Un respeto por el pulpo
Un animal que forma parte de las más interesantes leyendas y de los mejores platos de nuestra gastronomía
¿Se comería usted un delfín? No, ¿verdad? En primer lugar, por ser una especie protegida, cuya caza, tortura o manipulación están consideradas en casi todo el orbe como un delito tipificado… salvo en Taiji, prefectura de Wakayama (Japón), donde el Gobierno nipón permite ominosamente que cada año sean cazados alrededor de 20.000 ejemplares del Delphinus delphis. Y, en segundo lugar, por tratarse de un bicho cuya inteligencia y capacidad cognitiva se hallan a un nivel casi humano –piensen en su complejo sistema comunicativo a través de la modulación de sonidos–, cuando no superior.
Además, recordemos que, en la mitología griega, cumpliendo el mandato del dios Dionisio, los delfines velan por los hombres que se adentran en el mar con sus barcos, orientándolos y acompañándolos en su travesía. ¡Qué animales tan prodigiosos!
De unos años a esta parte, se está dando un fenómeno similar de reconocimiento y aprecio popular con los inquietantes pulpos, debido a documentales como Lo que el pulpo me enseñó (2020), dirigido por Pippa Ehrlich y James Reed, un filme conmovedor sobre el comportamiento de estos invertebrados, que ahonda en los misterios de la naturaleza. Y es que el príncipe de las profundidades, como lo define Peter Godfrey-Smith en el libro del mismo título, consagrado a ensalzar la «inteligencia excepcional» de dichos cefalópodos, no merece menos.
«El pulpo tiene un cerebro enorme y casi tantas neuronas como un gato. Ve y saborea con su piel, cuyo color cambia instantáneamente para camuflarse mejor. Juega, le encanta coleccionar objetos, aprende tanto de sus errores como de sus éxitos, reconoce a los humanos… Apenas estamos empezando a apreciar la inteligencia que Charles Darwin ya había intuido», señala Jean-Claude Amesain en el prólogo de El príncipe de las profundidades (2018).
Efectivamente, los pulpos (del latín polypum) son los invertebrados con el cerebro más grande que conocemos. Poseen más de 100 millones de neuronas, de las cuales solo un 20% se halla en la cabeza, repartiéndose el 80% restante por sus ocho tentáculos, de forma que cada extremidad es en sí misma un cerebro con capacidad para tomar decisiones. Pueden desenroscar el tapón de una botella, reconocen a personas y se aburren si no tienen nada que hacer. O sea que aquel spot televisivo, ideado en 1986 para promocionar el juego de mesa de Scattergories, en el que se aludía con ánimo chistoso al «pulpo como animal de compañía», tenía en realidad cierto fundamento.
«Si gustara en Norteamérica, hace tiempo que la cotización del pulpo rozaría cotas inalcanzables».
Según un estudio reciente del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), estos moluscos cefalópodos octopodiformes podrían hallarse pronto en peligro de extinción debido no solo a la sobre-extracción, sino a que se están pescando ejemplares cada vez más pequeños, siendo la talla ideal de las capturas de 1.700 gramos para las hembras y 900 gramos para los machos, que es cuando alcanzan su madurez sexual. Pescando ejemplares menores, que no han llegado a reproducirse, estamos poniendo en riesgo la supervivencia de la especie. Y así nos va.
Cefalópodo de aspecto amenazante, que posee ocho tentáculos viscosos con dos filas de ventosas, el pulpo lleva una existencia bastante sedentaria, en aguas templadas, cerca de la costa. Nada, como los calamares, cuando se ve en apuros, por retropulsión, pero en trayectos cortos. El resto del tiempo lo pasa entre las rocas, hábitat natural en el que suele ocultarse para desarrollar una intensa actividad sexual. Con un apetito insaciable, tiene vocación depredadora, siendo su bocado favorito los berberechos y los cangrejos; y su principal enemigo, ¡ay!, las morenas.
Antonio Puigcarbó, en el curioso Brasas a bordo (1998), nos habla de su difícil pesca submarina, a causa de su asombroso mimetismo con el entorno, y de esa costumbre salvaje del delta del Ebro de rematar a la presa hincándole el diente entre los dos ojos. En realidad, se pesca de manera bastante fácil, con un simple palo con gancho que se introduce en sus guaridas, o con hilo y anzuelo cebado con un cangrejo vivo. Su mejor temporada de captura y de consumo va de octubre a enero. De ahí que venga a colación hablar de él precisamente en estas fechas de arranque otoñal.
