THE OBJECTIVE
José María Albert de Paco

La Habana de dos infantes: una crónica cubana

«Para el cubano medio, la naturaleza binaria del recetario no se expresa en forma de gallinas o chanchos, sino de comer o no comer»

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La Habana de dos infantes: una crónica cubana

Fidel Castro. | Zuma Press

Salimos de la casa turística donde nos alojamos, en Línea con F, en el Vedado, y echamos a andar por Línea en dirección a Miramar. Llevamos tres días en La Habana y a base de callejear empezamos a orientarnos por nuestra cuenta. No es que tenga mucho mérito: tanto el Vedado como Miramar forman una suerte de retícula, lo que los asemeja a cualquier ensanche del orbe. En el Vedado, además, se alza, a modo de atalaya indicativa, el mítico Focsa, de Martín Domínguez, un rascacielos de hormigón con planta en Y inspirado en las microciudades de Le Corbusier. Por lo demás, no hay rampa que no rompa, viva Cabrera Infante, en el Malecón, muro y confín.

Unos metros más allá de la avenida Paseo (así llamada), el paladar Panteón remeda un vestigio grecolatino, esa querencia por el viejo mundo de todas las Américas del nuevo.

María Espada (19 años), mi acompañante en este viaje, se debate entre el hambre y el cansancio, un litigio que suele zanjar con un par de cervezas. La mesera nos canta un menú que, a medida que transcurra nuestra estancia en Cuba, se nos hará tediosamente familiar: pollo o cerdo. De aperitivo, rositas (palomitas de maíz). Mientras que las cocinas peruana, mexicana, argentina o brasileña se han desparramado por el mundo, Cuba ha asistido a una regresión por la que su antigua exuberancia, de la que ya sólo sabemos por las novelas, ha quedado reducida a un magro dilema. 

Tampoco hay bistecs: la producción de leche tiene absoluta prioridad frente al consumo de carne, al punto que el sacrificio de cabezas de ganado sin la autorización del organismo competente, el Centro de Control Pecuario, se considera un sabotaje al Estado, uno de los delitos más perseguidos en Cuba, con penas que oscilan entre los 4 y los 10 años de cárcel. De hecho, cuando el Papa Francisco visitó Cuba en 2015 y recibieron el indulto más de 3.500 presos, quedaron excluidos de la gracia los encarcelados por matavacas junto con los asesinos, violadores y pederestas. El oro rojo, como Fidel llamó a la carne de vacuno durante el delirio expansivo de los albores de su dictadura, es hoy una realidad, más no por su abundancia sino por su escasez. Las únicas muertes bovinas que no están castigadas son las accidentales, lo que ha instaurado una picaresca por la que Cuba es el país donde mueren más reses electrocutadas o despeñadas. La restricción gubernamental tiene un insólito corolario: el plato nacional, la ropa vieja, preparación a base de ternera desmechada, es casi inasequible. (Hay un cuento de Virgilio Piñeira, La carne, que habla de una ciudad cuyos lugareños, por razones ignotas, carecen de eso mismo, de carne, lo que les lleva a devorarse a sí mismos: ora una nalga, ora un seno… A esta parábola sobre la autodestrucción se parece la Cuba de hoy en día. La gastronomía cubana, si la hay, pertenece a ese pasado que la Revolución convirtió en remoto de un plumazo. O pervive en Miami, lo que bien mirado no deja de ser un desparrame.)

Mi punto de vista, no obstante, es el del turista accidental. Para el cubano de a pie, la naturaleza binaria del recetario no se expresa en forma de gallinas o chanchos, sino de comer o no comer, that is. O, como me dijo un arquitecto metido a taxista: «Acá se come, sí, pero no con apetito, sino con hambre». La escasez y abulia generales tienen un reflejo en los quioscos de fast-food que han proliferado en La Habana desde que el Gobierno flexibilizara en 2011 las condiciones para trabajar por cuenta propia. Al cabo, cuando lo que importa es inyectarse calorías a precios de derribo, la carne picada de incierta procedencia no tiene rival. De esa grasilla se nutre hoy el Hombre Nuevo. Mientras esperamos mi muslo de pollo, entablamos conversación con los comensales de la mesa contigua, dos amigas de veintipocos y el padre de una de ellas.

Una ronda de Cristal después, sabemos que Laura, su papá Leandro e Ingrid pertenecen a ese raro estrato de la población local que lleva un nivel de vida desahogado. Sobre todo Ingrid, de 21 años, casada desde hace dos con un ingeniero español y residente en una mansión de Miramar, el barrio de los prebostes del régimen, el personal diplomático y algún que otro extranjero adinerado. Leandro, al que ya empieza a patinarle la lengua, ensalza los lazos fraternales entre España y Cuba y se lanza a recitar a Machado, Serrat mediante. Laura pide prestado al camarero el equipo de música y, a través del bluetooth, va pinchando al Sabina de las 500 noches, aunque más que a Sabina la oiremos a ella. A la media hora, es oficial: estamos de farra. Y como quiera que la farra llama a la farra, empiezan a aparecer amigos de nuestros anfitriones. Ingrid, cada vez más locuaz, sigue ufanándose de su estatus con risueña fanfarronería; Laura, que lleva la pierna izquierda vendada por un esguince (acabará confesando que se lo hizo de borrachera en el Malecón) carece de toda noción del dolor: si hace media hora, acomodar la pierna en la silla le suponía un quebranto, ahora va y viene del lavabo sin que se le adivine la cojera. 

