THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

El resto es silencio

«Mirar hacia otro lado, no incidir ensordecedoramente en los temas de evidentes desacuerdos implícitos, correr tupidos velos, valorar otras cosas que nos unen… ha sido siempre la manera elegante de ejercer una tolerancia real»

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El resto es silencio

Adam Davy | EFE

Me encanta confluir incluso con quien menos puntos de acuerdo tengo. Por ejemplo, los más acérrimos partidarios de la ideología progre, llamada woke, afirman, con una sensibilidad lingüística que les aplaudo, que «Silence is violence». Déjenme celebrar esa sensibilidad, por lo menos, ahora que ha terminado junio y estamos más tranquilos.

Es un tema difícil, como lo es siempre hablar del silencio, esa contradicción en términos. Tendré que hacer precisiones. Para empezar, que la primera violencia no es a la que se refiere ese eslogan tan fino, sino la contraria. No la que ejerce el silencio, sino la que te empuja al silencio. La cultura de la cancelación, con su sistemático silenciamiento de la disidencia, está incurriendo en una inquisición líquida, pero asfixiante. Piensen en el profesor de Biología de un instituto de Madrid suspendido de empleo y sueldo por hablar de los cromosomas XX y XY. O en Francisco J. Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, diputado en Cortes (por Vox, eso sí) y acérrimo defensor (y practicante) del liberalismo, al que acaban de expulsar de Twitter sin contemplaciones. Esta violencia silenciadora se comenta sola.

Más interés teórico tiene el eslogan woke propiamente dicho. Defiende que el silencio es profundamente significativo. Es eso en lo que estoy tan de acuerdo. Para un escritor, el silencio hace el papel que el vacío para un escultor, que el lienzo en blanco para un pintor o que la pausa en el canto gregoriano. Aquello que no expresamos resalta lo que sí y, por debajo, sostiene todo el espacio desde el que hablamos.

Los woke y yo, tan dormido, estamos, pues, conformes en que callarse puede resultar bien expresivo. Sin embargo, quiero sostener a media voz o más bajo aún, en un susurro, que esa violencia tácita del silencio es mejor conllevarla. Quienes tantas veces han dicho que nadie tiene que meterse en la alcoba de nadie o en la cama, precisando más, entenderán ahora que yo tampoco me meta para aplaudir. No meterse es no meterse y «pscht» es «pscht».

Porque el silencio puede ser violencia, sí, pero menor, cuando se sopesan sus alternativas. Si para evitar la violencia que implica el silencio, imponemos que la gente tenga que afirmar algo que no piensa o ponerse un logo reivindicativo-normativo o arrodillarse en un campo de fútbol, ejercemos una violencia mucho más estridente. Encima, si la sumamos a la primera violencia, a la de la cancelación, estamos ante una celada. Entre el muro y el foso: si hablas en contra, te cancelo; si callas, te denuncio.

¿Y si hablas a favor? Te precipito a un círculo vicioso. ¿Lo dices de verdad, plenamente convencido, seguro? ¿O disimulas para quedar bien? Una mentira hipócrita, ¿no resultaría mucho más ofensiva que un silencio? ¿Habría que denunciar las tibiezas internas? ¿Hasta dónde nos llevaría eso? ¿Crear una policía del pensamiento? ¿Tendríamos que forzar la educación de los niños (de los hijos de otros) para que no pensasen lo que sus padres se callan o incluso lo que sus padres dicen con la boca chica?

Ante ese panorama, ¿no es preferible la violencia mínima del silencio? Fue lo que intentó Tomás Moro (ese mártir que se me viene a la cabeza cada vez con más frecuencia) frente a Enrique VIII. El rey, sin embargo, consideró su silencio como una violencia que incurría de lleno en la traición, nada menos, y perdió la cabeza (el rey metafóricamente). La película sobre Moro, Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966), analiza muy detalladamente el silencio y sus límites. Está adquiriendo una inesperada actualidad.

Mirar hacia otro lado, no incidir ensordecedoramente en los temas de evidentes desacuerdos implícitos, correr tupidos velos, valorar otras cosas que nos unen… ha sido siempre la manera elegante de ejercer una tolerancia real, respetuosa con ambos lados. ¿Acaso yo pido a nadie que exprese su aprobación sobre mi manera de pensar y de vivir, que quiere no diferir en lo sustancial de la de un hombre del siglo XIII? En absoluto. Sé que el silencio de muchos saludados, conocidos y amigos íntimos implica una desaprobación de fondo, pero no me lo tomo a mal, porque su libertad me importa tanto como la mía y viceversa. Sería mucho más violento exigirles, primero, un pronunciamiento; después, una aprobación; y, finalmente, que esa aprobación fuese pública y, además, sincera y, todavía más, entusiasta.

Apreciar estos silencios cargados de sentido, a la vez, delicados y firmes, nos debe ayudar a valorar a quienes exponen de viva voz sus reticencias y desacuerdos. Son un bien común. Si no existiera una libertad de expresión para todos, también perderíamos la belleza —tan necesaria para las artes como para la vida social— de un silencio voluntario y respetuoso con la propia conciencia y con la de los demás.

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