THE OBJECTIVE
María Jesús Espinosa de los Monteros

La vida misma es un atracón

“La vida misma es un atracón”, me digo mientras paseo por Palma de Mallorca y recuerdo a la mítica cocinera francesa Julia Child, autora de esta frase imbatible.

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La vida misma es un atracón

“La vida misma es un atracón”, me digo mientras paseo por Palma de Mallorca y recuerdo a la mítica cocinera francesa Julia Child, autora de esta frase imbatible. Hace mucho tiempo, cuando el familiar de una persona a la que yo quería mucho se estaba muriendo, le preguntaron qué era lo que más deseaba en ese instante. Ella dijo sin asomo de duda ya moribunda: “un bocadillo de chorizo”. Así que me imagino que Child tenía razón.

De otro escritor culinario de notable importancia se ha reeditado en las últimas semanas su obra más famosa: Cocina cristiana en Occidente (Editorial Austral), de Álvaro Cunqueiro. Hay una opinión en esa frase que hizo que me iniciara en el noble arte de beber vino: “Hay vinos que en una tarde de soledad echan su brazo sobre tu hombro y te dicen al oído palabras reconfortantes y esperanzadoras, y otros los reconoce en súbitos esclarecimientos de la mente a la hora de las graves reflexiones”. Cunqueiro no fallaba.

Hay alimentos que inauguran estaciones y yo no me creo que el buen tiempo llega hasta que saboreo mi primer helado. Ese día siempre será uno de los más especiales del año, el que me retrotrae a la infancia, cuando mis hermanos y yo corríamos a la tienda de helados de la calle de la Casa de los Caramelos —¡menudo nombre de calle para que la transiten unos niños!— en Valencia y pedíamos el cucurucho de chocolate y vainilla.

Este año he decidido inaugurar el buen tiempo a lo grande, es decir, comiéndome un helado de almendra en Ca’n Joan de S’Aigo, una de las heladerías más antiguas de nuestro país cuyo origen es fascinante. Joan de S’Aigo era un empresario de principios del siglo XVIII que tuvo la novedosa idea de recoger la nieve que se generaba en la sierra de la Tramuntana para guardarla. Así nacieron las Casas de Nieve, una suerte de construcciones excavadas en el suelo de las montañas. De dimensiones variables que oscilaban entre los 10 y los 16 metros de largo y los 5 y 7 metros de amplitud y profundidad, estas instalaciones fueron clave para poder repartir el hielo en las casas y hospitales de la zona.

A S’Aigo se le ocurrió la idea de mezclar este hielo con zumos de fruta, dando origen a los primeros helados de nuestro país. Cuatro décadas antes de la idea de S’Aigó, Francesco Procopio dei Coltelli, un cocinero siciliano conocido en Francia bajo el apodo de Le Procope, inventó una máquina que homogeneizaba las frutas, el azúcar y el hielo, con lo que se obtenía una especie de crema helada casi idéntica a los helados de hoy.

Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos era un apasionado gastrónomo que se traía de sus viajes por Francias numerosas recetas de helado. En la Biblioteca del Congreso se conserva una receta de su puño y letra de su helado favorito, el de vainilla. Creo que si Jefferson levantara la cabeza, se acerca a Palma y probara el helado de vainilla de Ca’n Joan de S’Aigo cambiaría de inmediato su histórica receta.

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