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Jennifer Egan o la supremacía de la ficción sobre la tecnología 

Su nuevo libro es la culminación de un gran proyecto narrativo iniciado con ‘El tiempo es un canalla’

Jennifer Egan o la supremacía de la ficción sobre la tecnología 

Jennifer Egan. | Wikimedia Commons

¿Ha escrito Jennifer Egan (Chicago, 1962) la Gran Novela Americana de la era de las redes sociales? La crítica estadounidense ha celebrado la renovación con La casa de caramelo (Salamandra) de la apuesta de El tiempo es un canalla (Salamandra), un libro inclasificable que conmocionó el panorama literario estadounidense (la revista Time la eligió como uno de los 10 mejores libros de la década) y le valió el Premio Pulitzer de 2011. 

La casa de caramelo rescata algunos de sus personajes, pero sobre todo permanece fiel a ese peculiar estilo poliédrico con el que Egan consigue adaptar la forma al contenido de una era de la dispersión en un experimento que nos propone una realidad alternativa que comprende la historia estadounidense desde los años 60 hasta un futuro cercano. Lo hace con una pericia notable y, quizá lo más importante e insólito, sin convertir la lectura en un tostón para gafapastas. ¡Atención! Se puede experimentar con la narrativa, innovar, sin escribir Finnegans Wake.

Egan puede escribir todo un capítulo como si se tratara de un power point o una publicación en Twitter… Y la trama no se resiente, al contrario, continúa enriqueciéndose, incrementando los decibelios de las preguntas que no dejan de brotar de forma natural. El adjetivo sugerente se queda corto. Egan no es Joyce ni, sobre todo, quiere serlo. Reivindica, por ejemplo, la necesidad de volver al periodismo un tiempo después de cada inmersión en la narrativa de ficción. Y despliega un sentido del humor juguetón y de ritmo preciso, agradable de seguir.

Jennifer Egan. | Van Hattem

Pero complicado de definir. Egan misma lo intenta desde su casa en Nueva York en una entrevista por videoconferencia: «Se trata de un libro que funciona caleidoscópicamente, con muchos protagonistas y de forma no cronológica, avanzando y retrocediendo en el tiempo. El centro de la historia lo ocupa una máquina que permite externalizar la conciencia, de modo que pueden revisar todos sus recuerdos desde una perspectiva actual, y, si lo desean, compartirlos con un colectivo online, recibiendo a cambio acceso a los recuerdos de otras personas». 

Hay una conexión con El tiempo es un canalla, pero «no importa si no la has leído. De hecho, he llegado a pensar que es mejor leer esta primero». Porque aquella primera incursión se centraba en el muy concreto ecosistema de la industria musical, mientras que este segundo abre el espectro al gran tema de la actualidad: la forma en que la evolución (¿imparable?) de la tecnología de la información y las redes sociales está cambiando la sociedad.  En ambos casos, la estructura es la verdadera protagonista: «Me impuse la regla de que cada capítulo tratara de un personaje distinto y fuera completamente independiente. También quise escribir cada uno de una manera diferente, aunque al final todos se unen de una manera caleidoscópica en una narrativa amplia». 

Como decíamos, en La casa de caramelo, el espectro se abre. Pero ¿hasta qué punto la tecnología acapara el protagonismo o es una excusa para profundizar en la psique de los personajes, que pese a todo termina revelándose básicamente universal, digamos que ahistórica? Probablemente, algo a medio camino. «Yo diría que, en realidad, no es un libro sobre tecnología en sí. No sé mucho de ese tema y, francamente, no se me da muy bien. Es más una forma de ver cómo nos cambia la tecnología».

