THE OBJECTIVE
Historias de la historia

El golpe de Estado de Primo de Rivera

Así comenzó la dictadura y el túnel hacia la Guerra Civil

El golpe de Estado de Primo de Rivera

Benito Mussolini. | Keystone Pictures USA (Europa Press)

El famoso torero Marcial Lalanda se encontró con el capitán general de Cataluña y le invitó a su próxima corrida. «¿El día 13? -se excusó el militar- No podré ir, ese día yo también toreo». Efectivamente, el 13 de septiembre de 1923 el capitán general Miguel Primo de Rivera tenía que hacer una faena, alzarse en armas y tomar el poder. Así empezó hace un siglo la Dictadura de Primo de Rivera.

Parece que en aquellos tiempos no se podía ejercer la política si no se tenía ingenio para dejar frases palmarias o hacer chistes y sarcasmos. Todos los políticos de la época tenían amplios anecdotarios, empezando por el político por excelencia, el rey Alfonso XIII, que a diferencia de sus colegas noreuropeos no sólo reinaba, sino que gobernaba más de lo aconsejable.

«Éste es mi Mussolini», por ejemplo, es el dicho ingenioso con el que Alfonso XIII resumía lo que significaba el golpe de estado y la Dictadura que durante seis años rigió a España. A todo el mundo le hacían gracia esas salidas del rey, pero su frivolidad sería nefasta, pues hacía falta tomarse muy en serio los problemas de la España de hace un siglo. El golpe de Primo de Rivera era algo más que una moda importada de Italia, donde el año anterior el rey Víctor Manuel III había cedido el poder a Mussolini y el fascismo, suponía la entrada en un túnel que llevaría a la Guerra Civil. 

Durante medio siglo la Restauración inventada en 1875 por Cánovas supuso una etapa inédita de tranquilidad política. El pacto entre el Partido Conservador y el Liberal, lo que hoy llamaríamos derecha e izquierda moderadas, había asegurado estabilidad y paz, aunque a base de corrupción y falseamiento de las elecciones. Sin embargo, según se iba entrando en el siglo XX aparecieron nuevas fuerzas políticas que no tenían parte del pastel. El movimiento obrero, el socialismo, los republicanos o los anarquistas estaban fuera de juego, pero cada vez tenían más papel en la vida real.

A la agitación social, generalizada en toda Europa, se sumaría un factor particular de España, la intermitente guerra en Marruecos. La confluencia de ambos problemas crearía la tormenta perfecta, como fue la Semana Trágica de Barcelona de 1909, cuando la movilización de reservistas -gente del pueblo, porque los ricos pagaban para no ir al ejército- provocó la rebelión de los obreros, que no querían ir al matadero de Melilla. El balance de la bien llamada Semana Trágica fue de 150 muertos, casi 500 heridos, iglesias y conventos profanados, y una represión severa que incluyó cinco ejecuciones dictadas por consejos de guerra, incluido el fusilamiento de uno que bailó con el cadáver de una monja por las calles de Barcelona.

La impotencia para pacificar el Protectorado español de Marruecos tocó fondo en el verano de 1921, en el «Desastre de Annual». 12.000 soldados españoles murieron por culpa de la incompetencia del mando, la mala organización y la corrupción, que robaba descaradamente los suministros de la tropa y la dejaba desabastecida frente al enemigo. El general en jefe de Annual, González Silvestre, se suicidó, pero la responsabilidad alcanzaba muy directamente a un amigo y protegido del rey, el general Berenguer, Alto Comisario en Marruecos, que por cobardía dejó morir en Monte Arruit a 3.000 supervivientes de Annual.

El expediente Picasso

Una comisión de investigación dirigida por el general Picasso elaboró un Expediente que no tuvo remilgos en acusar a las alturas del aparato militar, hasta el rey Alfonso XIII, jefe de las fuerzas armadas según la Constitución y militar vocacional, un enamorado de lo que consideraba «su ejército».

