THE OBJECTIVE
David Mejía

El criterio científico

«Es urgente que el Gobierno deje de transmitir que gobernar consiste nomás en seguir escrupulosamente una receta elaborada por un comité de sabios anónimos»

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El criterio científico

Hace varias semanas que el Gobierno comenzó a recurrir al aval de un supuesto criterio científico para justificar sus decisiones. Es una maniobra inteligente para librarse de dos cargas ingratas de la política democrática: la discrepancia y la asunción de responsabilidades. Con el recurso ad-expertum uno elude la rendición de cuentas ante un posible fracaso y se autoriza a tratar poco menos que de negacionistas a quienes osan cuestionar sus decisiones. La consigna es clara y el eco se escucha en su versión bufa en los medios y en las redes: «En España hay cuarenta y siete millones de epidemiólogos». Sin embargo, no hay que ser muy avezado para advertir que la estrategia tiene sus fisuras. El criterio científico no es unívoco, y menos en una situación como la actual, donde cada paso exige la consideración de múltiples variables y la coordinación de cientos de actores. El Gobierno trata de alinear el discurso científico con sus intereses, como hacía Woody Allen en Manhattan: “Me lo advirtió mi psicoanalista, pero eras tan guapa que cambié de psicoanalista”.

Es evidente que la salida de esta crisis pasará por la ciencia, pero no por una ciencia exacta, donde no cabe la discrepancia. Sin embargo, el Gobierno comunica sus medidas como si fueran el resultado de una operación aritmética incuestionable. Algo imposible si consideramos la disparidad de reacciones entres los distintos países. El argumento científico se emplea como un instrumento (¡otro más!) para someter a la oposición al dictado del Gobierno, y para apaciguar a una opinión pública impaciente y suspicaz con su gestión. Pero no se puede exigir sumisión ante el criterio científico cuando éste se actualiza en cada comparecencia: ¿qué criterio científico-sanitario existe detrás de la rectificación exprés acerca de las salidas de los niños o del aforo de los bares, que pasó del 30% al 50% en 48 horasNo es necesario ser catedrático de epidemiología para saber que una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo. Son decisiones políticas, y así deben presentarse ante la opinión pública: la ciencia propone y el gobierno dispone. Es urgente que el Gobierno deje de transmitir que gobernar consiste nomás en seguir escrupulosamente una receta elaborada por un comité de sabios anónimos.

Nuestra heroica esfera pública, que montaba en cólera cuando los políticos se ocultaban detrás de las togas, ha asumido con naturalidad que se oculten ahora detrás de las batas blancas. Entonces hablaban de «Lawfare» («Guerra jurídica», en hipster), y les parecía razonable que un columnista sin estudios enmendara la plana a un magistrado con veinticinco años de experiencia. Agradezco que nadie esté todavía hablando de «Sciencefare», pero me ha decepcionado tanta pusilanimidad ante la falsa epistocracia que pregona el Gobierno.

Y los expertos pensarán que mandan, como aquel otro personaje de Allen al que su hijo pregunta: “papá, ¿quién manda en casa, mamá o tú?”. “¡Vaya pregunta, hijo! En casa mando yo. Mamá sólo toma las decisiones”.

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