Retratar la zona cero
«Como sigamos así, no va a haber una imagen de la pandemia. No va a haber testimonio». Esta fue la advertencia de varios fotoperiodistas durante los meses más duros de la crisis del coronavirus
La crisis del coronavirus ha abierto un debate en España sobre los límites morales a la hora de retratar y mostrar la muerte. Desde el fotoperiodismo, los profesionales denuncian que no se les ha permitido hacer su trabajo y se lamentan por esas fotografías que no llegaron a tomarse. Este es su relato.
«Como sigamos así, no va a haber una imagen de la pandemia. No va a haber testimonio». Esta fue la advertencia que lanzó el fotógrafo de la agencia francesa Sipa Press, Bruno Thevenin, el pasado mes de marzo, durante los momentos más duros de la crisis sanitaria. En aquel momento de conmoción nadie prestaba atención a las reivindicaciones de los fotoperiodistas. Ahora, en los albores de una nueva segunda ola en la que este viernes se notificaban más de 10.000 contagios —un tercio de ellos en Madrid—, algunos se preguntan cómo es posible que todo parezca volver a empezar, y si pudo tener algo que ver con la manera en que fuimos informados durante la crisis. ¿Es posible que, como denuncian algunos periodistas —recientemente Gervasio Sánchez, Manu Brabo o Pérez Reverte— la falta de imágenes fuertes nos haya infantilizado? ¿Hubiéramos sido más responsables de haber visto más muertos? ¿O, por el contrario, eso solo hubiera añadido más ansiedad a una población ya sometida a altísimas dosis de malas noticias?
En aquel momento, con casi toda la población confinada, los fotoperiodistas se unieron a sanitarios y demás trabajadores esenciales para, desde primera línea, contar lo que pasaba. Desde allí denunciaron un desesperante blindaje institucional, con permisos que no llegaban y constantes negativas de las administraciones. Estas son sus voces, recogidas entre los meses de marzo y abril. A través de ellas podemos comprender cómo se gestionó la cobertura gráfica de la epidemia, y tal vez aprender algunas lecciones de cara a un otoño que se dibuja lleno de incertidumbres.
En busca de las historias
Al borde del parque Juan Carlos I, por el que nadie pasea, y junto a un campo de golf en el que nadie practica, se encuentra la feria de Madrid, IFEMA. El 31 de marzo, tan solo una semana después de que el lugar se hubiera convertido en un hospital de campaña para pacientes con Covid-19, el fotoperiodista Pedro Armestre penetraba en el Pabellón 5. Sería el único en retratar el lugar, ahora desmantelado y convertido en todo un símbolo de la lucha contra el virus.
Las fotos de Armestre, publicadas en un reportaje de El País Semanal, muestran a los trabajadores sanitarios bajo sus asfixiantes EPIS. Incansables, atienden a unos pacientes entre los que no se interpone ninguna pared o cortina. En un espacio así, todo atisbo de intimidad se suprime para dar paso a un sufrimiento compartido, a través del cual el fotoperiodista se mueve «como si caminase de puntillas».
«Yo no hago este trabajo para cambiar el mundo, sino para que la sociedad se informe a través de mis fotos y se convierta en una sociedad crítica» —Pedro Armestre.
A Armestre, cuya voz desprende seguridad al otro lado del teléfono, le gusta definirse como un «fotógrafo ausente», que trata de no incomodar con su objetivo y para quien el respeto está por delante de la ovación. «Hubo gente que me pidió que no les fotografiase, y entonces borraba la imagen. Es siempre preferible perder una foto pero ganar un amigo», asegura.
Con años de experiencia en el mundo de las ONG’s y los derechos humanos, Armestre fue contactado por su sólido bagaje retratando todo tipo de emergencias humanitarias. Además, el fotógrafo contaba con su propio equipo de protección, algo de lo que ni siguiera los sanitarios podían presumir durante aquellos primeros días de sobresaturación de las UCIS madrileñas. Para él, el fotoperiodismo no es otra cosa que «fotografiar la realidad cruda, sin buscar el aplauso». «Yo no hago este trabajo para cambiar el mundo, sino para que la sociedad se informe a través de mis fotos y se convierta en una sociedad crítica», afirma.