Tanto ellas como Leandro beben como esponjas, y sólo Laura parece interesada en lo que pueda contarle María, porque Ingrid apenas me ha permitido presentarme. En una de sus idas al lavabo, entablo conversación con uno de los recién llegados, que estuvo hace poco en Madrid, como acreditan las fotos del móvil.

-Mira ésta, qué ves.

(Su nombre, Migue -sin ‘l’-, pintarrajeado en blanco sobre un soporte que no acierto a identificar.)

-Tu nombre, ¿no?

-Coño, gallego, fíjate bien.

Entonces pellizco la imagen y lo veo. No es pintura sino cocaína, rayas de farla dispuestas sobre la funda de un CD de Metallica. Y comprendo, de paso, la incontinencia de Ingrid, la analgesia de Laura. Ni siquiera pondría la mano en el fuego por el padre, que como mínimo debe de saber de dónde sale todo ese entusiasmo.

Un trauma nacional

La cocaína es un tema tabú en la isla. El día 13 de julio de 1989, el general Arnaldo Ochoa, de 59 años, militar multicondecorado, jefe de las tropas cubanas en Angola, moría fusilado en un potrero aledaño a la base aérea de Baracoa, al este de La Habana, poco antes de las dos de la madrugada. Un tribunal especial lo había considerado culpable de narcotráfico; concretamente, de haber transportado a Estados Unidos 6 toneladas de cocaína del cártel de Medellín, operación por la que habría recibido 3,4 millones de dólares. El juicio, retransmitido por televisión durante un mes, podía haber pasado por un psicodrama dirigido por Boadella; al igual que en La Torna, la obra liminar del dramaturgo catalán sobre los últimos días de Heinz Chez, lo que allí se representaba era una farsa. En el centro de la escena, Ochoa, un veterano de Sierra Maestra respetado en los cuarteles y apreciado en las calles, y del que se decía que había abrazado la causa de la perestroika. Enfrente, el Estado erigido en Pantocrátor.

Del carácter moralizante del proceso dio prolija cuenta el diario Granma. Valga este párrafo, citado en uno de los artículos más iluminadores que se han publicado sobre el caso, del mexicano Gonzalo Celorio («Abogado del diablo: el juicio al general Arnaldo Ochoa», en Letras Libres): «Paso a paso, desoyendo todas las críticas, advertencias y exhortaciones, Ochoa emprendió un camino sin regreso que lo condujo a ultrajar el honor revolucionario de un militar en nuestro Estado Socialista. De tal manera se ha traicionado, ante todo, a sí mismo». De justificar que el Gobierno no se hubiera enterado de la trama de Ochoa se ocupó el hoy presidente Raúl Castro: «Teníamos indicios, aunque no pruebas todavía, de graves faltas morales en su conducta personal, que podían ser expresión de una degradación ética tal, que de ser ciertas suscitaban el temor a una posible deserción […] cuando fuimos conociendo de estos hechos, sobre todo después del arresto de Ochoa, hemos pasado de la perplejidad, e incluso la incredibilidad, hasta la consternación».

El reo, que había pactado con el régimen la inmunidad de su familia, se autoinculpó de todos y cada uno de los delitos que se le imputaron y negó que el Comandante o el Gobierno tuvieran algo que ver en su imperdonable extravío. El castrismo lo acusaba de ser el diablo y él amplió los cargos: «No albergo en absoluto ningún reproche por lo que aquí se ha dicho, pues yo comparto la opinión de todos en lo que se ha dicho hasta este momento, que creo que se ha hecho una valoración justa y meridiana de la realidad […] Yo creo firmemente, conscientemente en mi culpabilidad y si aún puedo servir aunque sea de mal ejemplo, la Revolución me tiene a su servicio, y si la condena, que puede ser por supuesto el fusilamiento, llegara, en ese momento sí les prometo a todos que mi último pensamiento será para Fidel, por la gran Revolución que le ha dado a este pueblo. Gracias». 

