THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Edimburgo

«El duque de Edimburgo fue un hombre ambicioso y esta ambición, dos pasos detrás o no, se le dibuja en una boca que en muchas imágenes se convierte en fauces»

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Edimburgo

ANDREW WINNING | Reuters

Aunque poco tengan que ver por estirpe, desde Enrique VIII a los últimos Windsor, el amor ha sido determinante en las vidas de los reyes de Inglaterra. Incluso en la de la llamada reina virgen, la reina Isabel Tudor, que con sus cabellos rojo flameante fue de los brazos del conde de Essex a los del pirata Francis Drake. Lo fue también en la última reina de la casa Hannover, la reina Victoria, que se enamoró obsesivamente de Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha. Ambos disfrutaron del amor-pasión y de libertades sexuales que niegan el término victoriano para hablar de carcundia en cuestión de relaciones de pareja. Su hijo, el futuro y breve rey Eduardo VII fue enamoradizo y mujeriego y su gran pasión, Lily Langtry, era una actriz de teatro experta en amoríos. Los dos Jorges fueron menos eróticos y erotizantes, digamos, pero entre ambos estuvo el rey traidor –después duque esteta–, Eduardo VIII, que perdió la cabeza y no sólo la cabeza por Wallis Simpson, dueña de una sofisticada técnica amatoria, el fang-chung, aprendida, según algunos biógrafos, de visita en los burdeles de Shanghai. Hasta llegar a ella, se dijo, nunca Eduardo VIII había sentido lo que tanto le complació, ni apenas gran cosa, y esto provocó que hasta la corona se le cayera de la testa. A cambio, la divorciada norteamericana lo subió a unos cielos donde no hay corona que valga e importe.

No es necesario haber visto la aclamada The Crown para comprobar que también Isabel II, la gran reina europea del siglo XX y lo que llevamos de XXI, se enamoró perdidamente del que sería su marido, Felipe Mounbatten y Grecia, futuro duque de Edimburgo. Basta ver las fotografías de la princesa Isabel antes y después de su boda, su mirada al contemplarlo y observarlo y comérselo con los ojos, la belleza que aportan en su rostro los deseos satisfechos, los felices días de Malta, junto al mar. El apuesto príncipe griego –‘con el porte de un vikingo’, dijo de él la institutriz de las princesas–, el niño y adolescente de vida abrupta y triste, se metamorfoseó en el cisne de Leda –no sería su única metamorfosis– para pasar a ser también el compañero fiel, el consejero leal y el sostén imbatible de una mujer que no por ser reina dejaría de notar los efectos de un matrimonio de larga –en su caso larguísima– duración.

Su papel en la corona más importante del mundo –resulta imposible no sentirse monárquico ante la liturgia de la casa de Windsor y su función de orgullosa cohesión social– lo llevaría a abandonar la Marina Real en favor de la institución y de la familia, otra institución de la que el duque de Edimburgo se manifestó ortodoxo defensor, cayeran las bombas que cayeran, tanto a su alrededor como en su propio interior. Edimburgo era un soldado de los que nunca abandonan la plaza: ejerció vestido de civil y poniéndose los uniformes que le exigían los rituales de la corona, pero ejerció siempre y siempre tuvo a Mountbatten detrás. Si de civil el duque de Edimburgo fue un hombre muy elegante, de militar se le veía pleno y feliz. Pero fue un padre demasiado rígido y demasiado potente (procedía de otro que fue volandero y los abandonó y de una madre que enloqueció y acabó monja) frente al hijo destinado a reinar e inesperadamente sensible en cosas que el duque consideraba superfluas o inútiles para su destino.

Se ha repetido estos días lo de ‘a dos pasos de la Reina’, siempre detrás y eso es cierto, pero también lo es que el duque de Edimburgo fue un hombre ambicioso y esta ambición, dos pasos detrás o no, se le dibuja en una boca que en muchas imágenes se convierte en fauces. Fue hombre muy ingenioso verbalmente y con un cáustico sentido del humor; sus frases públicas son casi todas de antología y muchas contienen, sí, el desprecio Upper Class ante el mundo. Pero tras pronunciarlas, todos, jóvenes y viejos, de una clase social ú otra, reían a mandíbula batiente a su alrededor y no por compromiso porque eso se nota. De entre todas ellas –habría que publicar un libro con sus rápidas ocurrencias, que también debían ser para él una válvula de descomprensión, todo el día en el escaparate– me quedo con la que dijo cuando intentaron secuestrar a su hija Ana: «De haberlo logrado, la princesa Ana hubiese convertido el cautiverio en un infierno para su secuestrador».

A veces Felipe de Edimburgo recordaba a un personaje de Nancy Mitford, otras alguno de Somerset Maugham e incluso en alguna ocasión a otro surgido de las páginas de Wodehouse, tan british era sin serlo. Llegó a tener un cab como coche para circular de incógnito por Londres y manifestó el deseo de que su féretro lo portara un Defender. Pero a veces lo balcánico surgía del fondo del rostro y esa mandíbula abierta, la carne de la cara toda pliegues y una mirada tremenda, producían la impresión de que el príncipe vikingo no era tal sino de la familia del conde Drácula. En cuanto a sus devaneos también fueron refuerzos para mantenerse leal a la madre de sus hijos y a la Corona. Hizo muy feliz a la Reina durante años y supo después estar a su lado sin dejar de ser él mismo. Los únicos rivales que tuvo fueron los caballos. Y aunque no como a ella, a él también le gustaban. Al menos, montarlos.

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