Un sondeo realizado por Statista entre los días 16 y 20 de marzo demostró que la población mundial aumentó su consumo de noticias entre un 65% y un 68% debido a la pandemia. La sociedad necesitaba conocer una realidad que no podía ver con sus propios ojos. Pero, al tiempo que el fotoperiodismo se revelaba más importante que nunca, iban saliendo a la luz las enormes dificultades a las que estos profesionales se enfrentaban cada día. Una vez superado el asombro provocado por estampas como la Puerta del Sol o la Gran Vía vacías —las calles desiertas con las que soñó el fotógrafo Ignacio Pereira—, el fotoperiodismo encontraba una ciudad blindada, repleta de puertas cerradas.
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«Es la cobertura más difícil que he hecho nunca en Madrid», resume a principios de abril Bruno Thevenin, fotógrafo de la agencia francesa Sipa Press. «Todo lo que estamos haciendo es esperar a las puertas de un hospital, a ver si pillamos algo o no», afirma su voz indignada al otro lado del teléfono. Para Thevenin, con años de experiencia trabajando en la ciudad, se ha vivido una actitud paternalista hacia el colectivo que resulta difícil de comprender. «Como sigamos así, no va a haber una imagen de la pandemia. No va a haber testimonio», advirtió entonces. Y tenía razón.
Las evasivas, demoras y negativas de las administraciones a la hora de concederles los permisos necesarios eran el mayor problema. «En los hospitales, los permisos se supone que los conceden los directores o gabinetes de prensa. Pero ellos apelan a la Comunidad, la comunidad al Gobierno, y el Gobierno al Ayuntamiento. Nadie quiere comerse el marrón», explica Thevenin. Una opinión compartida por muchos de sus compañeros, como Maya Balanyà, fotoperiodista freelance y colaboradora de ABC. «No se nos ha dejado entrar en todos los sitios que deberíamos. Hay mucho tabú. Entrar en las morgues, olvídate. En los sanatorios, muy complicado. UCIS, lo mismo. Y si eres freelance, directamente imposible», lamenta. Estamos a principios de mayo, ya en los albores de la nueva normalidad. También inciden en esta cuestión el fotoperiodista Eduardo Parra en la serie de Photolari Fotoperiodismo en tiempos de pandemia, o el fotógrafo Olmo Calvo durante la presentación del proyecto fotográfico Covid Photo Diaries (una iniciativa de 7 fotógrafos y fotógrafas ganadora del premio nacional de fotografía Luis Valtueña).
También hay quien defiende, por otro lado, la idea de que ciertos espacios deberían estar vetados a la prensa. Es el caso de los hospitales, donde los riesgos para la salud —tanto la de los pacientes como la de los propios periodistas— junto con la necesidad de proteger la intimidad de los enfermos, fueron las principales causas para que muchos sanitarios se mostraran reacios a la presencia de estos «intrusos». A mediados de marzo, unas imágenes dieron la vuelta al mundo. En ellas se mostraba a varios enfermos de Covid-19, tendidos en el suelo de los pasillos del hospital Severo Ochoa de Madrid, debido a la falta de camas disponibles. Miguel Tellez, médico especialista y presidente del Comité Ético Asistencial de este centro, corrobora que las imágenes «fueron tomadas sin permiso, tanto del personal sanitario como de los propios pacientes», lo cual es un delito. «Todos los datos relativos a la salud son confidenciales. Los derechos de intimidad de los pacientes no se pueden vulnerar en ningún caso», afirma el médico, poco amigo de la presencia de cámaras en los centros.
Al final, la falta de imágenes firmadas por fotoperiodistas condujo a muchos medios a buscar fuentes alternativas. Filtraciones como las del Severo Ochoa fueron recurrentes en televisión, al igual que imágenes de dudosa procedencia, como la que mostraba por primera vez los ataúdes alineados en el Palacio de Hielo de Madrid, y cuya autoría no se llegó a conocer.