La exculpación de Castro, rancho aparte, era comprensible. Otro de los fusilados aquel 13 de julio fue el coronel Tony de la Guardia, al frente desde 1982 del Departamento Especial MC (Moneda Convertible), encargado de tareas clandestinas para contrarrestar los efectos del embargo, lo que incluía contrabando de divisas y tráfico de diamantes y, al decir del Gobierno estadounidense, cocaína. El propio Granma (excusatio non) acotó por aquellas fechas la labor del MC: «Una tarea relacionada con la lucha del país contra el bloqueo económico de Estados Unidos: adquisición y transporte a Cuba de productos como equipos médicos y de laboratorios, medicamentos, material sanitario, medios de computación y otros equipos, piezas, componentes y accesorios de equipos de procedencia norteamericana, cualquier cosa que pudiera ser útil a nuestro país, actividades absolutamente justas y morales frente al criminal bloqueo de Estados Unidos. Para realizar estas misiones, el Departamento MC tenía conexiones con ciudadanos norteamericanos o residentes en ese país que disponían de medios navales o aéreos para transportar los productos a Cuba. El Departamento MC estaba autorizado a realizar operaciones comerciales con ellos. No pocas necesidades pudieron ser resueltas por esta vía. Pero estaban obligados a trabajar bajo estrictas normas que prohibían rigurosamente cualquier nexo con elementos de un modo u otro relacionados con la droga». 

El veredicto oficioso, el que abrocha la causa 1/1989 para el cubano medio a modo de subtexto, es que tanto Ochoa como De la Guardia traficaron con coca, sí, llevaban años haciéndolo para financiar al régimen, pero Castro no toleró que Ochoa se enriqueciera con ello, ni que empezara a ser visto como un líder aperturista. Los cuerpos fueron enterrados en una tumba anónima del cementerio de Colón para así evitar que los simpatizantes de Ochoa, que eran legión, acudieran a honrarlo. Los fusilamientos del 13 de julio (junto a Ochoa y De la Guardia, fueron ajusticiados otros tres militares) conmocionaron a buena parte de la ciudadanía, incapaz de digerir el trágala orwelliano por el que Ochoa, que incluso había recibido el título de ‘Héroe de la Revolución’, pasaba a ser, de la noche a la mañana, un desecho social. 

Laura, ya sin muleta, se ha arrancado por Pablo Milanés. «Pablo es mejor, mucho mejor que Silvio», nos dice. Migue no deja de recibir llamadas al móvil, e Ingrid hace ya media hora que gesticula negativas a dos muchachos junto a la verja del restaurante. «Ya no, ya no»… Papá Leandro no ceja en su maltrato del repertorio de Serrat. Laura, a voz en cuello, recuerda a Ingrid que les aguarda una cena, la mandíbula a punto de desencajársele. Alguien (imposible, a estas alturas, descifrar de quién se trata) lleva guisando un cocido desde las siete de la tarde en la casa de Miramar, y los invitados (¿los invitados?) están al llegar. Además, en el paladar ya no queda cerveza fría y el dueño nos acaba de suplicar por enésima vez, y ésta parece que va en serio, que dejemos de joder.

Antes de despedirnos, una leve sospecha me lleva a preguntarle a Ingrid por las inminentes presidenciales estadounidenses.

-Ojalá gane Trump, mi amol, ojalá que gane y ponga freno a toda esa chusma que invade el país. […] Sí, ya sé que son latinos, pero antes que latinos son chusma. Acá sabemos mucho de eso.

Salimos a Línea algo aturdidos: ese vocerío que no requería contrapunto. A María le parece sorprendente, por acrónico, que a 22 de noviembre haya árboles de Navidad o sucedáneos al uso en gran parte de los ventanales.

Dos días antes habíamos conocido el reverso menesteroso de tan selecto clan. Acabábamos de llegar a la ciudad y, tras dejar el equipaje en el piso donde nos alojábamos, dimos un paseo por las inmediaciones del hotel Habana Libre. A 200 metros, en la barra de un puesto callejero, se nos acercó un muchacho de no más de 20 años y se fue entremetiendo en la conversación con la untuosidad de los borrachos que aún se creen serenos, y antes de que nos diéramos cuenta ya había sugerido a María que cambiara la cerveza por el planchao, que es lo que siempre tomaba él cuando libraba en el hospital (“donde trabajo ¿saben? de camillero”). Un planchao es un minibrik de ron blanco de pésima calidad (su precio oscila en torno a 1 cuc) fácilmente camuflable en la cintura del pantalón, donde se lleva estrujado, de ahí su nombre. Se tiene por una bebida para jóvenes, para alcohólicos y, muy especialmente, para jóvenes alcohólicos. Entre los desperdicios que cada mañana alfombran el Malecón, la antigua supremacía de los condones ha pasado a mejor vida en favor del planchaíto. En un país donde nada escapa al control del Estado, la asequibilidad de lo que a todas luces es una suerte de dormidera social, de crack aguardentoso al servicio del escapismo, basta para relativizar cualquier consideración respecto a las bondades de la sanidad. Durante el Período Especial faltaron la gasolina, el pollo, el jabón, el papel higiénico, las medicinas. Lo que nunca faltó fue el ronsito.

