Pierre Hadot: ecos de un saber antiguo
La obra del filósofo francés nos descubre la vigencia del pensamiento de la antigüedad grecolatina
Un día, hace muchos años, entré en una tienda de muebles antiguos de Bruselas buscando una alacena para la cocina. Sonaban las variaciones Goldberg, la primera versión de Glenn Gould. Había un mueble que podía servir. El dueño me explicó que venía de una casa de campo. Lo había reparado y pintado. Era mucho más bonito que los pseudomuebles que venden en esa empresa escandinava cuyo nombre o logotipo no puedo recordar sin sentir una ansiedad asesina. Cuando fui a pagar, me fijé en un librito que había al lado de la caja. Era de Pierre Hadot y se titulaba Éloge de Socrate (Allia, París, 2010; publicado en español, como gran parte de su obra, por Alpha Decay; en 2006 Siruela editó uno de sus libros más interesantes: Ejercicios espirituales y filosofía antigua). El hombre me habló de su autor. Me dijo que aquel libro era una pequeña joya.
El dueño de la tienda era viejo y feo y olía a tabaco, pero sus ojos se animaban cuando hablaba. Su voz y sus palabras estaban llenas de vida. Su presencia resultaba muy atractiva por el contraste con el carácter mortecino de lo que a menudo nos rodea. Su pasión era la escultura. La tienda de muebles era una forma de ganarse la vida. Aquel ensayo le había ayudado a comprender mejor su arte, por lo que explicaba sobre las antiguas estatuillas de silenos, que, como Sócrates, eran grotescas por fuera pero escondían un dios dentro. Cuando nos despedimos me dio el libro: «Para ti. Lo leerás y me dirás qué te parece».
Aquella copia tenía marcas y restos de material entre las páginas, como virutas, tal vez provenientes de su taller. Ahora, tras varias lecturas, se han añadido mis anotaciones y subrayados. Siguiendo el consejo de George Steiner, siempre leo lápiz en mano y destrozo los libros. El de Pierre Hadot se ha convertido en un palimpsesto casi ilegible. Esa lectura y otras obras de Hadot volvieron a ponerme en contacto con la filosofía de la antigüedad grecolatina, que había frecuentado en mi juventud gracias a algunas influencias benéficas, aunque hacía mucho tiempo que la tenía abandonada, con excepción del Manual de Epicteto y las Meditaciones de Marco Aurelio, de los que nunca me alejo.
En estos tiempos crepusculares en los que no sólo parece que todo lo que era sólido se desvaneciera en el aire (al fin y al cabo sería una mera transformación, pasando la materia de un estado a otro, sin merma sustantiva, y pudiendo lo gaseoso volver a solidificarse en circunstancias favorables), sino que el aire mismo desaparece y nos falta para respirar, las lecciones de la filosofía antigua, con la guía amable y cercana de Pierre Hadot, me han servido muchas veces de consuelo.
La filosofía antigua no era una disciplina académica, ni una gigantomaquia de conceptos a la manera de Hegel o Heidegger, ni pretendía crear un sistema completo para explicar el mundo. En el largo periodo en que vivieron Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Epicteto, Marco Aurelio, Plotino, Cicerón o Séneca, los pensadores predilectos de Hadot, la filosofía se concebía como una forma de vida que implicaba a los miembros de una escuela con todo su ser. Ese saber se transmitía oralmente, entre los miembros de cada escuela, o mediante el ejemplo de la propia vida. Así, Jenofonte relata que Sócrates se negó a explicar lo que era la justicia con palabras: quiso mostrarlo mediante sus actos. Las ideas de los filósofos sólo se plasmaban por escrito excepcionalmente, en apuntes tomados por los estudiantes o en manuales que había que releer día tras día para tener siempre presentes los principios que debían guiar la actitud y la conducta.
Razón práctica
La filosofía era, por tanto, un saber práctico cuyo objetivo principal, en sus tres ramas de la lógica, la física y la ética, era perseguir la sabiduría y la vida buena, basada en la recta comprensión e intención moral. A partir de la Edad Media la filosofía se va reduciendo progresivamente a la escolástica, precursora de la filosofía universitaria, centrada en ejercicios convencionales como el comentario de textos, cuyos fines tal vez sean de menor utilidad para la vida humana. Ahora bien, los ecos de la primacía de la razón práctica sobre las demás razones llegan hasta Kant, y la filosofía como forma de vida que incluye una praxis discursiva aún se intuye, por ejemplo, en la existencia radical y sin concesiones de Wittgenstein. En nuestra época, los metadiscursos de la deconstrucción y la posmodernidad se alejan aun más de la vida. A menudo resultan incomprensibles y catastróficos en sus consecuencias prácticas, por la confusión que siembran en las mentes. De joven, cuando estudiaba a Aristóteles o leía los diálogos platónicos, todo resultaba inteligible. Las ideas eran claras y distintas. Eran cosas de sentido común, pero resultaba útil verlas formuladas con palabras. Es refrescante regresar al sentido común y escapar de los callejones de la posmodernidad.
Una noción fundamental del análisis de Hadot es la categoría de «ejercicio espiritual». Son los precursores de los ejercicios espirituales del cristianismo, pero no tienen carácter religioso. Como explica Hadot, el cristianismo se apropió de una parte de la tradición filosófica de la antigüedad, adaptándola a sus necesidades, lo que explica el abandono de la concepción de la filosofía como forma de vida, función asumida por la religión. Se corrobora así la intuición de Nietzsche, para quien el cristianismo era «un platonismo para el pueblo».
