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Historias de la historia

El verdadero origen de 'El novio de la muerte'

La Semana Santa de Málaga tiene como insoslayable fondo musical un cuplé convertido en himno legionario

El verdadero origen de ‘El novio de la muerte’

Los legionarios cantan El Novio de la Muerte mientras alzan el Cristo de la Buena Muerte en el Jueves Santo malagueño. | Agencias

Durante todo este Jueves Santo, desde que a las 10 de la mañana desembarcaron en el puerto de Málaga 200 hombres del Tercio Don Juan de Austria, Tercero de la Legión, hasta la «madrugá» del Viernes Santo, una extraña canción se ha repetido como una salmodia religiosa. Habla de la muerte, lo que la hace apropiada al tiempo litúrgico que conmemora la Pasión de Cristo, aunque también habla de amor y guerra. Nos hemos acostumbrado a ello y nos parece natural que el acompañamiento musical del Cristo de la Buena Muerte en Málaga sea El novio de la muerte, pero para un cristiano extranjero que de pronto se encuentre en la escena resultará desconcertante, por no decir sacrílego.

Tomemos distancia para explicar esta paradoja, que bien puede considerarse ya un «misterio» (en el sentido religioso) de la Semana Santa andaluza. Lo primero que hay que decir es que El novio de la muerte es un charlestón, que era el ritmo más loco de los locos Años Veinte. La compuso el músico catalán Juan Costa Casals para Lola Montes, una joven artista llamada en realidad Mercedes Fernández, que había empezado el cuerpo de baile del Teatro Real y luego había cantado zarzuela, pero que donde alcanzó el éxito fue en el mundo del cuplé.

En el primer año de la década de los Veinte, cuando todo el mundo quería divertirse a lo loco una vez superada la Primera Guerra Mundial y la primera pandemia de gripe de los tiempos actuales, Lola Montes quiso modernizar su repertorio y le pidió al compositor un charlestón, el baile de más rabiosa moda. Pero lo curioso es que con un ritmo tan moderno utilizaron una letra muy anticuada, un cuplé de muerte al estilo de El Relicario, sólo que en vez cantar los amores y tragedia de un torero, lo hacían de un legionario.

La Legión tenía poco más de un año, todavía no había realizado ninguna gran hazaña, y apenas hacía unos meses que había sufrido su primera baja, pero esto le bastó al letrista, que era un gacetillero obligado a escribir a destajo para poder vivir. Se trataba de Fidel Prado Duque, redactor del Heraldo de Madrid que, para mantener a sus seis hijos, escribía obras de teatro, letras de canciones, guiones para tebeos y novelas populares de amor y del Oeste. Su capacidad de producción era ciclópea, como atestiguan las 1.150 novelas de Oeste que escribió bajo el seudónimo F.P. Duke.

En cuanto a la inspiración era un lance de guerra sin importancia, aunque se convertiría en un hecho mítico: el primer muerto de la Legión. Quisieron las Parcas que esa suerte le tocara a Baltasar Queija, joven de 20 años nacido en Minas de Ríotinto, Huelva, en una familia humilde de ocho hermanos. Debería haber sido minero, pero solamente medía un metro y medio, y se tuvo que ganar la vida como camarero. Un día vio un cartel de «Alistaos en el Tercio de Extranjeros», y sintió la llamada de la gloria o de la prima de enganche de 700 pesetas, suma considerable en 1920. Se alistó por cinco años y fue de los primeros reclutas del nuevo cuerpo militar.

Su unidad, la compañía de ametralladoras de la II Bandera, ocupó una posición cerca de Beni Hassan el 1 de enero de 1921, con la rutinaria misión de realizar patrullas de reconocimiento. No llevaban una semana en ese destino cuando Baltasar salió de aguada, es decir, a recoger agua potable. Unos «pacos» (francotiradores marroquíes) saludaron con unos tiros al grupo de aguada, fueron solamente siete disparos, pero uno de ellos hirió mortalmente a Baltasar. Sus compañeros respondieron al fuego, pero no pudieron hacer nada por él, salvo llevarse el cadáver a la posición. Así se estableció sobre el campo de batalla una regla inapelable de la Legión: no abandonar jamás los cadáveres de los compañeros.

Curiosamente, pese a su elemental educación, Baltasar Queija tenía sentimientos de poeta y escribía ripios. En su cartera encontraron un papel donde había escrito: «Somos los extranjeros legionarios / el Tercio de hombres voluntarios /que por España vienen a luchar». Estos tres versos aislados y de poco arte le sirvieron a Millán Astray, fundador de la Legión, para apodar al antiguo camarero «el poeta». 

Millán Astray sabía cómo crear una mitología para lo que luego sería el cuerpo de élite del ejército español. Tenía allí su primer muerto, al que ordenó enterrar «con la mayor solemnidad», y se inventó una leyenda: «Parece una novela, mas sus compañeros lo aseguran –escribió Millán Astray- Cierto día a los muy pocos de salir al campo, dicen que recibió una carta fatal. Allá en su pueblo acababa de morir la mujer de sus amores, y el poeta, en la exaltación de su dolor, se emplazó a sí mismo, invocando el unirse a la muerta con la primera bala que llegase».

Había nacido el mito del «Novio de la muerte», sólo faltaba ponerle música.

El estreno

Viene ahora una de esas cadenas de casualidades que le gusta engarzar a la Historia. El 21 de julio de 1921 Lola Montes debutaba en una función de varietés en el Teatro Vital Aza de Málaga, y estrenó su charlestón El novio de la muerte con gran éxito. Primera casualidad: entre el público estaba una dama de muy alto copete, Doña María Eladia Fernández Espartero y Blanco, duquesa de la Victoria y grande de España, a la que le gustó mucho el número. Doña María Eladia dirigía los hospitales de la Cruz Roja en Marruecos, y pensó que el charlestón de Lola Montes gustaría mucho a sus heridos y levantaría la moral de todos.

Falta iba a hacer por una segunda y mucho más terrible casualidad: al día siguiente del estreno de El novio de la muerte, el 22 de julio de 1921, comenzó el Desastre de Anual, la mayor masacre sufrida por el ejército español en África. No solamente quedó prácticamente borrado el cuerpo de ejército que operaba en la región de Melilla, sino que los rebeldes rifeños que habían matado 13.000 soldados avanzaron hacia Melilla, amenazando con arrasarla a sangre y fuego.

Pero hubo una tercera casualidad, esta felicísima: la llegada por barco a Melilla de los legionarios del comandante Franco el día 25 de julio. La Legión estaba operando en la otra punta del Protectorado de Marruecos cuando llegó la llamada de socorro de Melilla, y Franco, al que apodaban «el Comandantín» por su juventud y baja estatura, sometió a sus hombres a la más terrible marcha forzada de los anales militares, más de 100 kilómetros en 33 horas. Varios legionarios morirían reventados por el camino, pero llegaron a Ceuta, embarcaron allí rumbo a Melilla, y consiguieron arribar a Melilla a tiempo de salvarla. Fue la primera gran hazaña de la Legión.

Cuarta casualidad, festiva. El 30 de julio de 1921, cinco días después de la llegada de los legionarios salvadores, Lola Montes cantó El novio de la muerte en el Teatro Kursal de Melilla. El éxito estaba más que asegurado y el charlestón, cantado a ritmo de pasodoble, se convirtió en el himno oficioso de la Legión. 

Y de ahí, a marcha lenta, para ser el auténtico canto sacro de la Semana Santa de Málaga, pero eso será otra historia.

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