La puntilla

Al día siguiente de nuestro encuentro con la nueva hidalguía cubana nos adentramos en su hábitat. Miramar, al oeste de La Habana, fue en los años cincuenta el reparto de la clase adinerada. Con el triunfo de la Revolución, la mayoría de las familias residentes huyeron (¿se exiliaron? ¿Tienen derecho los ricos a tamaña dignidad?) a la Florida, y sus mansiones pasaron a manos del Estado. Desde entonces, en ellas reside la crema del régimen, por lo que Miramar sigue siendo el reparto de la clase adinerada. La escasa densidad de la trama urbana, formada por manzanas de 100 por 200 metros, y la notable presencia de patrullas policiales, sobre todo en el perímetro de los organismos oficiales y embajadas, confieren al paisaje un aire fantasmal, como de ciudad zombi. De camino al frente marítimo, pasamos junto al teatro Karl Marx, recinto habitual de los recitales de Silvio Rodríguez y los congresos del PCC, y en cuya fachada luce en letras gigantes manuscritas el nombre del autor de El capital, llamativa concesión al desenfado que apenas matiza su aspecto de búnker. En la misma avenida, a unos 500 metros, se alza el Centro Comercial La Puntilla, templo frecuentado por funcionarios que recrea la ficción de un consumismo exento de depravación. El socialismo soñó con el helado caliente mucho antes que Ferran Adriá. 

Obviamente, en ninguna de las tiendas de La Puntilla hay el menor rastro de decadentismo burgués. Lo más pecaminoso es una boutique “made in Italy” en cuyo escaparate conviven el más tosco vestuario laboral con vestidos verbeneros. En el bar que domina el vestíbulo de la planta baja, dos camareros conversan con desgana, indiferentes a las 30 y tantas personas que esperan turno con paciencia revolucionaria. A las puertas del aseo de mujeres, la presencia de una anciana que exige propina (a los cubanos, 50 centavos; a los turistas, 1 cuc) hace concebir la esperanza de una cierta limpieza, papel higiénico quizá. Pero no. Lo único que hay a tal efecto son unos cuantos ejemplares del Granma. El aseo de hombres es un lecho impracticable de mierda y orines: ni funcionan las cisternas ni funcionan los grifos, pero la cigarrera, imperturbable, exige su cuc. En el supermercado hay agua, cerveza, cola, limonada, ron, concentrado de caldo de pollo, cereales, chícharos en conserva, arroz, frijoles, cuñas de queso, salsa de tomate, jabón de manos, detergente y papel higiénico. Ya en el exterior, con el sol de noviembre abrasando el pedregal, un nativo de porte dichoso nos grita ‘¡España! ¡Moreneta! ¡Barça!’, y María y yo pasamos de largo, inmunes al sortilegio, vacunados como estábamos de vivales tras nuestro encuentro, a las pocas horas de llegar a Cuba, con el Negro Dayán.

El Negro Dayán

Nos había echado el guante, fingiendo que paseaba por el Malecón, a la salida del Hotel Nacional. En cuanto hubimos andado un trecho le pregunté si sabía de algún sitio donde comprar tarjetas de conexión wifi, y el Negro Dayán, que lucía una elástica del Bayern de Múnich, empezó a guiarnos con el ímpetu de un general victorioso, macerándonos entre bromas y veras para ver de levantarnos algún dinero. El timo habanero por excelencia consiste en vender al turista un hatillo de puros selectos («de los que se fuma Fidel») envuelto en papel de diario (Qué gran cerdo, el Granma). El vendedor, apelando a la excepcionalidad de la mercancía y al hecho de que se trata de una operación semiclandestina, que debe efectuarse a toda prisa, endosa al incauto un manojo de periódicos y se escabulle, no sin advertirle de que no desenvuelva los puros hasta que llegue al hotel, pues de verlo la policía podría dormir en el calabozo. El tiempo ha ido refinando la técnica, o, por ser más preciso, la ha ido barroquizando. 

Invitamos al Negro Dayán, nuestro gánster wanabee de Centro Habana, a un par de mojitos, pero la venta de puros, que debía cerrarse en un piso franco gobernado por una vieja luciferina en la que no costaba adivinar a la dueña del cotarro, defraudó sus expectativas y ambos, la vieja y el Negro Dayán, nos maldijeron. Minutos antes de adentrarnos en aquel semisótano, el Negro Dayán nos había abierto las puertas de su casa, una covacha imposible a pie de acera, diríase que ampliada por derecho de conquista, a mitad de camino entre Escher y el patio de San Onofre. Quería que viéramos su gigantesca televisión con parabólica, desde donde seguía los partidos del Madrid, y su prodigiosa colección de camisetas de clubs. El fútbol ha arraigado en Cuba, país de tradición beisbolera, hasta un punto inimaginable a principios de los noventa, y durante el viaje veríamos a no pocos dayanes luciendo sudaderas, tanto falsas como auténticas, anuncios en hoteles de retransmisiones de Champions, críos jugando en plazas y aceras hasta altas horas (siendo este, el sometimiento de la calle, el más relevante escalón evolutivo) y noticias en televisión de los resultados de ese mismo día. 

