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Julia Escobar

Reinaldo Arenas: la Cuba que no cesa

«A la hora de elegir donde vivir, esos honrados intelectuales de izquierdas lo tienen claro: los cubanos en Cuba, pero nosotros, mejor nos quedamos donde estamos»

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Reinaldo Arenas: la Cuba que no cesa

Reinaldo Arenas. | RRSS

El otro día leí que un tuitero se indignaba mucho porque alguien (no recuerdo ahora ni quién ni dónde) había comparado el rechazo mayoritario del mundo occidental a los cubanos anticastristas con el rechazo a los judíos en la época nazi. Esta analogía tal vez no resultaría tan chocante, e incluso escandalosa, si en vez de comparar el rechazo a los cubanos con la persecución y el exterminio sistematizado de los nazis a los judíos, (conocido como «Holocausto»), lo hubiera comparado con el antisemitismo puro y duro que existía secularmente ―y lamentablemente todavía existe― en el mundo entero.

Lo digo porque, mutatis mutandis, ambos se caracterizan por un rechazo universal, irracional y contagioso y apela a descalificaciones animalistas degradantes tipo gusanos, gusanera como, desgraciadamente, hemos conocido en España durante mucho tiempo. Pienso en cuánto tuvo que escucharlo el grandísimo poeta cubano Gastón Baquero y tantos más… Los ejemplos de dicho rechazo no faltan; nunca olvidaré la infame reseña de Diego Galán al documental de Néstor Almendros, «Conducta impropia», film en donde se narraba la espantosa persecución y castigo del castrismo a la homosexualidad, y donde aparecía Reinaldo Arenas como una de las víctimas. Para no mencionar la cobarde política de connivencia con esa isla prisión por parte de los intelectuales de izquierda que en el mundo han sido, con escasísimas excepciones, o la degradante postura a favor de Castro de una gran mayoría de políticos de izquierdas o de derechas.

Esto no terminó con la muerte del tirano, como se ha podido comprobar a raíz de la reciente represión a la oposición en la isla presidio, y en el incidente con ese grupo de cubanos a quienes prohibieron exhibir sus banderas en el Vaticano recientemente. Ha costado mucho trabajo, y sigue costándolo, explicar a la «buena gente de izquierdas» (la mala ya lo sabe y les parece bien), que como dijo Jacobo Machover en su libro La dinastía Castro: «No hubo romanticismo en la revolución cubana, no hubo momentos de ilusión, no hubo más que abusos y dominio. Ninguna realidad política se parece más a la fábula de Orwell, Rebelión en la Granja, que esta pesadilla caribeña. Orwell pensaba en Stalin, pero anticipó a Castro».

En 1974 conocí en Ginebra a una familia chilena exiliada que echaba pestes de Suiza, cuyo sistema les parecía una amenaza a su integridad revolucionaria y su clima, abominable. Su mayor anhelo era marcharse a Cuba, a echar una mano. Dos meses tardaron en demostrar sus buenas intenciones y conseguir el ansiado destino. Cuando al año siguiente volví a Ginebra los encontré de nuevo, sólidamente asentados en el cantón odiado. Les pregunté si se había producido en el paraíso algún contratiempo no deseado. No entraron en detalles, pero algo explicaron sobre la mala influencia de la humedad en la salud del niño. Total, habían vuelto por prescripción facultativa, no por temor a los grandes sacrificios de la revolución en marcha. Al año, consiguieron la nacionalidad suiza por tener uno de los cónyuges un abuelo suizo alemán. Qué desgracia.

Yo había olvidado esta anécdota hasta que el pasado día 7, fecha en que se cumplían treinta y un años del suicidio de Reinaldo Arenas en Nueva York, alguien reprodujo para la ocasión un video en que hablaba precisamente de esa infame connivencia con el castrismo. En él, Reinaldo se preguntaba por qué no se marchaban a Cuba quienes así opinaban, y reflexionaba, como lo corrobora la historia que acabo de referir, que a la hora de elegir donde vivir, esos honrados intelectuales de izquierdas lo tienen claro: los cubanos en Cuba, pero nosotros («inmersos en la clase media y en un momento reaccionario de la historia, después de que la Unión Soviética perdiera la guerra fría», como declaró Belén Gopegui en su día), mejor nos quedamos donde estamos. Maldito clima.

Conviene recordar que Reinaldo Arenas perteneció a esa generación de cubanos que, como él mismo afirmó, vivió «el envilecimiento de la miseria durante la tiranía de Batista, el del poder bajo el castrismo y el del dólar en el capitalismo». Era, por tanto, una persona incómoda para el régimen cubano y para las conciencias satisfechas de sus cómplices internacionales. Cuando salió de Cuba en 1980, en el Mariel, y tras su paso por Miami, dictaminó que si Cuba era el Infierno, aquello era el Purgatorio. No fue un buen comienzo para sostener un nombre con una obra todavía en ciernes.

Se refugió, pues, en el anonimato poblado de Nueva York, donde se quitó la vida a los 47 años, en fase terminal del SIDA. Pasó por este mundo como un huracán, enfermo, exiliado, perseguido, vejado y ninguneado, no sólo por los cubanos castristas sino por muchos compañeros de exilio, no siempre apreciado, pero siempre deslumbrante. Poseedor de una increíble capacidad narrativa, de un entusiasmo desusado y de una vitalidad rayana en la temeridad, Reinaldo fue el enfant terrible del anticastrismo. Su fama póstuma se debió a que uno de los más insignes representantes de los actores de la «zeja» le «honró» con su interpretación en la película que se hizo sobre su autobiografía, Antes que anochezca. Sé que no hace falta, pero diré su nombre: Javier Bardem. De pronto, en el imaginario global, en su mayoría procastrista, lo más importante de la vida de Reinaldo ―uno de los más mordaces opositores a Castro― era que un procastrista le hubiera encarnado en el celuloide; de pronto, lo más importante de Reinaldo era su homosexualidad, que ya no es considerada una conducta tan impropia y, en menor medida, por supuesto, sus «cualidades literarias», por lo que le quisieron rescatar, de aquella manera, hasta en Cuba, porque para ellos Arenas  sería lo que fuere, un «escritor maldito» o un «maldito escritor», pero era cubano y había que recuperarlo.  

La lectura de Antes que amanezca no es cómoda. Para quienes no hayan leído otra cosa de su autor puede resultar reiterativa, incluso pueril, por la obsesividad de ciertos temas, pero para quienes ya conozcan su obra, resultará indispensable para comprender que esa delirante vitalidad respondía en realidad a una actitud autodestructiva con la que fue consecuente cuando, enfermo de SIDA, puso fin a su vida el 7 de diciembre de 1990. Veinte años antes terminaba así un poema:

«A veces pienso si este cantar de muerte/me salva para siempre de la muerte/o me condena, sin morir, a muerte».

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