta las tres de la mañana para coserlo porque a esa hora estarían los exámenes de laboratorio, hechos en un desierto tercer piso del mismo hospital. Al amanecer le ordenaron salir esa sala y esperar en otro sitio. Entonces se fue a hacer la fila en la unidad de cirugía plástica, con la esperanza puesta en las 8 de la mañana, cuando llegara el personal de relevo a hacer su trabajo.

Los jubilados civiles del gobierno no tiene derecho a salarios dignos, mucho menos a honrosos servicios de salud. Los jerarcas militares son la excepción, cuentan con sus propios hospitales en cada ciudad y suelen conseguir alguna atención expresa cuando llegan a las emergencias. Claro, la falta de médicos y de insumos es un problema común, con o sin uniforme.

Venezolanos sin energía

Hoy Venezuela padece una feroz crisis energética: falta gasolina, diésel, gas natural y electricidad. Su efecto es en cascada: también falta el agua porque no hay como mover de manera estable los grandes sistemas de bombeo que vencen la gravedad y la distancia entre los embalses y las ciudades. No hay suficiente diésel y gasolina para las bombas y sistemas de riego en el campo, o para las plantas de generación de emergencia en los apagones.

La escasez de combustibles también impacta en los precios de los alimentos y otros bienes producidos localmente: los precios del combustible en dólares y los aún más altos del mercado negro, son trasladados a los productos finales. Esto le añade impulso a la locomotora de la hiperinflación que lleva tres años y es una de las más virulentas en la historia económica mundial.

Esa hiperinflación determina, por ejemplo, que un enfermero de hospitales públicos como el Pérez Carreño gane cerca de 2 dólares por mes, incluidas las guardias. Por eso todos los trabajadores a salario mínimo tienen dos y tres ocupaciones: en estos lugares hay médicos y enfermeras que son emprendedores, y venden pizzas y tortas por encargo, o atienden pacientes en tratamientos privados.

«Trabajamos por vocación, por ética», dice un paramédico. Pero también es cierto que en un país con tanta informalidad y desconfianza en el prójimo, trabajar en sitios con alta interrelación social ayuda en los negocios.

La electricidad se fue en el oeste de Caracas en la madrugada del domingo, pero en el Pérez Carreño funcionaron algunas plantas y lámparas de emergencia para mantener al menos una parte  iluminada. Fuera, en la calle frente a emergencia, familiares trasnochados agotaban las horas bebiendo un café nefasto a unos 15 centavos de dólar el vasito, fumando, o conversando. Arriba en el firmamento se suponía que Júpiter y Saturno ejecutaban un abrazo pospuesto durante centurias. Había nubes tapando el cielo decembrino de Caracas.

Dentro del hospital, en el área de traumatología, L.A yacía en una cama. Había esperado durante horas sentado en una silla de ruedas hasta que se desocupara un espacio y se esperaba que lo evaluarían y de inmediato lo saturarían.

En otro lugar, dos niños con lesiones sangrantes en el rostro también esperaban el milagro de un doctor, de que apareciera un doctor a coserlos.

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Más de 15 horas tuvieron que esperar ese niño y sus parientes por una sutura en la frente, en uno de los «mejores» hospitales públicos de Venezuela. | Foto: Omar Lugo/El Estímulo

Muerte al amanecer

Pero el médico de la especialidad no aparecía. Los demás afirmaban que lo estaban buscando, que lo habían llamado cuatro veces, que estaba en los pisos pasando revista, que ya venía. A la mañana siguiente alguien soltó una infidencia de cuartos de descanso imposible de verificar: «el doctor se había ido en la tarde para su casa, nunca estuvo en el hospital en esas horas».

Otro médico retrechero discutía con los familiares de los pacientes, justificando a su modo que tuvieran que esperar horas para ser suturados. Afirmaba que era así mismo, que no había insumos y que los de arriba no les permitían decirlo. Argumentaba que a los pacientes se les pedía la sutura y que cuando la consiguieran afuera, una hora, dos horas, tres días después, se arreglaba al paciente.

Decía que a L.A sí lo habían visto y examinado cuando llegó pero que fue mala suerte que no estuvieran en ese momento sus parientes para decirles que consiguieran la sutura. Además de L.A, otro hombre también necesitaba remiendos en el rostro. Todos esperaban en diferentes sitios, en los pasillos.

En la sala de traumatología, diagonal a la cama donde habían llevado a L.A, yacía un cuerpo que parecía momificado, tenía la misma perturbadora delgadez y la tensión de un cristo de ébano, con el cuello estirado. Parecía una viejita consumida por la intemperie. Pero en realidad era un chico de 14 años, internado con convulsiones por una sobredosis de heroína, o algo intravenoso parecido. En la mañana, cuando regresamos después de una inútil incursión de dos horas por las farmacias del oeste de Caracas en busca de la sutura para L.A, estaba fresca la noticia: el chico había muerto en la madrugada.

La Faes rompe su rutina

El toque disonante de esa mañana se dejó sentir cuando por la entrada de emergencia irrumpieron varios agentes armados -incluyendo una mujer- de la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional (FAES). Preguntaban por médicos y enfermeros. Era obvio pensar que traerían a algún «presunto» delincuente, un sospechoso habitual tiroteado en «un enfrentamiento» con este grupo de exterminio acusado en la ONU de cometer hasta la fecha más de 5.000 asesinatos en ejecuciones extrajudiciales.