De La Habana partimos en autobús hacia Varadero, donde estuvimos tan sólo unas horas, lo justo para darnos un baño de postal y gozar de la preceptiva tormenta vespertina. De allí a Cienfuegos, donde nos esperaba C. No la conocíamos. Le llevábamos libros por encargo de Ernesto Hernández Busto y la entrega se alargó. A las siete AM del día siguiente, cuando hacía tan sólo unos minutos que había dejado de ser ayer, a María le sobresaltó ver en el móvil una llamada de su padre, Arcadi. El mío estaba desconectado. “Que dice que Fidel se ha muerto”. (Y mientras iba hacia el baño, gruñendo: “Joder, pensaba que había pasado algo”.)

– Dígame.

– ¿No se había enterado?

– No, no.

– De su entrada en la Wikipedia, José María, colgara esta frase: “Periodista, estando en Cuba no se enteró de la muerte de Fidel”. Póngase a escribir, ya he dicho en El Mundo que nos enviará una pieza en un rato.

Me apañé con un paseo por los alrededores, aquel estupor opresivo, el mar en calma. 

Murió Fidel 

Murió el Comandante y mandó a parar. Los nueve días de duelo decretados por el Gobierno tras el fallecimiento de Fidel Castro se han traducido, por lo pronto, en el cese del reguetón. En Cienfuegos, los rigores del luto se verán recrudecidos por la prohibición de la venta y el consumo de alcohol. El único atisbo de insurgencia contra la Revolución se dio en esta provincia, de ahí que el régimen la bendijera con un notable abaratamiento del ron. El suficiente para que el índice de casos de alcoholismo y violencia doméstica superen, aún hoy, la media nacional. C. nos habla de ello mientras tomamos una cerveza en el quiosco El Rápido. Psicóloga de formación, dejó de ejercer ante el aluvión de casos que debía tratar al día (unos 20) a cuál más devastador. «Obviamente, se trataba de brindar un trato especial a la desafección al socialismo». Son las 11 de la noche y Fidel Castro lleva una hora muerto, pero la noticia aún no ha llegado al barecito.

En la casa turística donde nos alojamos, y por increíble que parezca, la vida no se ha detenido. Sigue sin haber wifi y en el aire flota un raro aroma a guayaba. Esperanza, la dueña del negocio, intenta tranquilizar en perfectísimo español a cuatro alemanes que parecen dudar entre congratularse o conmoverse. «Fidel ha muerto pero ustedes no se preocupen por nada. Por nada. No va a suceder nada. Además, el presidente era ya Raúl y lo seguirá siendo». No se atreve a decir «por muchos años». Con María y conmigo se da al menudeo: «Para nosotros, los mayores, la muerte de Fidel es una sacudida. Para los jóvenes ya es otra cosa». Se le humedecen los ojos. Como a tantísimos españoles, me digo, con la muerte de Franco.

En el salón, la familia de Esperanza se arracima en torno a la tele. Un anciano del Grupo Moncada improvisa una hagiografía emocionada del Comandante. La profunda sabiduría que crepitaba en lo que dijo y lo que no dijo, en lo que hizo y lo que no hizo. Pregunto a una de las hijas si por Grupo Moncada se refieren al grupo que asaltó el cuartel del mismo nombre. «Ni lo sé ni me importa; yo quería ver Aquí no hay quien viva y me tengo que tragar este mojón». Cuba es un país de metáforas rebosantes de literalidad. Un quiosco llamado El Rápido donde las camareras se mueven con parsimonia de koala, o el centro comercial La Puntilla, en La Habana, donde María descubrió el comunismo y yo mi umbral de tolerancia al surrealismo.

El auto que nos ha de llevar a Trinidad está a punto de partir. Antes de dejar la casa, el locutor reclama «mucha atención» de los televidentes. «Hagan llegar a esta dirección de correo ([email protected]) sus evocaciones del Comandante, lo que él supuso para ustedes. No tienen por qué ser vivencias estrictamente físicas ni carnales; puede ser un elogio, un recuerdo que honre su figura o una expresión de dolor». Eso puede ser.

Le ofrecí a mi editora en El Mundo una crónica diaria sobre el terreno, pero no recibí respuesta. Las siguientes que escribí se publicaron en Libertad Digital.

Así están las cosas: Fidel ha muerto y en Cuba regirá la ley seca hasta el 4 de diciembre. María y yo vemos la tele en el salón de la casa de Cienfuegos donde nos alojamos. El locutor anima a la población a enviar correos laudatorios del Gran Timonel. Fuera, el chófer que nos ha de llevar a Trinidad nos apremia.

Compartimos el viaje con una pareja de franceses que, no sin delicadeza, le sacarán los colores a mi inglés. «Living History», le digo a Jean, a propósito del Óbito, y me quedo dudando sobre si ese History va con artículo o sin artículo. María saca el iPhone por la ventanilla y, con su flamante objetivo de ojo de pez, graba el paisaje ondulando temerariamente el brazo, como en el anuncio de te gusta conducir.

