THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El odio en los tiempos de Instagram

Una feliz sugerencia me hizo leer el verano pasado Augusto y el poder de las imágenes, el tratado de historia del arte del arqueólogo Paul Zanker. Con gran erudición y un tesoro de ilustraciones, Zanker muestra cómo el joven Octavio y sus compinches, Agrippa y Mecenas, acompañaron la revolución política que clausuró la república romana.

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El odio en los tiempos de Instagram

Una feliz sugerencia me hizo leer el verano pasado Augusto y el poder de las imágenes, el tratado de historia del arte del arqueólogo Paul Zanker. Con gran erudición y un tesoro de ilustraciones, Zanker muestra cómo el joven Octavio y sus compinches, Agrippa y Mecenas, acompañaron la revolución política que clausuró la república romana de una revolución iconográfica al servicio de ideales del Saeculum Augustum. La idealización de los rasgos faciales en la estatuaria, en contraste con el severo realismo del periodo tardorrepublicano –basta comparar un busto de César con uno de Augusto– es solo un ejemplo de uso publicitario de la imagen como símbolo de la abundancia, la concordia y la serenidad con las que se quería que las masas identificaran el nuevo orden político.  

Un libro que muestra que la propaganda a través de la imagen es historia tan vieja como el mundo. De los capiteles cistercienses a las modernas agencias de publicidad, las imágenes no perdieron su preeminencia persuasiva cuando la humanidad aprendió a leer. Lo recordaba hace poco la gran Olvido Gara, más conocida como Alaska, en una estupenda mesa redonda organizada por la Embajada de España en Roma dentro del festival Pop y Protesta y donde se homenajeó a Lucia Bosé y Raffaella Carrá. Hablando de las influencias culturales entre Italia y España, Alaska comentaba cómo bastaba ver el rostro alegre o el cuerpo desinhibido de las cantantes italianas en las portadas de los elepés del festival de San Remo para activar el germen de la protesta e insubordinar la imaginación en la España del tardofranquismo.

Lo he recordado al leer la noticia de la muerte de la modelo iraquí Tara Fares, tiroteada el pasado jueves en una calle de Bagdad. Como móvil del asesinato, se apunta a su actividad en Instagram, donde Fares tenía casi tres millones de seguidores y se mostraba sexy y divertida y a contracorriente. No es un caso aislado. Otra modelo iraquí popular en redes, Shima Qassem, ha sido advertida por los haters custodios de la moral pública que ella será la próxima. En 2017 la famosa influencer de Pakistán, Quandeel Baloch, fue asesinada por su hermano porque sus posados en las redes sociales ponían en cuestión el honor de su familia.

Es obvio que el riesgo para un instagramer está en relación inversamente proporcional con el grado de tolerancia alcanzado por una sociedad. Las chiquilladas narcisistas de aquí pueden ser audaces gestos emancipadores allá. ¿Por qué abrir una cuenta Instagram se ha convertido en un peligro para la vida de estas mujeres? ¿Qué es lo que se odia? ¿Es su belleza, su juventud, su escaso deseo de someter su sensualidad al dictado de la religión oficial? En ellas el verbo enseñar se carga de sentido: dar a la mirada, y al hacerlo, ofrecer a través de la propia imagen un modelo de conducta alternativa para las mujeres en esos países. «Todas las marujas querían ser como tú», le decía una entrañable Lucía Bosé a un emocionada Raffaella, icono de una libertad que hoy como ayer se aprende en las imágenes y sopla con fuerza y tiene enemigos y se abre camino.

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