Lord Byron, la muerte del héroe romántico
El 19 de abril de 1824 murió el arquetipo del romántico, Lord Byron, luchando por la libertad en Grecia
El cuadro está cargado de patetismo aunque no haya sangre ni rostros contraídos por el dolor. Un joven hermoso como un dios griego duerme su sueño eterno, el cuerpo desnudo de cintura para arriba, perfecto como el de una estatua clásica. La espada que pende junto a él y la corona de laurel proclaman que es un héroe, pero también es un artista, como nos indica esa mano lánguidamente caída sobre una lira. En el lateral del lecho aparecen igualmente laureados los títulos de sus obras.
El héroe muerto es George Gordon Byron, VI barón Byron, descendiente de los reyes de Escocia, joven, guapo, rico y famoso, arquetipo inglés del artista romántico, que ha sacrificado su vida por la causa de la libertad de un pueblo lejano en el mapa, aunque muy cercano a su corazón, Grecia.
Es inevitable mitificar a Lord Byron, pero la realidad no era tan bonita como el cuadro que Odevaere pintó dos años después de su muerte. Para empezar, no murió en batalla contra los tiranos turcos que martirizaban a Grecia, sino por enfermedad cuando se dirigía al combate. Su cuerpo no era perfecto como el de una estatua clásica, había nacido con un pie deforme, lo que le convirtió en un cojo para toda su vida. Su estirpe sería regia, pero su padre, un libertino apodado Jack el Loco, abandonó pronto la familia y murió arruinado. La madre, una mujer caprichosa e inestable, convertiría la infancia de Byron en una edad infeliz: llamaba al niño «cojo bribón» o «demonio», de lo que él se vengaba burlándose de su obesidad. Además la acusaba de responsable de su cojera, porque no había querido que la atendiese un médico en el parto.
Quizá por esa enfermiza relación con su madre Lord Byron se comportaría siempre mal con las mujeres. Se casó con Anna Isabella Milbanke, joven aristócrata aficionada a las matemáticas -la hija que tuvieron, Augusta Ada, sería eminente en este campo-, pero él se burlaba de su interés científico. La noche de bodas le dijo: «te arrepentirás de haberte casado con el diablo». Y así fue, porque al año, al enterarse de que él le era infiel, lo abandonó y pidió el divorcio.
Era un promiscuo sexual -quizá bisexual, aunque no se ha llegado a establecer su homosexualidad- que maltrataba a las mujeres que seducía, aunque se dejaba humillar por las que tenían más carácter que él, como su más famosa amante, lady Carolina Lamb, que el día que le conoció lo calificó de «Loco, malo y peligroso». Lady Carolina era la esposa de un amigo de Byron, lord Melbourne, futuro primer ministro -y seductor- de la reina Victoria.
Estos aspectos negativos no ensombrecen, sin embargo, una existencia llena de pasión por la belleza, el arte y las causas justas, que le llevaba a defender en la Cámara de los Lores, donde tuvo un escaño desde los 20 años, a los católicos, ciudadanos de tercera clase en la Inglaterra de entonces, o al movimiento obrero ludópata, que ante el paro que provocaba la industrialización respondía quemando las máquinas. Y al final daría su vida por la libertad de los griegos.
Cada etapa de la corta vida de Lord Byron daría de sí para un voluminoso estudio, tan rica fue su existencia. A los 21 años emprendió el «Grand Tour», el viaje iniciático en el que los jóvenes aristócratas ingleses salían de su isla para conocer la cultura clásica. En contra del itinerario usual, París-Roma-Nápoles, él quiso ir a España, a contemplar como el heroico pueblo español se enfrentaba al invasor francés, y lo culminó en Grecia, donde contempló indignado como las glorias de la antigüedad clásica se hallaban aplastadas por la cruel dominación turca. De aquel viaje saldrían los dos primeros libros de Las peregrinaciones de Childe Harold, una de las grandes obras del Romanticismo que convirtió a Lord Byron en un escritor famoso a los 24 años.
Unas intrascendentes vacaciones en Suiza con unos amigos, en las que para matar el tiempo hicieron un concurso de cuentos, darían como fruto dos grandes caracteres de la mitología moderna, Frankestein, el moderno Prometeo, obra de Mary Shelley, y El vampiro, escrito por John William Polidori, médico y supuesto amante de Byron, que le tomó como modelo de ese ser demoníaco, inmortal chupador de sangre, mito literario en el siglo XIX, mito cinematográfico en el XX, y mito de series en el XXI.
