THE OBJECTIVE
Jordi Amat

La belleza del crepúsculo

La continuidad entre canción y canción, cuando por unos instantes se apagaban las luces, la creaba Donnie Herron con el sonido extendido que emergía de su steel guitar.

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La belleza del crepúsculo

La continuidad entre canción y canción, cuando por unos instantes se apagaban las luces, la creaba Donnie Herron con el sonido extendido que emergía de su steel guitar. Entonces la duda era si Bob Dylan seguiría tocando el piano –de pie o sentado, concentrado en sus poemas que más que cantar recita– o si se levantaría para situarse en el centro del escenario, colocarse frente a un micrófono retro de los cincuenta (rodeado por otros dos, creando un espacio en forma de semicírculo) y así reencarnar de nuevo su última metamorfosis: el crooner decadente que reinterpreta un cancionero norteamericano oxidado que él descubrió en su infancia a través de la voz de Sinatra.

En algún momento del concierto una pernera del pantalón le cubrió su bota campera blanca mientras que en la otra pierna la bota sí se veía entera. Resultó ser un detalle azaroso que reforzaba todavía más la caracterización del personaje ajado que, con máxima profesionalidad, protagoniza lo que parece ser el epílogo de la gira sin fin. Su americana chispeaba, como un cantante de orquestra desfasado, y sus cinco músicos tenían la mirada fija en el cantante, atentos a la imprevisión rítmica que Dylan podía inventar con la inflexión de la voz o tecleando con más o menos intensidad. No fallaban. Ésta tal vez sea esta sea su mejor banda desde The Band, la más ajustada al espectáculo adulto que propone al público.

Cuando llevábamos una hora y media, o así, tras la bíblica Thunder on the Mountain, Dylan se levantó, caminó unos pocos pasos con aparente dificultad, dobló las rodillas y se dirigió al centro del escenario. Otra vez Tony Garnier había dejado el bajo, había cogido el contrabajo y se había acercado también al centro en una estudiada puesta de escena que reconvertía el Liceu en un garito de Nueva Orleans. Según el setlist colgado en su web oficial, el viernes cantó Why Try To Change Me Now. Lo dudo. Lo he intentado recordar y no me encaja. Fue la penúltima canción del set. Seguro que fue Autumn Leaves. Sinatra grabó su versión de esa pieza original francesa (escribe Jaques Prévert) en 1957. Dylan, siguiendo el eco de Sinatra, la hizo suya para Shadows in the night de 2015.

Como en las otras de registro digamos ligero, que por unos minutos hibernaban la alta fogosidad del concierto, él parecía físicamente incómodo interpretándola. Medio se tambaleaba, sujetaba el micrófono con la mano derecha, no sabía qué hacer con la izquierda. Con ésta se palpaba la ropa, se abría la americana, se la colocaba en la cintura. Pero lo más impresionante era sentir cómo tensaba su voz de viejo lobo para interpretar la canción con absoluto respeto. Cuando el batería iba encarrilando el final de la pieza (“But I miss you most of all / My darling / When autumn leaves / Start to fall”), Dylan alargó el brazo derecho, abrió la mano en dirección al batería George Receli y, como en el espectáculo de un mago, el gesto, la pose y la melodía construyeron un instante eterno de belleza crepuscular.     

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