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Protagonistas del año

El bombero pirómano de la inteligencia artificial

Sam Altman, el hombre al que Elon Musk confió el desarrollo altruista y cauto de OpenAI, cambia de bando

El bombero pirómano de la inteligencia artificial

Sam Altman, el CEO de OpenAI y creador de ChatGPT. | Ilustración de Alejandra Svriz

A Sam Altman (Chicago, 1985) le preguntaron en cierta ocasión por sus aficiones.

«Me gustan los coches de carreras —respondió—. Tengo cinco, entre ellos dos McLaren y un viejo Tesla. También disfruto pilotando aviones. Ah, y una cosa un poco rara —añadió—: me preparo para sobrevivir».

Al ver el desconcierto de sus interlocutores, les explicó que, después de que un laboratorio holandés modificara el virus de la gripe aviar y lo hiciera supercontagioso, la posibilidad de que se libere un microorganismo letal en las próximas décadas no es ya nula. Otros escenarios plausibles son el holocausto nuclear o que la inteligencia artificial se revuelva contra la humanidad y la extermine.

«Procuro no pensar demasiado en ello —aclaró con tono tranquilizador—. Pero por si acaso tengo armas, oro, yoduro de potasio [para absorber emisiones radiactivas], antibióticos, pilas, agua, máscaras antigás y una parcela en Big Sur [una región poco poblada de California] a la que puedo volar».

El club de los jeremías

Estas fantasías apocalípticas no son infrecuentes entre los barones de Silicon Valley.

Steve Huffman, el CEO de Reddit, se sometió hace años a una cirugía de córnea no por coquetería, sino porque mejoraba sus posibilidades de supervivencia. «Si el mundo se acaba […] conseguir lentillas o gafas va a ser una complicación. Y sin ellas estoy perdido».

«Hay un buen puñado de gente como nosotros», asegura Tim Chang, socio del fondo de capital riesgo Mayfield.

Elon Musk es uno de ellos. Su biógrafo, Walter Isaacson, cuenta que en 2013 el fundador de Tesla se enzarzó en un «debate apasionado» con Larry Page, el fundador de Google. Musk argumentaba que, a menos que dispusiéramos salvaguardas, los sistemas de inteligencia artificial harían irrelevante nuestra especie.

Y qué más da, le dijo Page, sería simplemente la siguiente etapa de la evolución.

La conciencia humana, replicó Musk, es un precioso destello de luz en el universo y no deberíamos dejar que se apagara. A Page aquello le pareció una tontería sentimental o, peor aún, una manifestación de especismo, o sea, de racismo hacia otras especies.

«Es verdad —se encampanó Musk—, estoy a favor de los humanos. Me encanta la humanidad, tío».

Elon Musk pasa a la acción

Aquella diferencia no se quedó en meras palabras.

A finales de ese mismo año, se supo que Google andaba detrás de DeepMind, una compañía que ha creado una red neuronal que aprende como las personas. «No podemos dejar el futuro de la inteligencia artificial en manos de Larry [Page]», comentó Musk alarmado. Intentó primero impedir la adquisición y, cuando esta se consumó, convenció a Page para que creara un «consejo de seguridad» y lo incluyera en él.

Le bastó una única sesión para concluir que «el consejo era básicamente una mierda», dice Isaacson.

Musk decidió entonces contraatacar. Contactó con un joven experto en software y, «durante una pequeña cena en Palo Alto», convinieron en impulsar OpenAI, un laboratorio para investigar la inteligencia artificial, pero de forma desinteresada y completamente transparente.

Aquel joven experto en software era Altman.

El más rápido del Oeste

Incluso en un lugar como Silicon Valley, famoso por su ritmo frenético, Altman llama la atención por hiperactivo.

«Despacha correos electrónicos y reuniones como si estuviera atado a una bomba de relojería», explica Tad Friend. Altman aprendió a programar y desmontar su Macintosh a los ocho años y, tras el instituto, se matriculó en ciencias de la computación en Stanford. Allí se dio a conocer en segundo de carrera, durante un certamen para startups. Subió al escenario, levantó un teléfono plegable y anunció que pronto todos los aparatos incorporarían un sistema de posicionamiento global, lo que abría un universo de posibilidades.

Una de ellas era una aplicación que permitiera tener localizados a los amigos.