El octopus vulgaris es un animal que ha desempeñado un papel importante en la mitología, con relatos de marineros atacados por pulpos gigantes que avivan nuestras pesadillas infantiles. En su novela 20.000 leguas de viaje submarino, Julio Verne nos enseña lo temible que puede llegar a ser uno de estos bichos. La imagen amenazante de este cefalópodo no obsta para que su carne blanca resulte un bocado exquisito de nuestro acervo culinario.
No es ningún angelito y sobre él pesan las leyendas más negras. El obispo danés Pontopiddan el Viejo escribió sobre pulpos atlánticos gigantescos que hacían naufragar navíos enteros. Clearco habló de sus aventuras fuera del mar, comiendo aceitunas. Aristóteles, en su Historia Animalium, cita otra creencia absurda, según la cual el pulpo hambriento se alimentaría de un tentáculo que luego le vuelve a crecer.
A los antiguos, les llamó la atención su lascivia e incontinencia: según la tradición popular, su corta vida se debe a su poligamia feroz y es por ello que muere extenuado en su afán de mostrar su amor a sus parejas. De acuerdo a esto, Diocles alaba las virtudes afrodisíacas de su ingesta indicando que: «Los moluscos, en general, excitan al placer y al deseo, y el pulpo, en especial, más que ningún otro». Su carne, en cualquier caso, tiene más proteínas y menos grasas que los mejillones o los calamares y es una fuente de omega 3 y 6, vitaminas B6, B12 y C, además de selenio.
«El pulpo, es cosa sabida, tiene la carne muy dura», nos explica Lorenzo Millo en El banquete del mar (1997). «Para darle cualidades medianamente comestibles hay que enternecer al cefalópodo propinándole una tanda de azotes; los cocineros griegos determinaron que eran necesarias siete docenas de ellos… La fórmula helena de guisar el pulpo no era muy complicada y se ha mantenido a través de los siglos. Consistía en lavar el pulpo, suprimirle ojos y boca, darle las docenas de azotes prescritas y cortarlo en pedazos aproximadamente iguales; después había que freír ligeramente estos pedazos en unión de cebolla picada; más tarde se ponía todo, pulpo y cebolla, a cocer en agua mezclada con vino, aromatizándose el guiso con laurel, tomillo y una hierba que llamaban silphium; por último, no había más que aguardar a que los pedazos del pulpo estuvieran lo suficientemente tiernos y comérselos. Hoy el silphium no se encuentra, se extinguió hace años, con lo que la receta será válida sustituyendo este ingrediente con perejil o con estragón».
Para asegurar el punto de cocción, Jorge-Víctor Sueiro, en El libro del marisco (1990), nos sugiere «echar en la olla, al tiempo que el pulpo, una patata grande; cuando esté cocida la patata, lo estará el pulpo». Y para comprobar –en caso de dudas– la ternura final del mismo, nos recuerda que «en plan menos profesional, en las casas gallegas se suele pinchar la pieza con una aguja de calcetar, que cuando penetra sin dificultades indica que el pulpo está cocido». ¡Pura sabiduría popular!
«El pulpo es un animal infernal desde todos los puntos de vista salvo el gastronómico, claro», afirma José Juan Iglesias del Castillo en su libro sobre La cocina masónica (1997). Y sigue: «Desde los confines septentrionales de la Europa fría hasta la meridional Grecia, es una encarnación diabólica que surge de los abismos marinos para engullir al hombre pescador. Corresponde al signo zodiacal de Cáncer y es el animal antagónico al delfín, aspecto éste que coincide con su simbología infernal, siendo el solsticio de verano la puerta de los infiernos, el anuncio de los cataclismos invernales. En el aspecto culinario, su cocción es pestilente y difícil, lo que no impide que bien preparado resulte exquisito».
«El pulpo no tiene mucho glamour, no dan ganas de comprarlo ni de prepararlo, y mucho menos de comerlo, con ese cuerpecito baboso y sus ocho tentáculos llenos de ventosas… Yo, sin embargo, me reconozco como fan, tanto que cocino uno en casa casi todas las semanas. Al principio, mi mujer ponía caras raras ante la simple visión del cefalópodo. Ahora se acaba mi plato», cuenta en su blog Jean-Pierre Montanay, autor de un muy recomendable monográfico sobre nuestro molusco sin concha predilecto, Pulpo (2015).
