THE OBJECTIVE
Sanz Irles

El Dasein del PSOE

«El votante del PSOE, como el Dasein de Heidegger, está ‘arrojado ahí’, al mundo de su partido, antes sólido, fiable, inconsútil y ahora lleno de costurones»

Opinión
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El Dasein del PSOE

Felipe González en 1981. | Europa Press

En septiembre de 1976, a los diez meses de la muerte de Franco, el joven secretario general del PSOE, Felipe González, viajó a Ámsterdam para participar en el congreso de los laboristas holandeses. Europa (en aquel tiempo «¡Oh, Europa!») ponía la mirada en España y Felipe empezaba a recibir apoyos internacionales, especialmente de sus camaradas europeos. El de los socialistas alemanes, decisivo en su carrera política, empezaba a ponerse de manifiesto y fue sólido y duradero. Felipe sabía que los socialdemócratas de Europa ya no apoyaban revolucionarios acelerados y que su camino hacia el poder pasaba por bajar el puño o por encasquetarle una rosa. Asuntos de diseño en buena medida.

También dio un mitin para emigrantes y exiliados españoles (estos últimos, cuatro gatos en realidad). Hubo gente en el mitin, aunque quedaban butacas vacías; quien de verdad llenaba teatros en Ámsterdam por entonces era Paco de Lucía, que se había casado allí con una hija del general Varela e iba a menudo. Era el año de Entre dos aguas; para Felipe, Entre dos pesoes.

Felipe era aún poco conocido. Yo estuve en el mitin. Mis recuerdos son vagos, como de duermevela, y no permiten una crónica de ambiente. Fuera ya estaba oscuro y hacía frío. Canales borrascosos. Felipe recorrió despacio, abacial, el pasillo central entre las butacas y llegó al escenario. No lo «llenaba», como suele decirse, pero yo soy muy poco mitómano, así que son libres de creer que sí lo llenaba. Si la chaqueta no era de pana, podría haberlo sido. Recuerdo tonos pardos. A Felipe aún no se lo conocía como «Nadiusko», en referencia a una exótica actriz del cine S que invadía España (el cine del destape, el de las tetas democráticas, el de «solo me desnudo si lo exige el guion»), pero parecía revestido de una lozanía grave; grave y reventona; no había apostura apolínea, pero sí un atractivo masculino fácil de adivinar; su belleza no era clásica, sino campestre y vaqueriza. La belleza de Adolfo Suárez, su gran rival, era más viril, más castellana, más austera, más derecha.

La gente que fue al mitin ansiaba oír lugares comunes «cargados de futuro» (aquí está permitido el cliché) y Felipe, generoso, abundoso, se los dio. A espuertas. Se bosquejaba el Felipe hipnotizador de muchedumbres y muchos caían embelesados por su sevillanismo y «el regalado acento de sus palabras», como le pasaba a Pepita Jiménez ante don Luis de Vargas.

Por su tono y sus mensajes, Felipe aún parecía tener un pie fuera del sistema, pero ya no iba contra él con un ariete; más bien parecía llamar a su puerta con insistencia. Seis años después Felipe González formaba gobierno. Empezaba el largo Felipato, una etapa seguramente de oro para el PSOE (dejando aparte los ultimísimos años) y buena para España: se consolidaba la democracia y los grandes partidos ―el propio psoe y poco después Alianza Popular, que aún tardaría trece años en ser Partido Popular―  gravitaban hacia el centro. Los nacionalismos (por entonces independentistas vergonzantes) todavía jugaban a jugar al mismo juego que los demás españoles («yo juego a que te creas que te quiero», cantó después Luz Casal). Pintaban oros y los socialistas eran los reyes del centro o lo parecían.

Hoy este PSOE de Zapatero y Sánchez tiene sumidos en el desconcierto a muchos españoles, a bastantes de sus votantes y hasta a algunos de sus militantes, o tal vez a muchos, pero se ve que engullen.