Yasmín, la matrona de nuestra casa en Trinidad, nos conduce a la vivienda desde el parque del wifi, donde nos ha ofrecido sus servicios con afabilidad de testigo de Jehová. De camino, tras 10 minutos de charla, nos recuerda que ha muerto Fidel. María y yo nos percatamos de que en el instante en que ha dicho Fidel ha bajado el tono. Y María le pregunta abiertamente por ello. «Verán, en Cuba hay algún problemilla con la libertad de expresión. No es que no se pueda hablar, claro; es que hay asuntos en los que es mejor no meterse». Por eso Yasmín no se llama Yasmín.

La prohibisión no ha alcanzado a las casas turísticas ni al ámbito privado. María se abre una cerveza y sale al fresco. En el balcón de enfrente hay dos niñas a las que dar carrete, y nada más oportuno, para empezar, que elogiar sus meneítos. La negrita Valia (13 años) es nieta e hija de bailadoras y está decidida a seguir la tradición; la trigueña Elisabeth quiere ser médico, esto es, llegar un peldaño más allá que su mamá, de profesión enfermera. En apenas unos minutos, sabremos por Valia y Eli que en España (en el resto del mundo, en verdad), cuando alguien enferma de corazón y no tiene dinero, no recibe atención médica, y que parir también cuesta dinero. Y que Fidel hizo mucho por los niños y por los pobres. Y que Cuba, desde el avión, se ve pequeñita pero luego se da uno cuenta de que es gigante. Al anochecer, de nuevo ante el televisor, lo último que veremos antes de acostarnos es al niño Elián. La criatura engendrada por el régimen, veintitantos ya, glosa a Fidel entre sollozos. «Vive en Cárdenas, en la provincia de Matanzas», nos dice Yasmín, «y allá donde va, lo hace siempre con escoltas».

El libro de condolencias

La pareja de vascos con los que compartimos el colectivo a la playa de Trinidad, a 8 kilómetros del centro, opina lo mismo que Valia y Eli. A ella le ha dolido la muerte de Fidel «por lo que Fidel representa», pero considera una desproporción que no se pueda beber cerveza. Me pregunta si es nuestra primera vez en Cuba y le cuento que estuve en La Habana en 1994, cuando la rotura de la cristalera del Deauville y el estallido de la crisis de los balseros, en pleno Período Especial. «La situación sigue siendo penosa», le digo, «pero entonces era casi apocalíptica». «Sí, pero aquí nadie pasa hambre y todo el mundo tiene un piso; no como en España, donde la gente se muere de hambre y hay miles de desahucios al día». 

El Período Especial. Cuba no sólo es pródiga en metáforas sino también en eufemismos. Lo que en cualquier otro país se llama crisis o colapso, aquí se llamó Período Especial. «En realidad», nos dijo un taxista habanero al poco de aterrizar en la ciudad, «nuestro Período Especial empezó en 1959».

En la playa de Trinidad, ordeno al mozo dos mojitos y frente a la mar más hermosa del mundo me vienen a la cabeza los versos de Silvio Rodríguez:

Soy feliz, soy un hombre feliz

y ruego que me perdonen

los muertos en este día por mi felicidad.

El tribunal académico que tenía que calificar la tesis de graduación de Mariela, la novia de un primo de Yasmín, no le permitió abrir la boca. «La universidad es para revolucionarios y usted no lo es». Tras cuatro años de estudios, ése fue el precio que pagó Mariela por pertenecer a una familia de la corriente opositora Proyecto Varela. A Yasmín no le extrañó la represalia: «¡El Proyecto Varela! Ya son ganas de buscarse problemas».

Yasmín prefiere estar en paz con la Revolución. No hace ni diez minutos, una anciana mulata de pelo estropajoso ha llamado a su puerta y le ha susurrado algo. Era la delegada del CDR de su cuadra, que le informaba acerca de la posibilidad de firmar en el libro de condolencias por la muerte de Fidel, habilitado al efecto en un colegio de Trinidad. Yasmín firmará, claro: no hacerlo es buscarse problemas. ¡El ámbito privado!

Y el cielo se cerró y cayó un aguacero

Son las 8 de la mañana del lunes 28 de noviembre, primer día de escuela tras el óbito. Los escolares cubanos, a diferencia de los españoles a la muerte de Franco, no recordarán estos días por la suspensión de las clases. Al cabo, el solo hecho de ir a la escuela es un acto revolucionario y, por ello, la mejor forma de honrar la memoria del Líder Supremo.