A la vez que una gloria de las letras nacionales, Lord Byron era un contraejemplo para la sociedad británica. Su vida licenciosa, sus extravagancias y su posición política que hoy llamaríamos de extrema izquierda, le haría un indeseable y fue prácticamente expulsado de Inglaterra. Tenía fama, atractivo y caudales para darse la gran vida en París o Italia, como hacían otros ingleses expatriados, pero Lord Byron decidió entregarse a una causa revolucionaria, la libertad de Grecia.
Los filohelenos
La Grecia que le había entristecido en su Grand Tour se hallaba oprimida desde la conquista turca de Constantinopla en el siglo XV, que convirtió al Imperio Otomano en la gran potencia del Este de Europa. Pero el antiguo poderío turco comenzó a resquebrajarse en el siglo XVIII, y en el XIX Turquía se convertiría en «el hombre enfermo de Europa», incapaz de mantener su imperio territorial frente a las otras potencias o frente a las rebeliones de los pueblos sojuzgados. La vanguardia de la rebeldía la asumió Grecia, que en 1821 se levantó en armas y proclamó la independencia.
Por otra parte, las ideas de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa habían prendido profundamente en muchos europeos. En 1815 la batalla de Waterloo puso fin definitivo a las guerras napoleónicas, que habían sacudido a Europa desde la Revolución Francesa. Muchos militares que no habían hecho más que guerrear toda su vida, se encontraron sin trabajo. En el ejército francés hubo además una gran purga y la monarquía borbónica restaurada expulsó a todos los de ideas revolucionarias.
De una forma natural, esos veteranos encontrarían en la lucha por la independencia de Grecia su causa. Lo mismo sucedió con muchos oficiales ingleses de espíritu aventurero y progresista. Los antiguos enemigos, ahora unidos en defensa de la libertad, serían llamados «los filohelenos», los amantes de lo griego. A ellos se unirían militares de otros países, como puede apreciarse en la caricatura que acompaña estas líneas, e idealistas de toda Europa e incluso de América, espantados por la crueldad con la que los turcos reprimían el alzamiento. Delacroix, con su pintura Masacre de la isla de Chíos, y otros artistas románticos conmovieron a la opinión pública como hoy lo hacen los telediarios que transmiten el genocidio de Gaza.
Entre idealista y aventurero, Lord Byron se fue a la guerra de Grecia en 1824. Lo hizo a lo grande, fletando su propio barco. Luego tuvo la mala ocurrencia de reclutar a una banda de suliotas, montañeses albaneses cristianos famosos por su espíritu guerrero y su resistencia secular frente a los turcos. Byron se gastó 6.000 libras -una fortuna en la época- en su «ejército» particular, pero los suliotas resultaron ser unos bandidos que sólo querían más y más oro, y Byron los licenció.
Lo cierto es que Byron se gastó su cuantiosa fortuna en la causa griega, un pozo sin fondo para el dinero, y su presencia allí fue un poderoso reclamo publicitario, que atrajo a muchos a luchar por la independencia de Grecia. Se rumoreó que el gobierno griego pensaba convertir a Lord Byron en rey de Grecia, en todo caso le otorgó el grado de general de brigada, aunque la «Brigada Byron» contaba solamente con 30 oficiales europeos filohelenos y 200 soldados.
Para su bautismo de fuego Byron planeó asaltar la fortaleza turca de Lepanto. Sería una acción simbólica, pues en aguas de Lepanto don Juan de Austria venció a la armada turca, neutralizando su amenaza al Mediterráneo Occidental. Pero antes de empezar la operación contrajo una enfermedad que el Dr. Millingen, un joven médico filoheleno, dictaminó como «meningitis purulenta». Las curas a base de sangrías, usuales en la época, fueron seguramente la auténtica causa de su muerte.
Esta tenía que ser teatral para un romántico. Byron había cogido de la mano a su criado Tita, un gondolero al que había contratado en Venecia, le miró a los ojos y le dijo en italiano: «Oh, questa è una bella scena!» (¡Oh, esta es una bella escena!). Y expiró.
Los griegos se quedaron con su corazón, guardado en una urna de plata en una iglesia de Missolonghi, la ciudad que había acudido a liberar del asedio turco, pero su cuerpo lo llevaría Tita a Inglaterra conservado en un barril de coñac, algo muy adecuado a un juerguista como Byron. Precisamente por eso las autoridades eclesiásticas se negaron a enterrarlo en el «rincón de los poetas» de la Abadía de Westminster. En compensación Goethe le dedicó un bello epitafio: «Descansa en paz, amigo mío; tu corazón y tu vida han sido grandes y hermosos».