Egan ha querido escribir, como siempre, «un libro sobre seres humanos». Entre otras cosas, porque reconoce sin problema que «la máquina que aparece en La casa de caramelo es un poco tonta. Parece un dibujo animado. ¿Qué significa realmente externalizar la conciencia? ¿Qué es la conciencia? En el libro es como si te pusieras unos auriculares y vieras una película de lo que otras personas vieron y pensaron, pero obviamente eso es ridículo». En realidad, con Egan la tecnología se convierte en una especie de juguete literario. «Me ha servido para hacer cosas divertidas y que no podría hacer de otro modo. Por ejemplo, si un personaje está viendo la conciencia de otro personaje, básicamente estoy en primera y tercera persona al mismo tiempo, dentro de dos cerebros a la vez». Por eso, ojo a los fanáticos de la ciencia ficción hardcore: «No tengo la erudición necesaria para contribuir al género de manera significativa». 

Ni falta que hace. Porque Egan domina la tecnología que, novelerías recurrentes aparte, viene sosteniendo la experiencia humana en susurros, casi en secreto, desde el principios de los tiempos. «Para mí, la ficción es una máquina de conciencia, la forma de arte narrativo que más se acerca a la posibilidad de introducirnos en la conciencia de otro ser humano». Eso explica el gran misterio, que siga viva «incluso en nuestra época saturada de imágenes. Porque si miras una imagen, por definición no estás dentro, estás fuera». En una extraordinaria paradoja, lo que realmente le entusiasmaba de la máquina que inventa para la novela era que le permitía «ahondar aún más en esa interioridad».

Egan cumple 61 años el 7 de septiembre («¡justo cuando se lanza el libro en España!») y no esconde su torpeza con las nuevas tecnologías, incluso reconoce que le dan pereza, pero su amplitud de miras le permite llevar las mejores ascuas a su sardina. «Me da un montón de ideas. Hay mucha narrativa en la forma en que usamos la tecnología. En La casa de caramelo escribí, por ejemplo, un capítulo con el formato de Twitter cuando solo admitía 280 caracteres, aunque soy terrible con la aplicación: me hackearon enseguida, me salían anuncios de vitaminas… Pero me llamó la atención como género narrativo. En ese sentido también uso mucho el correo electrónico o los mensajes de texto». 

Jennifer Egan. | Van Hattem

Conclusión: «La novela puede absorber casi cualquier cosa. Y las primeras novelas lo hacían con mucha alegría. Piensa en Don Quijote: documentos legales, cartas… Todas las posibilidades tecnológicas de la época estaban ahí para que Cervantes las utilizara para contar su loca historia. Y eso es lo que intento hacer yo también. Sigo el ejemplo de los primeros novelistas». 

Todo en busca de esa interioridad humana. ¿Cómo no iba a trastear una novelista por esa intensificación que producen las nuevas tecnologías en la pulsión más universal? «Como escritora, me interesa mucho cómo fluye ese movimiento entre la curiosidad y su satisfacción inmediata, aunque personalmente creo que puede hacernos perder muchísimo tiempo; de hecho, no me siento bien después de más de una hora online. Simplemente, no es para mí, probablemente sea generacional».

Incluso literatura mediante, Egan necesita alejarse. «Me atrae mucho escribir sobre épocas anteriores a las pequeñas pantallas. Esa fue una de las razones para escribir Manhattan Beach, que tiene lugar durante los años de la Segunda Guerra Mundial en Nueva York, los últimos momentos antes de que la pantalla entrara en el hogar, porque el cine era otra cosa. Quiero volver ahí no sólo porque, todos estamos hartos de la tecnología, sino porque narrativamente resulta liberador». En realidad, solo se trata de dar un pequeño pasa atrás: escapar es imposible: «Anthony Trollope, un escritor del siglo XIX que realmente admiro, estaba fascinado por los avances tecnológicos… que para él simbolizaba el telégrafo. ¡Imagina pasar del correo postal a la comunicación instantánea!». Aunque ahora hay un factor diferencial: «El ritmo del cambio actual es tan rápido… Eso es lo realmente impactante». 