Ante el dolor de los demás
«Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad», escribió Susan Sontag en el ensayo Ante el dolor de los demás. Pero todo cambia, dice Sontag, cuando el drama se traslada a nuestra propia casa. De pronto, la cuestión de la imagen se vuelve central: «Lo que puede mostrarse, lo que no debería mostrarse: pocos asuntos levantan tanto clamor público». El 15 de abril, uno de los principales diarios nacionales abría su edición con la imagen de un hombre muerto. Su crudeza incendió rápidamente la opinión pública, y durante unos días surgió en las redes un feroz debate que giraba, precisamente, en torno a lo que puede y lo que no debería mostrarse. Una disputa que, en opinión del autor de la instantánea, Alberto di Lolli, «es tan antigua como la humanidad misma».
La fotografía formaba parte de un reportaje titulado 24 horas en una patrulla de emergencias. Para realizarlo, el fotógrafo viajó a Valencia, donde acompañó a una médico y anestesista del SAMU durante una de sus intensas jornadas de trabajo. Fue al entrar en un domicilio, desde donde se había recibido una llamada de emergencia, cuando se toparon con la escena. El hombre, inmigrante paquistaní de mediana edad, yacía tendido boca arriba sobre un colchón que ocupaba prácticamente toda la habitación. En el cuarto no había más muebles que una mesilla de noche repleta de botellas de plástico y, en el momento del disparo, dos sanitarias enfundadas en sus EPIS comprobando la defunción (cuya causa, por cierto, no llegaría a saberse).
Alberto Di Lolli rememora este momento desde su coche, que ahora forma parte de su rutina de trabajo. Las cafeterías de la ciudad, que solían funcionar como base de operaciones para muchos fotógrafos, fueron sustituidas durante el confinamiento por vehículos privados, convertidos en auténticos lugares de trabajo. En ellos editan las fotos, contactan con las redacciones, e incluso aprovechan para descansar entre trabajo y trabajo.
«Como sociedad, vivimos muy de espaldas al dolor y a la muerte. Pensamos que las cosas horribles les pasan a los demás. Y cuando nos pasan a nosotros, las escondemos» —Alberto Di Lolli.
«A mí hay gente que me dice que yo con esa fotografía ataco la dignidad de una persona. Lo que yo pienso es que, si no lo podemos fotografiar, como sociedad estamos atacando otra dignidad, que es la dignidad de las personas que están muriendo solas, en silencio. Estamos atacando su dignidad cuando silenciamos su realidad», afirma Di Lolli. Para el fotógrafo, el aluvión de críticas que recibidas refleja una gran hipocresía. «Como sociedad, vivimos muy de espaldas al dolor y a la muerte. Pensamos que las cosas horribles les pasan a los demás. Y cuando nos pasan a nosotros, las escondemos», denuncia. Para entonces la fotografía ya había seguido su propio camino. Durante algunos días, fue epicentro de varias polémicas. Las críticas se centraban sobre todo en el uso que el medio había hecho de la fotografía, pero también recayeron sobre la propia imagen, en opinión de algunos morbosa e innecesaria. Pero además, el asunto puso sobre la mesa una cuestión todavía más delicada: la de si existen en nuestro país muertos de primera y segunda categoría. En aquel momento, muchos se preguntaron qué habría pasado si aquel hombre, en lugar de un extranjero indocumentado sin allegados conocidos, hubiese sido un hombre español. ¿No habrían exigido los miembros de su familia la inmediata retirada de una imagen que atentaba, a todas luces, contra su dignidad y su honor?
