THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

En torno a Ciudadanos

«Cs perdió la centralidad, y con ella la versatilidad, cuando no dejó resquicio alguno abierto a poder entenderse con el PSOE»

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En torno a Ciudadanos

¿Qué pasa con Ciudadanos? Una pregunta que he oído a menudo este verano. Al menos entre mi muestra de votantes, es casi universal la creencia de que el partido ha perdido pie; para los más pesimistas, habría puesto proa a las rocas. Y entre las críticas de afines desencantados y los vituperios de sus metódicos odiadores, no es fácil hacerse un juicio cabal. Por mi parte, creo que ayuda a la respuesta distinguir entre centrismo y centralidad, o también, entre programa y posición. En realidad, más allá de acentos puestos más allá o más acá de donde a uno le gustaría, no parece cierto que Cs se haya radicalizado. En su programa se siguen reconociendo las trazas de un partido liberal de centro europeo: liberalismo económico, bienestar eficiente, laicismo en las costumbres. Pero si no el centrismo, sí se puede aducir que es la centralidad lo perdido. Digámoslo así: no es lo mismo ser de centro, algo que tiene que ver con el programa, que estar en el centro, algo que tiene que ver con la posición que se ocupa en el tablero. Cs perdió la centralidad, y con ella la versatilidad, cuando no dejó resquicio alguno abierto a poder entenderse con el PSOE; redujo su margen de maniobra a una única posición: la suma con el PP, partido con el que, por otro lado, se quiere competir. En lugar de moverse con libertad como la reina del tablero, se optó por el enroque. El problema no ha sido derechizarse, sino esterilizar la propia posición.

La supresión del PSOE del elenco de socios posibles ha querido justificarse en ciertas conductas del partido socialista que lo descalificarían como interlocutor. Pero en realidad, esta es cuestión aparte. Estén o no justificadas las críticas al PSOE, Cs es un partido cuyos cuadros y votantes, al menos en una porción significativa, no deseaban ir al choque; esa porción que incluso participando de la desconfianza hacia Sánchez, preferían un pacto del que extraer beneficios. Ciudadanos es para ellos el partido superador del endémico sectarismo español; una nave construida con dos fines: afrontar las reformas que los partidos del antiguo régimen no querían o no sabían hacer; y contener o neutralizar la influencia de los nacionalismos en España. La nave no está bien equipada para mutar de propósito a mitad de travesía y convertirse en el Pequod, a la caza de la gran ballena blanca del PSOE. Y si es el partido socialista el que no quiere ese pacto, conjetura en absoluto inverosímil, entonces estaba en el interés electoral de Cs tratar de patentizarlo ante la opinión pública.

Cuestionable también es la tesis que cree inútil jugar el papel de partido bisagra. El PNV y CiU han demostrado lo mucho que se influye y manda desde ese papel que haríamos mejor en llamar de palanca, puesto que es sabido que las palancas mueven el mundo. En cuanto a la cuestión del veto, es probable que no desempeñara un papel determinante en la formación de la voluntad de muchos votantes: dado que son de centro, también son pragmáticos, y aceptarían de grado el argumento del mal menor para levantar la barrera que impide entenderse con el PSOE, sobre todo si eso permite poner en práctica algunas de las propuestas reformistas más valiosas para ellos, lo mismo en la economía que en relación a la crisis territorial.

Por lo demás, en la estrategia del partido parece subyacer la arriesgada prognosis que da en creer que el electorado seguirá castigando al PP por la corrupción y al PSOE por su cercanía al nacionalismo. Si fuera así, Cs podría volver a emerger con fuerza y Rivera quedaría vindicado frente a sus críticos, pero, hoy por hoy, más parece que por ahí el margen de desgaste de los partidos tradicionales ya se haya agotado. En último análisis, la circunstancia determinante para Ciudadanos es esta: no ocupar ningún lugar en el mercado electoral que no sea el de no ser un partido como los demás. Crece con la ilusión y pierde con el desencanto. Cuando su discurso ha sido inspirador, apelando a algo mejor y distinto («ni rojos ni azules») la ilusión ha sido capaz de catapultarlo a la primera posición en las encuestas de intención de voto. Renunciado a su papel de árbitro o rótula del sistema, corre el riesgo de que no pocos de sus votantes no vean razón para no volver al PP o al PSOE, viejos partidos institucionalizados, con luces y sombras, que no generan demasiada ilusión en casi nadie, cierto, pero que por lo mismo son inmunes al desencanto.

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