El Expediente Picasso tardó un año en completar sus 400 páginas de demoledoras acusaciones, y pasó a las Cortes, donde se formaron dos sucesivas comisiones parlamentarias de investigación. Alfonso XIII nombró senador real al general Berenguer, para protegerlo, pero la argucia no sirvió, porque la comisión parlamentaria convocó a Berenguer para el 2 de octubre de 1923. El cerco sobre los mandos militares y sobre el propio rey se estaba cerrando, pero tanto el uno como los otros estaban dispuestos a romperlo a sablazos.

Durante algún tiempo el ruido de sables había sido persistente, el propio Alfonso XIII acarició la idea de ser él quien diese directamente el golpe de estado. Pero finalmente sería el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, quien dio el paso adelante y sacó las tropas a la calle, proclamando el estado de guerra. Era un típico pronunciamiento periférico, «la forma española de golpe de estado», cuyo triunfo dependía de que se fueran sumando otras guarniciones, pero Primo de Rivera solamente logró la adhesión de Zaragoza. 

Daba ya por fracasada su intentona cuando intervino el rey, que legitimó el golpe, hizo venir a Primo de Rivera a Madrid y le entregó el paquete completo del poder, nombrándolo «ministro único». Con este acto, Alfonso XIII firmaría la sentencia de muerte de la monarquía, porque cuando se fuera Primo de Rivera solamente sobreviviría un año.

Aparte del decisivo apoyo del rey, el golpe tuvo el inmediato respaldo de las organizaciones empresariales, especialmente de las catalanas, y del somatén, una milicia catalana formada por propietarios y burgueses. Pero más sorprendente fue la adhesión de la UGT de Largo Caballero, que aceptó el papel de «sindicato único» que pretendía Primo de Rivera. El Dictador -título que no tenía connotaciones negativas y era aceptado por Primo de Rivera- quería también un «partido único», y para ello recurrió a la Unión Patriótica, un movimiento católico creado por Ángel Herrera Oria -futuro cardenal- que se puede considerar antecedente de la Democracia Cristiana.

«Tener de pareja de baile a Alfonso XIII no era sencillo, y la amigable relación del principio, cuando el rey decía ‘Este es mi Mussolini’, se desgastó»

Esta variedad de opciones muestra la personalidad extravagante de Miguel Primo de Rivera, a quien el hispanista norteamericano Richard Herr consideraba «demasiado campechano para compararse con Mussolini», pero al que opiniones menos académicas llamaban simplemente «borrachín, putero y jugador». Claro que un sesudo profesor como Unamuno, que para empezar le llamaba siempre por el segundo apellido, Orbaneja, por «mentarle a la madre», escribía cosas como que a Primo de Rivera «se le revolvió la ingénita botaratería, perdió los estribos, no la cabeza, que no la tiene…»

Un auténtico dictador como Hitler o Stalin habría ejecutado a Unamuno, o lo habría enviado a un campo de exterminio, al gulag. Primo de Rivera se conformó con desterrarlo en Canarias y comentar con resignación: «el conocimiento de la cultura helénica no le da derecho a joder continuamente».

Cuando tomó el poder el Dictador era «abandonista», es decir, partidario de abandonar el Protectorado de Marruecos, que tan grave tributo de sangre se cobraba, pero en ésas intervino Francia, y como Primo de Rivera era un oportunista, pactó una alianza militar con los franceses y lanzó el desembarco de Alhucemas, que supuso la victoria definitiva y el final de la Guerra del Rif.

Ese fue sin duda el mejor logro de la Dictadura, pero poco a poco sus fórmulas mágicas fueron mostrándose inútiles, su carisma se fue perdiendo. Por otra parte, tener de pareja de baile a Alfonso XIII no era sencillo, y la amigable relación del principio, cuando el rey decía «Este es mi Mussolini», se desgastó. Terminaron cansándose el uno del otro. En enero de 1930 Primo de Rivera escribió a todos los capitanes generales demandando su adhesión. La respuesta fue negativa. Y el día 30 presentó su dimisión y se marchó a París. Allí moriría al cabo de dos semanas, «del berrinche», según dijeron lo que le conocían.

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