Confinamiento y precariedad
Cuando Daniel Duch, veterano fotoperiodista de La Vanguardia, piensa en la imagen más representativa del confinamiento, no habla de hospitales (a pesar de su trabajo con el equipo sanitario del Severo Ochoa, una vez estabilizada la epidemia). No señala tampoco las calles vacías, ni las residencias de ancianos intervenidas por las fuerzas armadas, o los funerales con un máximo de tres familiares. Para este fotógrafo, que sería galardonado en el mes de julio con el Premio Mingote de ABC, la imagen de la pandemia no es otra que «la gente en sus casas». «Esa es la imagen. Cómo vive la gente, la gente normal. Y ver qué pasa cada día en la calle», afirma. Un tipo de documento también escaso debido, en su opinión, a que «en España la intimidad es muy fuerte».
Una de estas escenas la retrata Marta Maroto, periodista freelance y colaboradora de eldiario.es, en un barrio de Madrid. Una niña cumple nueve años y sus vecinos salen a celebrarlo con ella, de balcón a balcón. «Me pareció precioso porque ellos no se conocían, pero a fuerza de salir cada noche a aplaudir se crea esa intimidad y ese querer saber quién es el otro», relata Maroto. «No es un sustituto de los bares ni de las plazas, pero se crea mucho vínculo». Todas estas estampas —charlas entre ventanas, músicos tocando para todo el vecindario, el odiado y amado Resistiré— aparecieron en las noticias como el reverso luminoso de la información sobre la Covid-19. Fueron capturadas no solo por fotoperiodistas, sino también por ciudadanos anónimos que sintieron el impulso de inmortalizar su experiencia. Sus fotografías, recogidas a través de la convocatoria de PHotoESPAÑA, #PHEdesdemibalcón, han podido verse expuestas a lo largo del verano en 50 ciudades del país.
Pero el retrato de esos casi 7 millones de habitantes pasando la cuarentena en sus hogares nos deja otro tipo de imágenes. Y es que el confinamiento puso de manifiesto que en Madrid, como en tantos otros lugares, hablar de vivienda significa hablar de precariedad. Según datos de la Agencia EFE, en solo dos meses el Banco de Alimentos de Madrid incrementó en un 30% las entregas de comida, superando con creces los niveles de la crisis de 2008. Las filas de vecinos en el barrio de Aluche haciendo cola durante horas para recibir comida se convirtieron en el símbolo principal de una crisis que, si entonces comenzaba a mostrar su peor cara, ahora es una realidad.
Ante esta situación, el fotoperiodismo no ha tardado en demostrar su compromiso con la realidad de las personas más vulnerables. Los retratos de Isabel Permuy de personas sin hogar en hoteles medicalizados, las imágenes de Carlos Spottorno acompañando a los riders madrileños para El País Semanal, o los propios trabajos de Maroto, Duch y Thevenin documentando la dramática situación de los migrantes irregulares son solo algunos ejemplos del surgimiento de un fotoperiodismo social muy potente en torno a la Covid-19. Para Maroto, que retrató en varias ocasiones a personas migrantes en su confinamiento, «el compromiso con los derechos humanos es una línea roja del periodismo. Tenemos que ser generosos».
…
4 de mayo. El Gobierno ha conseguido la prórroga del estado de alarma. Hemos asistido al cierre del hospital de campaña de IFEMA y de la morgue del Palacio de Hielo. Con las cifras de contagios en continuo descenso, se permite salir a pasear o a hacer ejercicio individual durante una hora al día, y la tímida reapertura de la ciudad nos sorprende, tras cincuenta días encerrados, con nuevas imágenes.
«Hemos vuelto a una fotografía más costumbrista», observa Balanyà. «Un hombre viajando en RENFE, un corte de pelo, alguien haciendo la compra… estas cosas no han sido nunca noticia y ahora sí que lo son». Mientras la ciudad se llena de vacilantes transeúntes, por primera vez ataviados con mascarilla, van quedando atrás las inasumibles cifras diarias de fallecidos, la curva que no deja de subir, la espera de llegar al pico. Se disipa la niebla de todo lo vivido y nadie parece querer hablar de ello. Pero el sentimiento es general entre quienes hicieron lo posible para inmortalizarlo: faltaron imágenes. Si esas imágenes hubieran cambiado algo, para bien o para mal, es difícil saberlo. El testimonio es, en cualquier caso, como el recuerdo: no debería faltarnos.