«La cocción es crucial», prosigue Montanay. «Un pulpo poco hecho es como morder una cámara de bicicleta y un pulpo demasiado hecho parece un extraterrestre hervido. Tengo un truco que siempre funciona, de un chef italiano que me lo pasó: en una olla grande con agua fría, pongan los condimentos que consideren para el caldo y sumerjan el bicho en ella. Procuren no añadir sal, ya que endurecería la carne. Llévenlo a ebullición. Cuando rompa a hervir, párenlo en seco, tápenlo y no saquen el pulpo hasta que el agua vuelva a estar fría (o tibia, como mínimo). El pulpo queda rosado, bonito y perfectamente cocido: ni demasiado duro ni demasiado blando. En cuanto a la preparación final, hay mucho donde elegir. ¡Una vez, conseguí preparar una cena de 4 platos con pulpo sin disgustar a mis invitados!».
En nuestro país, el pulpo es objeto de una devoción que sólo comparten viejas civilizaciones mediterráneas como los griegos o los italianos. En el levante español existen también los pulpets, esos pequeños animalillos que son una delicia a la parrilla, fritos, en arroz o en ensalada templada. En la costa granadina hemos probado un día el pulpo con pisto, que no está mal. Y en Denia toman, de aperitivo, pulpo seco; igual que los niños chinos que lo compran, en el Chinatown de Manhattan, en las tiendas de golosinas.
Tampoco es bocado desdeñable en crudo o marinado, como nos han enseñado los japoneses. Aunque aquí, en casi toda la España interior, el rey incuestionable de la cocina octópoda es el pulpo á feira gallego, cuyas más ilustres ejecutantes son las pulpeiras de la zona de Carballino. ¿Su secreto? En primer lugar, emplean –sin el menor rubor– pulpos congelados que se ablandan con mayor facilidad durante la cocción, sin necesidad de someterles a las palizas de rigor. Y, en segundo, hierven las piezas en grandes ollas de cobre, un recipiente al parecer esencial para que alcancen el punto requerido, de textura triscante y sabor a yodo y marisco. Por último, indefectiblemente, cortan los trozos humeantes con una tijera de cocina, porque con un cuchillo no quedan igual, los presentan sobre un plato de madera.
Sobre el origen de esta receta existen teorías contrapuestas, dado que algunos eruditos poco devotos del apóstol Santiago afirman que es un invento maragato, o sea leonés, y que fueron los arrieros de aquella zona quienes llevaban a las ferias fronterizas –de ahí el nombre– el aceite y el pimentón extremeño, enseñando dicho apresto a sus primos celtas.
«El pulpo tiene un cerebro enorme y casi tantas neuronas como un gato. Ve y saborea con su piel, cuyo color cambia instantáneamente para camuflarse mejor. Juega, le encanta coleccionar objetos, aprende tanto de sus errores como de sus éxitos, reconoce a los humanos».
Según las crónicas, fue en las ferias ganaderas de aquella comarca donde nació la receta, merced al trueque o la puesta en común de alimentos entre maragatos y orensanos. Esa combinación mágica de pulpo de las rías, patatas galegas de interior, pimentón de la Vera y aceite extremeño de la variedad morisca ha pasado a la historia como un clásico de la gastronomía peninsular. Allá lo suelen regar con un tinto de Ribeiro o de la Ribeira Sacra y no seré yo quien aconseje lo contrario.
«También está rico en empanada, en cazuela encebollado, en salpicón, con arroz o aromatizado con vino blanco», agrega Raquel Castillo. «A la parrilla se hacen los tiernos pulpitos de la Costa Brava. Pero los nipones lo comen crudo, una práctica que también comienza a ser habitual en España. De hecho resulta muy apropiado en carpaccio y su sabor destaca en técnicas culinarias orientales como los sushis, o acompañado de soja y jengibre».
«El pulpo es un producto que no merece el mismo aprecio en todos los lugares del planeta», advierte Julia Pérez en Gastroactitud. «Si gustara en Norteamérica, hace tiempo que su cotización rozaría cotas inalcanzables. Nos entusiasma a los españoles y a los griegos, y también a los italianos y japoneses que lo incluyen en sus platos de sushi y sashimi». Y no le falta razón a mi amiga, puesto que un alimento que antaño era casi exclusivo de los restaurantes costeros y provincias adyacentes, ha terminado incorporándose a la carta de miles de comedores de alta cocina, en las grandes metrópolis del mundo, y no parece una moda pasajera.
En este contexto, no es de extrañar que las empresas gallegas dedicadas al comercio del octopus vulgaris importen hoy 20 veces más de lo que capturan, trayendo a los mercados de abastos peninsulares piezas procedentes de litorales vecinos como Marruecos, Portugal o Mauritania, pero también de aguas tan lejanas como Filipinas. Así que, cuando les ofrezcan en tal o cual mesa de postín «auténtico pulpo de las Rías», pueden ustedes permitirse –al menos hacia dentro– una mueca de duda burlona. Y consúmanlo, a partir de ahora, con el respeto y la moderación debidos…