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Cultura

Paris, 1789: Robert Darnton explica cómo se gesta 'El temperamento revolucionario'

El historiador estadounidense analiza en su libro la ‘sociedad de la información’ que provocó la Revolución francesa

Paris, 1789: Robert Darnton explica cómo se gesta ‘El temperamento revolucionario’

Grabado que representa la toma de la Bastilla. | Wikimedia Commons

La mayoría de historiadores sitúan en el París del verano de 1789 —la Revolución Francesa— el origen del mundo contemporáneo. Un acontecimiento disruptivo, un parteaguas entre el Antiguo Régimen y la sociedad de los ciudadanos. Soy más partidario de los historiadores que adelantan unos años el nacimiento de la nueva era y lo sitúan en la independencia de Estados Unidos en 1776. Aunque en el imaginario colectivo gana por goleada la Liberté, Egalité, Fraternité.

Resulta que uno de los grandes expertos en la revolución francesa es estadounidense: Robert Darnton. Formado en Harvard y Oxford, está especializado en dos temas: el siglo XVIII y la historia del libro y la lectura, que confluyen en El temperamento revolucionario (Taurus) para dar una visión panorámica de los orígenes culturales del movimiento sísmico que condujo al derrocamiento de Luis XVI. La progresiva acumulación de ideas filosóficas y políticas, chismes, procacidades, justa indignación, medias verdades y difamaciones que fueron generando un estado de ánimo en la población parisina, que detonó el 14 de julio de 1789.

El autor se dio a conocer en 1984 con un modélico ensayo sobre el siglo XVIII de título llamativo y jugoso contenido: La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. Tanto este como otros libros suyos los fue publicando en español Fondo de Cultura Económica, pero ahora es Taurus la editorial que presenta la que probablemente sea su obra más ambiciosa.

Darnton arranca en el prólogo con una nada casual reivindicación de «los acontecimientos». Lo cual quiere decir que ya de entrada se posiciona frente a la historiografía marxista y la escuela de los Annales, que los despreciaban en favor del estudio de los contextos económicos y sociales. Sin embargo, esta vindicación de los acontecimientos que hace tiene una particularidad. Lo que le interesa no son tanto esos sucesos como tales, sino la interpretación que la gente de la época hacía de ellos. Con que sesgo se contaban y cómo iban generando un estado de ánimo. Las raíces del estallido revolucionario hay que buscarlas más allá de la subida del precio del pan que provocó el estallido. El autor retrocede cuatro décadas, hasta 1748 y el fin de la guerra de sucesión austriaca.

En términos prácticos, el interés del autor por «los acontecimientos» hace que su libro no sea un árido manual académico, sino un muy disfrutable recorrido por la época, contada con admirable pulso narrativo, sin por ello renunciar al rigor. La tesis central de Darnton viene a ser —aunque él no lo exprese en estos términos— que el París del siglo XVIII era una suerte de sociedad de la información avant la lettre. No existían ni la televisión ni las redes sociales, pero sí todo tipo de gacetas, libelos, panfletos, coplillas satíricas y otras fuentes escritas que circulaban entre los parisinos, a las que se sumaban las conversaciones en cafés, mercados y plazas públicas. De modo que abundaban las noticias, chismes, bulos e intoxicaciones —¡Mon Dieu!, ¿todo esto les suena de algo?— que iban creando un temperamento, un estado de ánimo, un malestar, una indignación.

Estado de opinión

En la creación de este estado de opinión confluían capas muy diversas, desde las ideas filosóficas de la alta cultura de los ilustrados hasta las rimas obscenas sobre el rey y la reina, pasando por las informaciones sensacionalistas y las soflamas. Darnton aborda la creación de la Encyclopédie; el éxito de La nueva Eloísa de Rousseau, auténtico bestseller dieciochesco; los avances científicos que permitieron que los primeros globos aerostáticos sobrevolaran París; la popularidad del mesmerismo; las cuitas entre jansenistas y jesuitas; los escándalos como el llamado affaire Calas -un comerciante protestante falsamente acusado de asesinar a su hijo que quería convertirse al catolicismo-, que llevó a Voltaire a escribir el Tratado de la tolerancia; o el caso Kornmann, un banquero cuya esposa le ponía cuernos con un estafador. En él se vio envuelto el liante Beaumarchais, autor de la escandalosa Las bodas de Fígaro y enemigo declarado de Mirabeau…

Y junto con esto, los rumores y las maledicencias sobre los excesos de Versalles. Las amantes de Luis XV: desde las tres hermanas Nesle, hijas de un noble de la corte, hasta las maitreses en titre, primero la inteligente Pompadour y después la frívola Du Barry. Y después las coplillas obscenas sobre su pene flácido de Luis XVI y las habladurías sobre María Antonieta, bautizada despectivamente como «la austriaca» o «Madame Deficit», y acusada de derrochadora, en ocasiones injusta y malintencionada, como en el célebre «asunto del collar». Para colmo, en las celebraciones populares del enlace real se había producido el trágico desastre de los fuegos artificiales, con una explosión no prevista que provocó una estampida y acabó con centenares de muertos.

Todo esto circulada por escrito en panfletos y libelos o de viva voz en cafés y plazas públicas. Darnton habla del llamado Árbol de Cracovia, un castaño en el Palais-Royal bajo el que se reunían los nouvellistes para intercambiar los últimos cotilleos.

Al final del libro, el autor se viene arriba y reivindica la revolución diciendo que «a partir de la destrucción, los franceses adquirieron un nuevo sentido de lo que era posible: no solo legislar la libertad, sino vivir según los valores de la igualdad y la fraternidad». Lo cual le lleva a resaltar «la convicción de que la condición humana es maleable, no fija, y que la gente corriente puede hacer historia en lugar de sufrirla». Se le olvida apuntar que la revolución degeneró pronto en el Terror y la desmedida afición a guillotinar al prójimo, y desembocó más tarde en Napoleón.

Casi con candor, suelta Darnton que «los revolucionarios franceses no eran estalinistas». De acuerdo, pero lo cierto es que el modelo mutó en el siglo XX en las revoluciones comunistas liberticidas y asesinas. Puestos a transformar la sociedad, mejor el modelo del parlamentarismo británico: los cambios se producen más poco a poco y no hay mucha épica —con suerte, algunos buenos discursos—, pero tampoco se acumulan las pilas de cadáveres.

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