Y el momento ChatGPT…  «No había salido cuando publiqué el libro [la edición original en inglés]», matiza, pero parece que lo replica: «Está cosechando el lenguaje en un esfuerzo por imitar la conciencia, la creatividad de la conciencia». Pero ese, insiste, es el terreno de la literatura: «¿Por qué pasamos de la poesía épica, que era un gran género narrativo, a la novela? Porque nos acercaba y nos adentraba más en la conciencia». La tecnología lo intenta también: «Internet es emocionante entre otras cosas porque tenemos la sensación de poder conocer a otras personas más profundamente, pero lo irónico es que las redes sociales son muy performativas, muy trabajadas: pretenden crear una sensación de autenticidad, pero en realidad son marketing. Estás comercializando tu vida o a ti mismo». 

Sin embargo, en La casa de caramelo algunas personas son renuentes a usar la tecnología que permite compartir la consciencia en bruto por miedo a exponerse totalmente, sensación que late también en la realidad actual. «Y, al mismo tiempo, la gente quiere ser vista de una manera realmente profunda. Coinciden el deseo de eliminar la privacidad y el de mantener tus secretos». En el fondo de esta paradoja que tanto nos estresa quizá haya un error de concepto: «Buscamos respuestas y sabiduría en la tecnología y los datos, cuando la narrativa humana nos da más y mejor».

Parece como que la tecnología trata «una y otra vez de hacer obsoletos a los seres humanos. Y me pregunto si podrá hacerlo narrativamente. Tengo mucha curiosidad. Yo no uso el ChatGPT, siento que no quiero darles mi atención. La atención es un bien valioso. ¿Por qué debería dársela? Prefiero leer un libro, francamente». 

La casa de caramelo escarba también en el costado empresarial de las nuevas tecnologías. En muchas escenas parece sonar como un eco del movimiento contrario a lo que Shoshana Zuboff ha definido como capitalismo de vigilancia. Egan, sin embargo, no se deja encuadrar en ninguna militancia: «No me gusta la ficción con mensaje. Los lectores pueden sacar las conclusiones que quieran, el libro ya no está en mis manos, pero creo que la sensación que produce es incluso de optimismo. Me interesa la gente, conocerla de una manera muy granular, profunda y divertida a la vez. Por ejemplo, hay mucho humor en el libro, mucha locura». 

Tras desatar la divertida (y más profunda de lo que quiere admitir, diría yo) locura de La casa de caramelo, Egan se está tomando un respiro a su estilo, cambiando de tercio. «Lo más importante en los últimos seis meses ha sido volver al periodismo, que ha sido una gran parte de mi vida y me ha ayudado de muchas maneras. Por ejemplo, si en En la casa de caramelo el tema de la adicción es importante, realmente lo conocí escribiendo un artículo para el New York Times Magazine sobre mujeres adictas a los opiáceos que se quedan embarazadas». 

El periodismo, casi, como gimnasia: «Me conecta de algún modo con el mundo que me rodea y me mantiene el cerebro afilado. El proceso de destilar el mundo real en una narración tiene una especie de rigor intelectual que creo que me ayuda cuando vuelvo a la ficción». Este mes publica en The New Yorker un reportaje sobre la vivienda social en Nueva York que la ha llevado a indagar sobre «personas sin hogar con enfermedades mentales y adicciones graves que se mudan a una vivienda. Ha sido un proyecto realmente apasionante». Recargadas las baterías narrativas, toca centrarse otra vez en la ficción, pero desde otro ángulo: «Tras escribir un libro tan contemporáneo, he mirado hacia atrás, hacia opciones narrativas lejos de la era de las pantallas. Estoy trabajando en dos proyectos: una novela negra ambientada en la década de 1950 y otra que combina la actualidad con el Nueva York del siglo XIX». 

Cambios de tercio que la mantienen alerta ante «el peligro de solipsismo del escritor de ficción». Por eso, y probablemente preocupada por que los grandes temas que trata en La casa de caramelo despisten al lector español, insiste al terminar la entrevista: «Sólo quiero que sepan que es divertida. Eso es lo que más me importa». Y lo es. Pero también mucho más, háganme caso.

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