Varios agentes rodearon un pequeño vehículo sedán, otro grababa la escena con un celular en alto, un paramédico de bata azul metió medio cuerpo en la parte delantera del carro para mover a alguien. De pronto emergió en una camilla de ruedas una joven madre con un recién nacido en brazos, todavía unidos por el cordón umbilical. Fue extraño ver por primera vez a unos agentes de la FAES sonriendo alborozados, como humanos comunes, algunos celebrando con palabras sanas la llegada de esa criatura.

Fue más extraña la paradoja de que ese grupo tan ligado con la muerte, la tortura y la violencia excesiva en la Venezuela socialista de hoy, le pusiera una nota de vida y aliento a aquella mañana en un hospital que naufraga en el dolor, la desidia de sus responsables, y que se mantiene luchando gracias al esfuerzo del personal menos poderoso.

La mirada autoritaria

Un hospital en el aún más tenebroso oeste de Caracas parece un compendio de males que sufren los venezolanos en un país que se extravió en su propia historia.

Durante toda la madrugada, estoicos pacientes y sus familiares esperaban en algunas sillas, medio dormidos. Lo peor era no saber el plazo de esas esperas. Algunos deambulaban como fantasmas, con rictus de dolor, cubiertos en ropaje azul de falsa tela hospitalaria, recortando las horas hasta el amanecer. De vez en cuanto la pesada madrugada se agitaba con la llegada de algún nuevo accidentado: un hombre herido a puñadas en un robo, otro que cayó de una motocicleta, una señora con crisis respiratoria, alguna parturienta en trance.

Por la mañana, en efecto, el hospital bullía con nueva actividad. Las filas de pacientes en los pasillos a las puertas de los distintos departamentos habían aumentado. Ancianos, niños, hombres y mujeres de mediana edad, parturientas en filas de sillas, todos esperaban por algún médico o enfermero.

«El otro día llegué a las seis de la mañana, y eran las cinco de la tarde y no me había visto un traumatólogo», contaba una mujer en muletas, sentada en un grupo apiñado de sillas. «Entonces les dije que me recetaran algún analgésico inyectado. Me respondieron que eso no era posible porque no me había visto el traumatólogo. Entonces me fui, me compré yo misma mis calmantes y me los puse. Soy enfermera, pero no de aquí», agregaba la mujer que tenía un pie fracturado.

Una mujer de mediana edad, vestida con el uniforme verde oliva de los milicianos del chavismo, recorría los pasillos gritando órdenes, regañando a la gente, ordenando a los familiares desalojar los pasillos. Pocos la obedecieron. Algunos parientes y amigos le respondían que después de haber pasado toda la noche ahí en esas condiciones no iban a irse ahora sin que atendieran a sus enfermos.

En la calle, en la entrada de emergencia había armada una carpa de lona militar, una especie de túnel de paso obligatorio para ponerse alcohol en las manos. Estaba resguardada por cancerberos armados, vestidos de verde oliva, o por inquisidoras muchachas, autoritarias sin educación para tratar con personas que sufren.

Por los alrededores caminaban familiares que iban a ver a sus internos, a llevarles comida, agua, ropa. Algunos vigilantes civiles, con el modo de hablar pretendidamente simpático,  golpeado y confianzudo, típico de Chávez y de las barriadas caraqueñas, manejaban el negocio de los carros estacionados en la calle o en los alrededores. Conversaban con los vendedores ambulantes, movían favores.

Venezuela en un hilo

El paquetico de dos metros de sutura número 4.0 había costado cinco dólares en una casa especializada en clavos para huesos rotos. En una farmacia, se había conseguido el hilo 2.0 en unos 50 centavos de dólar el paquete, pero no era el indicado para puntos finos como los de la mucosa bucal.

Por eso, cuando llegó triunfante el hilo a la silla donde L.A dormitaba mientras se despertaba el dolor de sus dientes, hubo otro desaliento: el hilo no es de la forma indicada, dijo un nuevo médico, también joven y más amable y empático que el anterior. «Pero ya no se preocupe, por aquí se consigue», agregó mientras desaparecía por otro pasillo abarrotado de urgencias.

Eran cerca de las 10:30 de la mañana. Habían pasado 17 horas desde la primera llegada del paciente de la boca rota al hospital Pérez Carreño. Habían hecho falta varias entradas y salidas de los familiares por las puertas del hospital para demandar información sobre el caso, y pedir respuestas; había hecho falta recorrer unos 10 establecimientos en tres horas en busca de la sutura prescrita, para que otro médico dijera que en el hospital sí había: siempre había estado disponible.

Cerca de una hora después salieron de la fila de costura el niño de la frente rota en un accidente de moto y el hombre de la ceja partida en una pelea callejera. Eran las 11:03 cuando L.A fue acostado en la camilla de sutura de la sección de cirugía plástica. Diez minutos después tenía tejida una pequeña trenza de puntos negros atando los colgajos de su labio superior y se disponía a salir andando del hospital Pérez Carreño.

«Pero tenemos patria» pensó en voz alta el chofer de esta historia, mientras iba a buscar el coche preguntándose con qué dinero en efectivo pagaría el estacionamiento.

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