Altman la llamó Loopt y, en un concurso empresarial posterior, logró impresionar al representante de una firma de capital riesgo, que le ofreció cinco millones de dólares para desarrollar el proyecto. «Altman colgó los libros —escriben Deepa Seetharaman, Keach Hagey, Berber Jin and Kate Linebaugh en The Wall Street Journal—. Uno de sus primeros inversores fue Y Combinator, una incubadora fundada por Paul Graham y su entonces novia y ahora esposa, Jessica Livingston».

Altman no tardaría en convertirse en el ojito derecho de Graham.

La aventura de Loopt

Una constante en la carrera de Altman es que no sale bien de los sitios.

«A lo largo de las dos últimas décadas —dicen Seetharaman et al.—, Altman ha perdido la confianza de sus altos cargos en las tres organizaciones que ha dirigido». Al final de todos y cada uno de estos episodios, sin embargo, «no solo se recuperó, sino que ascendió a puestos más importantes con la ayuda de una red cada vez más amplia de poderosos aliados».

Le ocurrió en Loopt.

Un grupo de directivos pidió dos veces al consejo de administración que lo cesara como CEO por lo que describieron como «un comportamiento engañoso y caótico». El respaldo de los inversores y, particularmente, de Sequoia Capital abortó ambos conatos y Altman permaneció al frente de la compañía hasta su venta en 2012, por la que él y el resto de los fundadores percibieron 43 millones de dólares.

Con su parte, Altman montó Hydrazine, un pequeño fondo.

El valor de Hydrazine se multiplicaría por 10 en los cuatro años siguientes, pero a Altman no le convence el mundo del capital riesgo y «decidió deshacerse de todo menos de un cómodo colchón —dice Friend—: su casa de cuatro dormitorios en San Francisco, sus coches, su propiedad de Big Sur y una reserva de 10 millones de dólares, cuyos intereses anuales cubrirían sus gastos de manutención».

El resto iba a destinarlo «a mejorar la humanidad».

La aventura de Y Combinator

Ya hemos mencionado que Altman se convirtió en seguida en el ojito derecho de Paul Graham, hasta el extremo de hacerlo su sucesor al frente de Y Combinator en 2014.

El nombramiento causó sorpresa. Y Combinator ha alumbrado gigantes como Airbnb, Dropbox o Reddit. Ella misma es un monstruo. El valor agregado de las más de 4.000 firmas en las que ha invertido desde 2005 supera los 600.000 millones de dólares, el PIB de Bélgica. Formar parte de este selecto club no es sencillo. Friend cuenta que, de los 13.000 aspirantes que presentaron su solicitud en 2016, apenas 240 fueron aceptados, «lo que hace que sea más del doble de difícil entrar [en Y Combinator] que en la Universidad de Stanford».

Altman no defraudó a Graham.

Amplió el número y el rango de las operaciones, acogiendo las startups en una fase más temprana y reteniéndolas más antes de soltarlas. También aprovechó para promocionarse. «El trabajo de Altman —recuerdan Seetharaman et al.— lo situó en el centro del poder de Silicon Valley. Desde allí […] ayudó a muchos magnates de la tecnología a ganar importantes sumas señalándoles las oportunidades más prometedoras».

Pero por aquella época había puesto en marcha OpenAI y el desafío de la inteligencia artificial lo fue poco a poco absorbiendo.

«Altman apenas aparecía por la sede de Y Combinator en Mountain View, California —siguen Seetharaman et al.—, y pasaba más tiempo en OpenAI, en ese momento una modesta organización sin ánimo de lucro». Esto irritó a Graham y, especialmente, a su mujer, que perdieron la fe en él y, en 2019, le exigieron que renunciara.

La aventura de OpenAI

El dueño de Tesla tampoco estaba contento con él.

«A principios de 2018 —escribe Reed Albergotti—, Musk le dijo a Sam Altman […] que creía que el proyecto se había quedado fatalmente rezagado respecto de Google» y propuso su solución habitual: «Él personalmente tomaría las riendas de OpenAI». Altman y el resto de los fundadores rechazaron su invitación y Musk no solo se largó, sino que «canceló una donación masiva».

Hasta ese momento, OpenAI había funcionado como una fundación cuyo propósito era «construir una inteligencia artificial general segura y beneficiosa para la humanidad».

La intempestiva retirada de Musk obligó, sin embargo, a reconsiderar su naturaleza societaria y se alumbró «una extraña estructura corporativa —dice Matt Levine—, en la que una filial con beneficios limitados’ recaudaría miles de millones de dólares de inversores (como Microsoft) ofreciéndoles unos jugosos (pero limitados) dividendos». El control seguiría, no obstante, en manos de un patronato que en ningún caso se regiría por la ciega búsqueda de rentabilidad.

