THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

Los locos

«Frente al sufrimiento y al abandono de los pacientes y a la frustración de sus médicos, el diputado Romero se ha cubierto de gloria berreando desde su escaño. Si su diarrea verbal hubiese ido contra otro colectivo, no habría discusión: este miserable tendría que irse del Congreso con cajas destempladas»

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Los locos

EFE

En la sesión de control de hoy, Íñigo Errejón pidió reforzar las políticas públicas de salud mental. Después de relatar que el último barómetro del CIS afirma que seis de cada diez españoles declaran tener síntomas de ansiedad o depresión y que hay una media de diez suicidios diarios, el diputado popular Carmelo Romero le gritó que se fuese al médico.

Verán, un paciente que quiera ver a un psicólogo del sistema público de salud tendrá suerte si tiene una cita cada mes. Esos veinte o treinta minutos cada treinta días le llevarán, al menos, una lista de espera de tres o cuatro meses, a los que hay que añadir el par de meses que tarda en atenderte el psiquiatra, que es quien deriva al psicólogo. Una vez sorteados estos divertidos impedimentos, es muy probable que cada vez que acudas a consulta te encuentres con un facultativo distinto, porque las absurdas condiciones en las que trabajan (muchísimos pacientes con consultas muy espaciadas: ninguna oportunidad de mejoría) queman a los profesionales a una velocidad que se puede contar en meses. Mientras tanto, la gente se atiborra con esas pirulas maravillosas que le ha recetado el médico de cabecera para que pase el trago lo mejor posible.

Tener un trastorno mental no es más exótico que tener mal la rodilla. Al menos, no a efectos clínicos. Sin embargo, nadie le dirá a un paciente oncológico que lo que tiene que hacer es «intentar alegrarse» o a uno renal que «la diálisis no es para tanto» y que se anime. Lamentablemente, además de tener a un entrenador y a un epidemiólogo, cada español tiene un psicólogo dentro. Así, los tarados de este mundo, entre los que probablemente se incluya su compañero de trabajo, su pareja, su hijo o su madre, se chutan los psicofármacos de tapadillo para, por lo menos, no aguantar estupideces.

Frente al sufrimiento y al abandono de los pacientes y a la frustración de sus médicos, el diputado Romero se ha cubierto de gloria berreando desde su escaño. Si su diarrea verbal hubiese ido contra otro colectivo (enfermos cardiovasculares, por ejemplo), no habría discusión: este miserable tendría que irse del Congreso con cajas destempladas. Para enmendarse, el fulano ha escrito unas disculpas bochornosas en Twitter. «Tengo muchos amigos locos», le ha faltado añadir. «Yo condeno la violencia, pero es que la gente no estará tan deprimida si espera que la salve papá Estado».

«Vete al médico», palabra de botarate. Qué más quisiéramos, hombrecillo patético.

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