El rugido de la tensión
«Se miraron con el peso de lo no dicho y el aire de la habitación se condensó»

Pareja disfrutando de sus momentos de intimidad. | Freepik
Tarde o temprano, la tensión se resuelve o disuelve. La cuerda invisible que separaba a los antiguos amantes, estirada hasta el límite, no podía mantenerse firme para siempre. Era cuestión de tiempo que se rompiera. Los enviaría así a cada uno en direcciones opuestas o, deshecha como un elástico, al soltarse los lanzaría violentamente el uno hacia el otro con un cañón de deseos reprimidos. Habían rellenado cada instante de tirantez con miradas y silencios cargados de sus propios significados. Cada interacción recordaba lo que podría ser y no está siendo. Las posibilidades imaginadas, los impulsos contenidos, la interpretación constante sobre lo que el otro parece que manifiesta o no, les hizo habitar un espacio de casi algo pero nunca nada insoportable. La atracción sin desenlace no puede durar eternamente sin dejar cicatrices, así que, embriagados por la contención y agotados por el esfuerzo de este juego de resistencia, poco hizo falta para estallar.
Se miraron con el peso de lo no dicho y el aire de la habitación se condensó. La luz era tenue. Una lámpara de pie y otra sobre una vitrina que descansaba en la pared teñían de un tono cálido el espesor de la atmósfera. Amanda separó los labios. Parecía que iba a hablar cuando a Saúl ya se le había inyectado la mirada de rabia y deseo y le tiró inesperadamente del brazo para empujarla hacia él y aprisionarla contra la pared. El salón se estrechó alrededor de ellos. La confusión se expresó en el rostro de Amanda. Un eco primitivo se encendió en su interior y en poco segundos, asustada y estupefacta, se percibió irremediablemente cachonda. Cualquier resistencia era vana. Saúl la besaba con la boca llena de vísceras silenciadas. Una de las manos de Saúl ahora acariciaba el cuello de Amanda procurando no apretar lo delicioso de su fragilidad y ahogarla mientras la penetraba allí mismo. Amanda le exponía las venas inflamadas de su cuello como si quisiera darle de beber: entregada y disuelta su existencia en las caricias bárbaras de él. Para Saúl, no era solo un roce de pieles sino un intento de dominio, de aniquilar lo que ella representa, la incomodidad de su deseo, la falta de control sobre su vida, sus decisiones, la debilidad… Agarrarle las muñecas contra la pared y percibirla rendida es un intento de afirmar su existencia en ella, en ese instante. No para poseerla sino para poseerse en ella, encontrarse a sí mismo en ese espacio en el que no hay más mundo que un nosotros. Por más que la zarandeaba no conseguía convertirla en un objeto, pues ahí habría acabado su delirio, y la frustración de Saúl crecía junto a su excitación. Las barreras entre ellos en vez de crecer, se desvanecían, y una temida conexión profunda e íntima le invadió los huevos. Se cayeron las máscaras y la brutalidad de Saúl creció tanto como su polla.
Bruscamente, Saúl la apartó de la pared para lanzarla sobre el respaldo del sofá. Sin poder reaccionar, a Amanda se le deshizo el coño bajo la firmeza de las manos de Saúl y sintió cómo la verga rabiosa de un hombre que la quería se transformaba ahora en una demanda de algo que trascendía lo físico. No sabía si debía temerle y por no saber, se le enjugaba más el coño deseándole con toda su alma. La confusión le elevó la excitación a un lugar nunca imaginado y Saúl la penetró con ferocidad encontrándose el coño jugoso de la mujer que le amaba. Es verdad que le amaba, y bajo sus manos salvajes deseó que no parara, que no se cohibiera, que no frenara su locura y se hundiera dentro de ella como si quisiera arrancarle hasta la última parte de su ser. Quiso que se la follara tan fuerte para hacerla tan suya que no quedaran ni veintiún gramos de existencia propia. Uno dentro del otro, sumaban cero. Alrededor de ellos todo daba vueltas, quizás porque el mundo de repente se había parado cuando Saúl le agarró la cara y Amanda emitió un rugido que espantó una bandada de pájaros.