Una medicina con pollo dentro
«Según la tradición coreana, ciertas recetas alargan la vida, y el ‘samgyetang’ –un caldo sobre el que reposa un pollo entero– es una de ellas»
En Corea la comida es sinónimo de medicina. Según la tradición coreana, ciertas recetas alargan la vida, y el samgyetang es una de ellas. Se presenta como un caldo sobre el que reposa un pollo entero pequeñito, de los que llamamos tomateros, picantones o, en versión francesa, coquelets. La receta ha aparecido hasta en las novelas de Murakami, pues el escritor es muy aficionado a este plato, tanto como el cineasta chino Zhang Yimou, que lo pide siempre que viaja a Corea.
El centro cultural coreano de Madrid tiene la buena costumbre de organizar sesiones gastronómicas, al haber captado que la cultura de un país se transmite también —o ante todo— por medio de su filosofía culinaria. En una de estas sesiones aprendí que sus recetas han de tener los cinco colores del obangsaek, el espectro cromático coreano. Por lo tanto, todos los platos tradicionales del país llevan un ingrediente blanco, uno amarillo, uno rojo, uno negro y otro verde, en sustitución del azul, que sería en su origen el quinto color del obangsaek, pero que no es nada fácil de encontrar en los alimentos, a no ser que sigamos la dieta de los Pitufos. Para comprobarlo, reunieron en la sede del centro cultural a un alegre grupo de conejillos de indias humanos dispuestos a probar el samgyetang, un plato caliente típico del verano en Corea, porque ya sabemos que enfriar el estómago no es la solución mejor contra el calor. Si buscamos el equilibrio térmico, hemos de acudir a los líquidos calientes.
Si bien el samgyetang podría resumirse a vuelapluma como una sopa de pollo, ciertos detalles la convierten en un pequeño parque de atracciones culinario. En el caldo flotaban dos buenos dientes de ajo y unas cuantas azufaifas, un fruto parecido al dátil que conocen bien tanto en Valencia como en el sur de la península, aunque de Despeñaperros para arriba la palabra nos suene más bien a ungüento oriental. En Valencia se llama también «gínjol», y en su día era muy apreciado como golosina sana para los niños, aunque ahora cada vez menos productores la cultivan. Desde aquí hago un llamamiento para fomentar el renacer de la azufaifa en España.
En el plato, que tradicionalmente sería una cazuela de barro llamada Ttukbaegi pero que en esta ocasión era un elegante cuenco de acero cromado de aspecto ultratecnológico, destacaba también la presencia de una enorme raíz de ginseng rojo, orgullo vegetal de Corea y tan preciado internacionalmente como las trufas. Sabe amargo, sí, pero comérselo beneficia al cuerpo en mil aspectos, así que, mordisquito a mordisquito, me comí entera mi raíz, traída directamente de Corea para la ocasión. El kimchi, ese guiso de col fermentada que no puede faltar en la comida coreana, nos lo servían aparte en un platito. Tan afamado es el kimchi en Corea que hasta existe un museo dedicado a él en Seúl. Trato de pensar en un posible condimento de estas latitudes tan relevante y merecedor de un museo y solamente se me ocurre el sofrito, que no falta en casi ningún plato de la cocina española.
Mientras dábamos buena cuenta de samgyetang, nuestro anfitrión coreano nos contaba historias relacionadas con el plato y sus ingredientes, entre los que mencionó el arroz glutinoso con castañas, que yo no veía por ninguna parte. ¿A lo mejor estábamos comiendo una versión abreviada para extranjeros del guiso? El ginseng lo importaron de Corea pero quizá el arroz no lo pudieron hacer por no encontrar la variante adecuada, así que, casi resignada, comencé a trinchar el pollo, y ahí se produjo la sorpresa: dentro del ave se encontraba el arroz prometido, como si fuese un tesoro oculto en un cofre o, por emplear un símil culinario, como una versión adulta de la sorpresa del huevo Kinder. Al abordar la ingesta de un plato hay que organizarse, así que opté por dar buena cuenta del arroz primero para, finalmente, dedicarme a la actividad más relajante que conozco: la de chupetear huesos de pollo y extraer las microtajadas que han quedado pegadas en ellos. Gracias, samgyetang, por alargar mi vida, acercarme a la cultura coreana y, ante todo, hermanarme con los perretes del mundo entero.