La que escogió anoche el sexagenario Jorgito fue más ortodoxa. Cocido a buchitos de ron desde las cinco de la tarde, a las ocho brindó por Fidel («mi amigo, mi hermano») y, al punto, en un alarde de objetividad, se dio a enumerar las deficiencias del régimen, haciendo hincapié en el «tremendo» error que ha supuesto, en los últimos años, dar tanta libertad a los pájaros, que es el modo como en Cuba se designa a los maricones. Jorgito es cochero de turistas, vive solo y tiene satisfechas sus necesidades básicas, esto es, el alcohol y, de cuando en cuando, 20 minutos de amor a 10 cucs. Cómo iba a tener otras si Fidel, al poco de llegar al poder, repartió refrigeradores, lavadoras y televisores entre el pueblo. La aflicción, obviamente, también rige para Jorgito, mas en envase de agua mineral. A las putas va a ser más difícil camuflarlas. Sobre todo porque en Cuba no hay putas.

Mientras esperamos al chófer del colectivo que nos ha de llevar a La Habana, prosigue en la tele el maratón fidelista. Son ya 56 horas de loas al comandante y es el turno de una corresponsal en algún país iberoamericano (Ecuador, creo entender). «Y en cuanto aquí se supo la noticia, el cielo se cerró y cayó un aguacero impresionante, el mayor, estoy segura, en mucho tiempo, como si la naturaleza también quisiera sumarse al homenaje a Fidel».

Para realismo mágico, sin embargo, el de Julio, 35 años, nuestro chofer de hoy. «Hace diez años me eché al mar tres veces en una balsa y el mar me devolvió las tres. Esta isla, amigo, es una prisión rodeada de agua, usted me entiende. Ahora tengo esposa y un hijo y sigo tratando de salir, pero por otra vía: una visa, ayuda de algún amigo de Miami, un contrato de trabajo en México… Lo que Dios provea».

Vamos lanzados por la autopista porque Julio debe llegar antes de las 11 a un punto de recogida para dejar a los dos alemanes que viajan con nosotros. Si no llega a esa hora, el día se le complica. Un bucle de canciones de Bisbal ameniza el trayecto, bien entendido que autopista, punto de recogida y complicación son términos tan orientativos como ameniza. Reflexiono en voz alta sobre el inmenso porcentaje de cubanos que no conoce ningún otro país. «No sólo», apostilla Julio. “Le asombraría la cantidad de habaneros que no conocen Cienfuegos, o la cantidad de cienfuegueros que no han pisado Santiago. De eso se habla poco y también es bastante revelador del país de mierda que es esto».

Al poco de entrar en La Habana, vemos las primeras marchas de pioneros hacia la Plaza de la Revolución. Algunas de esas columnas están encabezadas por pancartas. «Viva Cuba libre». «Fidel vive». «Hasta siempre, Comandante». La ciudad es un sepulcro envuelto en banderas y ni siquiera el obvio paralelismo con cualquier pueblo catalán resulta tranquilizador. Hace ya unos minutos que Julio ha silenciado a Bisbal.

La profunda pena de los habaneros

El valenciano de cincuenta y tantos que tenemos en la mesa de al lado, en un paladar de Línea junto a Presidentes, no ceja en su empeño de que le sirvan una cerveza. «Pero a ti qué te cuesta», le dice a la camarera. Incluso la mulata de veintitantos que le acompaña parece incómoda ante su insistencia, que incluye humoradas del tipo: «¿Y un riojita?», a las que sigue su propio, denigrante carcajeo. Enfrente, en el restaurante Decamerón, no se ve un alma. Un grupo de americanos se asoma a la verja que separa la terraza del paladar de la acera, atraídos por una tele que ofrece imágenes de la NBA. El hecho de que den baloncesto en lugar de discursos históricos de Fidel (¡cuál no lo fue!) les ha hecho pensar (¡benditos!) que aquí no rige la ley seca. La decepción, de tan amarga, resulta cómica.

Quien no se rinde es el valenciano: «¿Y si la escondo en la mochila y le voy dando traguitos? ¿Qué te cuesta?». Durante el día, nos hemos cruzado con grupos de turistas marchando en procesión; cruzando, en algún caso, miradas suplicantes, perentorias, con los lugareños: son las que distinguen, en cualquier lugar del mundo, a quienes andan buscando su dosis, no importa de qué. Que sepamos, sólo en los hoteles de Varadero, Trinidad y otras localidades hiperturísticas se puede tomar alcohol. Siempre, claro está, que lleves la pulsera de cliente. En La Habana, en cambio, el cerrojazo es absoluto. De velar por él se ocupan los millares de policías que hay distribuidos por las áreas. En cada esquina, al menos un joven uniformado anda al acecho, con gesto sumarísimo, del menor conato de júbilo. Ello no impide a los locutores de la televisión nacional achacar «el vacío, casi desolación, de algunas calles de La Habana a la profunda pena de los habaneros por la muerte del Comandante». Por lo demás, la retórica cuántica prosigue su curso:

“Fidel ha muerto sin morir, porque vive en nuestros corazones. Es decir, ha muerto, pero sólo, y que esto quede bien claro, en un sentido físico.”