Sería prolijo enumerar las razones de esta sinrazón: las decisiones, actitudes, descaradas mentiras y gestos «aparentemente» incomprensibles del gobierno y la dirección del partido se suceden a trompicones, pero podrían resumirse en tres: una firme preferencia por asociarse con partidos de vocación e identidad totalitarias, una gravísima puesta en entredicho de la unidad y de la mera idea histórica de España y, dulcis in fundo, un creciente acoso a otras instituciones del Estado, en especial a las que constituyen el poder judicial y su imprescindible independencia.

Hay razones para el desconcierto. Se ha dicho y escrito mucho sobre la psicología de los votantes y ha de haber por ahí libros y artículos académicos de interés sobre el asunto, aunque la mayoría de lo que se oye en entrevistas a expertos sapientes, tertulias y telediarios es palabrería lugarcomunesca y tributo timorato a la obviedad. «El votante no siempre vota con la cabeza», nos dicen, mientras se complacen incomprensiblemente en escucharse decir en tales vulgaridades.

El militante, pues, no interesa a efectos de la comprensión del fenómeno. Pero el mero simpatizante debería de tener más libertad para mudar sus preferencias electorales; sin embargo, en el caso del PSOE parece toparse con una resistencia interior feroz, una inercia casi geológica, y para que seguir votándolo no le resulte psíquicamente devastador, prefiere negar la contumaz realidad: autoconvencerse, por ejemplo, de que la culpa del desastre catalán es de la derecha, de que Franco sigue vivo y de que aceptar las impúdicas mentiras de Sánchez no es una vergonzosa humillación de su inteligencia. Es difícil desinvertir lo que se ha invertido tantos años en emociones y sentimientos. El votante del PSOE, como el Dasein de Heidegger, está «arrojado ahí», al mundo de su partido, antes sólido, fiable, inconsútil y ahora lleno de costurones, y aunque aún tiene su voto a-la-mano, ya no le resulta una herramienta familiar que se utiliza automáticamente y sin pensar; ahora, de repente, mira su voto con extrañeza, con aprensión, y se pregunta qué hacer con él, y duda, y titubea; algunos puede que incluso se hagan la autocrítica leninista; después, muchos de ellos, llenos de angustia ontológica… votan de nuevo al psoe, y mientras se llevan las manos a la apesadumbrada cabeza, se dicen que esta etapa enloquecida del partido pasará, que Zapatero y Sánchez son un paréntesis, que las aguas volverán a encauzarse. Chi lo sa.

Pero también hay otros que han llegado a la preocupante conclusión de que el verdadero paréntesis fue el Felipato y que todo esto es el resurgimiento del verdadero PSOE, el de siempre, el proletario, el de la Semana trágica de Barcelona, el auténticamente de izquierdas, cuyas llamas revolucionarias pueden quedar a veces sofocadas por los avatares de la historia, pero nunca del todo extinguidas: los rescoldos siguen ahí, bien protegidos en los braseros de las casas del pueblo, listos para avivarse cuando convenga.

¿Y cuándo conviene? Pablo Iglesias Posse, su fundador, lo explicó con claridad el 5 de mayo de 1910: «Este partido está en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones». Bueno, hoy por hoy está en la legalidad, aunque a veces no lo parezca del todo.

El espacio para el optimismo podría estar, sin embargo, en una tercera idea: la de que ninguna de las anteriores es correcta, por lo que la verdadera esencia del PSOE sería la de la veleta. Hoy, ayudado por una nutrida prensa muy parecida a Na postu, el órgano de la Asociación rusa de escritores proletarios en los años 20 del siglo 20, y por una extremísima izquierda pueril, corre desesperado hacia el jacobinismo, pero ¿y mañana? Pues mañana, lo que convenga.

Después de todo el presidente Sánchez se abriga por las noches con la mantita de Saint-Just, un revolucionario con los papeles en regla: On ne peut point régner innocemment.

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