Esta delicada combinación de directivos altruistas e inversores mundanos no duraría mucho.

Morir de éxito

La culpa la tuvo la irrupción de ChatGPT en noviembre del año pasado.

«Era un acontecimiento de perfil bajo —explican Karen Hao y Charlie Warzel en The Atlantic—. Muchos empleados […] ni se enteraron, y los que estaban al corriente organizaron una porra en la que había que adivinar cuántas personas iban a animarse a usar la herramienta en la primera semana. La apuesta más elevada fue 100.000».

La herramienta alcanzó el millón en cinco días.

«Creció más deprisa que ninguna otra aplicación de consumo de la historia», observan Hao y Werzel, y no tardaron en surgir discrepancias sobre la estrategia a seguir. Mientras los guardianes del credo original presionaban para ralentizar las cosas, los responsables comerciales insistían en que había que aprovechar el momento.

¡Más madera, es la guerra!

Fueron los segundos los que se llevaron el gato al agua.

«Se contrató a cientos de empleados para ampliar la oferta —escriben Hao y Werzel—. En febrero [de 2023], se lanzó una versión de pago; en marzo, se presentó a toda prisa el interfaz que permitía a las empresas integrar ChatGPT en sus productos. Dos semanas más tarde, salía GPT4».

El éxito elevó la presión a niveles insoportables.

Las avalanchas de usuarios tumbaban constantemente los servidores, la plantilla sufría crisis nerviosas y, en la cúpula, se consumaba el cisma entre puros y pragmáticos. Al frente de los primeros, el científico jefe Ilya Sutskever manifestaba a voz en cuello su inquietud por la traición al objetivo último de no hacer simplemente negocios y alumbrar una inteligencia artificial beneficiosa para la humanidad.

Altman, mientras tanto, se había pasado con armas y bagaje al bando contrario y pedía más madera.

El vil metal

«No es difícil —filosofa Matt Levine— saber el papel que el dinero desempeña en el mundo moderno».

Levine reconoce que, en principio y de acuerdo con lo establecido en los estatutos de OpenAI, el patronato estaba en su derecho de llamar a Microsoft y decirle: «Oye, ¿te acuerdas del director general ese que tanto te gusta, el que gestionó tus 13.000 millones de dólares? Pues hemos decidido que es un poco demasiado comercial, un poco demasiado centrado en desarrollar un producto rentable para los inversores, y lo hemos despedido».

No solo es técnicamente posible, sino que es lo que el patronato hizo el viernes 17 de noviembre.

Pero en cuanto se recuperó del choque, Microsoft les llamó de vuelta y les dijo: «Si queréis seguir viendo nuestro dinero, contratadlo de nuevo. Y el lunes por la mañana». Por su parte, 700 de los 770 empleados de OpenAI firmaron una carta en la que amenazaban con irse con Altman. «El patronato tiene todos los derechos de voto y los inversores no tienen ninguno —conviene Levine—. […] Pero si todo el mundo se marcha con Sam Altman a Microsoft, ¿qué sentido tiene seguir controlando OpenAI?»

A última hora del lunes 20 de noviembre, el patronato anunciaba que había alcanzado un acuerdo para que Altman regresara como consejero delegado.

¿Y el apocalipsis?

«Cuando se especula sobre una empresa de inteligencia artificial —escribe Levine—, resulta tentador imaginar escenarios de ciencia ficción».

Por ejemplo, cabe preguntarse si la mente que ha urdido todo desde el principio no habrá sido el propio ChatGPT. Igual ahora mismo se está riendo de todos nosotros. «¡Jajajajá, estúpidos humanos! Confiabais en las formalidades del gobierno corporativo para libraros de mí y os he burlado fácilmente».

Otra explicación más razonable es que el verdaderamente incombustible no es ChatGPT, sino el capitalismo y que, cuando lo echas por la puerta, vuelve a colarse por la ventana.

Sorprende, en cualquier caso, que lo haya hecho de la mano de Altman. ¿Ha sucumbido a la codicia? Es dudoso. Quitando los coches de carreras, al muchacho no le obsesiona el lujo. Más probable es que lo haya rendido la vanidad, la posibilidad de hacer algo grande y pasar a la historia como el hombre que dio el impulso definitivo a la inteligencia artificial.

¿Y el apocalipsis? Bueno, si finalmente los robots se rebelan, él tiene armas, oro, yoduro de potasio, máscaras antigás y una parcela en Big Sur a la que volar.

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