En las escuelas filosóficas de la antigüedad, aparte de los diálogos estructurados de los nos queda un rastro estilizado en la obra de Platón, los ejercicios espirituales eran meditaciones solitarias con las que se ponían en práctica las reglas que debían guiar el comportamiento en todo momento, también sobre cuestiones como la alimentación, que debía ser frugal, con ayunos frecuentes, o el sueño, que nunca debía prolongarse más de lo necesario. Así, la meditación cotidiana de la muerte, que constituye, desde Platón, «la esencia misma de la filosofía», era una forma de recordar el carácter efímero de la existencia, y un acicate para vivir cada instante como si fuera el último. Otra meditación importante era la relativa a la unidad del mundo. En ella, el filósofo intentaba elevarse por encima del punto de vista individual para visualizar el universo desde lo alto y verse a sí mismo como una parte infinitesimal de la realidad, pero íntimamente ligada a lo viviente y lo no viviente.
A diferencia de la meditación oriental, en la que se persigue la quietud y el reconocimiento del carácter ilusorio del mundo y sus cosas, también a través del absurdo, como en los koan del zen, los filósofos antiguos meditaban conversando con otros o para sus adentros, o permanecían de pie en silencio durante horas, como hacía Sócrates, o caminaban con pasos cortos por la naturaleza. El objeto de su meditación solía ser un pensamiento concreto y coherente en el que trataban de concentrar la esfera del ser humano que consideraban superior: la de la razón. El propósito de esos ejercicios era esculpirse como una estatua, quitando aquí y añadiendo allá, enderezando, transformando y mejorando hasta conseguir un yo que pudiera distanciarse de los objetos engañosos del deseo.
Lección de Epicteto
Una idea muy útil de la filosofía antigua es la distinción de Epicteto entre las cosas que dependen de nosotros y las que no dependen de nosotros. Según Epicteto, debemos ocuparnos de las primeras y aceptar las segundas. Ciertamente es un buen consejo para la vida, pues con frecuencia nos preocupamos por cosas que no podemos arreglar y eso nos hace sufrir.
Otra idea fundamental de la filosofía antigua es la figura del sabio, encarnada por el mito de Sócrates. Como el bodhisattva budista, el sabio se acerca a la iluminación pero decide quedarse en el mundo para ayudar a los demás. Sócrates sólo sabe una cosa: que no sabe nada. Nunca expone su doctrina, pues no la tiene. Lo que hace es preguntar, cuestionar, usar la ironía y el humor para convencer a sus interlocutores de que tampoco ellos saben nada y liberarlos de sus ilusiones. Los escépticos llevaron la actitud de Sócrates al extremo, con su suspensión de todo juicio (epojé) y la disolución del discurso, subsistiendo la forma de vida. Pero el filósofo no es sabio. Sólo ama la sabiduría, sin poseerla. Es un acercamiento asintótico a algo que nunca se alcanza, salvo en breves momentos de luz.
¿De qué nos sirve hoy aquel saber antiguo? ¿Tiene algún valor para nosotros, seres hipertecnológicos, dispersos, alienados? Yo creo que sí. Las cuestiones fundamentales de la experiencia humana siguen siendo las mismas. No dependen del tiempo ni del lugar en que se formulan. Las respuestas que la filosofía antigua sugiere para esas preguntas y los métodos que emplea para analizarlas son de actualidad permanente.
Ahora bien, el tipo de vida que nos venden hoy camufla esas preguntas y nos anestesia con un bombardeo continuo de imágenes y estímulos, alejándonos de la sabiduría y de la vida buena. Tomemos la distinción de Epicteto entre lo que depende de nosotros y lo que no. Hoy pensamos que podemos controlar mucho más de lo que realmente está en nuestra mano. Creemos que podemos determinar cómo será nuestra salud, si enfermaremos o no, cómo serán nuestros hijos, etc. Algunos creen poder burlar la muerte indefinidamente. Ahora bien, ante esa visión endiosada de la humanidad es saludable recordar la gran división de Epicteto, intentar mejorar lo que sí podemos cambiar y aligerar nuestra ansiedad por lo que nos excede.
Una vida mejor
Para quienes viven sin el consuelo de la religión, la filosofía de la antigüedad, del mismo modo que el budismo, puede ofrecer un sosiego que no requiere la fe que perdieron o no llegaron a tener. Puede ayudar a vivir una vida mejor, abierta a lo espiritual, y a sobrellevar mejor los sufrimientos que nos tocarán.
Lo que falta y sería muy difícil reconstruir actualmente es la idea de una comunidad filosófica. La vida actual está atomizada y como liofilizada. Tenemos una unión simultánea pero superficial con multitud de personas que a veces nos traen sin cuidado. Quien mucho abarca, poco aprieta, también en esto. Podemos resucitar y actualizar los consejos de la filosofía antigua, sí, pero tal vez más a la manera de los eremitas.
Volví a la tienda pasados unos meses para hablar con el escultor, pero había cerrado. En el local habían abierto un restaurante de comida rápida que también cerró al cabo de unos meses. Luego abrieron una tienda de flores secas. Debe de tener mucho éxito, pues sigue allí. Como con los muebles viejos, no sé si hay un público para la filosofía antigua, ni para las ideas y el modo de vida que propone. Tampoco lo hay para la moderna. Sí existe para las flores secas, una bonita idea para redecorar su hogar.