Capital mundial del chisme, éste es el ranking matutino: 1) Fidel llevaba muerto ya unos días pero lo anunciaron el viernes para que su muerte coincidiera con la conmemoración de la partida del Granma de México a Cuba. 2) Fidel llevaba muerto ya unos días, pero retrasaron el anuncio para que les diera tiempo a organizar las exequias. Y nuestro favorito: 3) Fidel no ha muerto; todo esto lo ha montado él mismo para ver si los cubanos lo queremos de verdad.

De vez en cuando, entre el toda-La-Habana-comenta se cuela una noticia, digamos, veraz. La que hoy echa candela por el Malecón es la trifulca entre castristas y anticastristas frente a la embajada cubana en Madrid, que la tele ha difundido sin escatimar detalle, presentándola como un ejemplo de fervor internacionalista. Carla, la chica de la limpieza de nuestra anfitriona en La Habana, remata la crónica: «A todos esos castristas que tienen ustedes en España, ¿por qué no los envían para aquí a vivir como nosotros?». Otro internacionalismo, éste sí, inapelable.

Una de nuestras últimas estaciones es el Habana Libre, joya hotelera del castrismo, y en cuyos bares, según nos dice una conocida, sí que sirven mojitos. Así es, en efecto. La prensa internacional, con sus cámaras, sus credenciales y su prosopopeya, se ha hecho fuerte en el hall, y corren los mojitos, los daiquiris y la cerveza. Pido dos mojitos: «Estamos de duelo, señor, y los mojitos sólo son para los clientes. ¿Son ustedes clientes?». Pienso en mi amigo Juan Abreu, que pasó aquí su noche de bodas.

Salimos hacia el aeropuerto cinco horas antes de que nuestro vuelo despegue, pues nos han advertido de que el Gobierno ha decretado el cierre de comercios (un decir) y prohibido el tráfico en las calles próximas a la plaza de la Revolución, y que la medida empezaría a aplicarse sobre las siete PM. Un poco más tarde debía celebrarse el funeral habanero en memoria de Fidel, con la participación de jefes de estado tipo Maduro, Ortega, Obiang, Mugabe, Peña Nieto, etc. «En memoria» es inexacto. Durante las cuatro horas de espera en la terminal del José Martí, donde seis grandes televisores retransmiten el acto, nos fijamos en que ninguno de los dirigentes osa hablar de Castro en pasado. Fidel no era. Fidel es. El mismo libro de estilo que rige en la televisión cubana. Ortega, que empieza su discurso apiadándose de Allende por haber creído, tan bienintencionada como ingenuamente, en la toma del poder por vía pacífica, razona el porqué del presente histórico. «Y yo me pregunto: ¿Dónde está Fidel?». Y al unísono, miles de habaneros: «¡Aquí!». Antes de que el presidente de Nicaragua retome su discurso, el gentío estalla en un «¡¡Yo-soy-Fi-del!!» que el realizador, por si no ha quedado claro, sobreimpresiona en amarillo. Si Fidel es, si sigue siendo, en definitiva, es porque se ha transubstanciado en el Pueblo.

Al fin, la libertad

De camino al aeropuerto hemos sido testigos de esa transubstanciación. Pedro Luis, un coronel de aviación jubilado que a sus 70 años hace de taxista clandestino, se ha extendido en los logros de la Revolución. «Verán, Batista, el dictador que gobernaba antes de Fidel, mandó asesinar a miles de cubanos…». Hacia el kilómetro 5, más o menos, ya habíamos llegado a la sanidad. ¿Recuerdan a Valia, la niña de Trinidad? Así Pedro Luis. «Y ahora díganme: en España, si alguien requiere un trasplante de corazón o ser tratado de un cáncer, ¿cuánto tiene que pagar?». A punto he estado de decirle que España es líder mundial en trasplantes desde 1992; me lo ha impedido el temor a que infartara y, lo admito, su grado de coronel. También me he abstenido de hurgar en el hecho de que un hombre retirado, con las facultades algo mermadas, se dedique a hacer de chofer de turistas. Una cosa es impugnar un sistema y otra impugnar una vida, me he dicho. Pero ha sido antes de ver el teléfono que gastaba.

–Veo que tiene usted un iPhone… ¿5?

–Cuatro, cuatro… Me lo trajo mi hijo, que vive en Miami.

Y antes, también, de que nos explicara los fundamentos de la democracia cubana: «Usted elige a su representante de cuadra, el representante de cuadra al de barrio, el de barrio al de distrito… Y así hasta ​Raúl».

Ya en París, en el control de equipajes, María rememora algún episodio particularmente espinoso del viaje y ella misma, al saberse hablando sin moderar el volumen ni mirar a los lados, exclama: «¡Qué bien, poder hablar en libertad!». Delante, una cubana con pasaporte francés y bolso de Carolina Herrera nos mira y, negando con la cabeza, profiere un chasquido. Sin duda, no hemos entendido nada.​

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