THE OBJECTIVE
Julia Escobar

Exhortaciones de doña Emilia

«Líbranos, Señor, de todos esos muermos que nos hacen perder un tiempo precioso»

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Exhortaciones de doña Emilia

Emilia Pardo Bazán.

«De los literatos contemporáneos, los enfermos imaginarios, los pleiteantes y las confesiones amorosas, Dios nos libre», decía doña Emilia Pardo Bazán con la mordacidad que la caracterizaba en todos los géneros cultivados por ella, y no solo en el epistolar, que es de donde saco esta frase a cuya monición aludo.

Sí, líbranos, Señor, de todos esos muermos que nos hacen perder un tiempo precioso, que nos mantienen amordazados por una buena educación que algunos ni siquiera han tenido. Estoy segura de que casi todo el mundo ha padecido alguna de estas agresiones ahí mencionadas. Voy a atreverme a reproducir algunas de esas posibilidades de acuerdo con mi experiencia, excepto la primera. De los literatos contemporáneos nada diré por no incurrir en contradicción ni tirar piedras contra mi propio tejado. Me limitaré a los otros tres.

Enfermos imaginarios

Pongamos que acabas de salir del hospital, de una larga estancia en la que has estado a punto de perder la vida y la has salvado gracias a los cuidados médicos y a pesar de la ciencia. Pongamos que ya puedes empezar a disfrutar nuevamente de la libertad. En ese momento crucial, ¡qué delicia oír los gorjeos de los pajaritos en pleno vuelo nupcial, si es primavera, o recibir los empujones de los niños en el autobús en pleno curso escolar! ¡Qué maravillosa te parece la otrora para ti muy prosaica plaza de Manuel Becerra! Todo se magnifica, se estrena, por así decirlo, a tus ojos, agradecidos de seguir viendo la luz del día.

Y de pronto, te encuentras con aquel compañero de facultad que creías ya muerto, no sólo por la edad ―más de setenta― sino porque lo recuerdas siempre enfermo, tanto o más que tú misma, desde luego mucho más quejumbroso. Sus ojos están extraviados por la angustia, un rictus de amargura doblega sus labios hacia la barbilla, no es él, sino tú (¡qué grave error!) quien le saluda. Entonces, Antonio repara en tu presencia y se esfuerza en enderezar sus caídos sus labios para esbozar una sonrisa ambigua:

― Tú siempre magnífica, rebosante de salud, ¡Qué envidia!
― ¿Pues qué te pasa?
Lo de siempre, se me va una cosa y empieza otra, están haciéndome pruebas porque todo pinta que tengo una cirrosis. 
― ¿Pero no habías dejado de beber? 
― ¡Qué tendrá que ver eso! Es la maldición que me persigue desde pequeñito, el garrotillo, la meningitis aguda, el tétanos, todo lo he tenido, te lo he contado miles de veces, pero los suertudos como tú creéis que la vida es toda de color de rosa. 
― Sí, claro, Antonio, cuánta razón tienes en lo que dices. Qué no sea nada y consigas pronto un donante de hígado. 
― Tú también piensas que es eso, ¿verdad? ¿Lo dices porque me ves muy amarillo? venga, dímelo francamente, a estas alturas no me voy a asustar. 
― Un poco la verdad, pero apúrate, no vayas a llegar tarde a la consulta

El semáforo se ha puesto ya verde para él y ese muermo, ese amargado cruza la acera con aire tambaleante y se adentra en el hospital tras estrechar la mano a los cuatro sindicalistas de turno que, con pitos, panderetas y altavoz, se manifiestan  «a favor» de la hepatitis C y su tratamiento gratis para todos, incluidos los que no la tienen, como seguramente ellos y como desde luego él.

Pleiteantes

Al decir de quienes los padecen, los representantes de este género, que al parecer se caracteriza por retrotraerse a la prehistoria para fundamentar los derechos por los que pelean, no te ahorran detalle alguno sobre esas hectáreas de más por las que luchan, en barbecho desde que impugnaron el testamento, o los inmuebles que están desmoronándose en el municipio de que se trate. Confieso que nunca he recibido las confidencias de ninguno de ellos, pero una vez me pasó algo muy divertido, cuando visitaba una ciudad gallega de cierta importancia. Me llamó la atención el estado ruinoso de algunas de sus mejores casas, el lamentable espectáculo de ciertas tierras de labrantías y un par de fábricas de conserva abandonadas y le pregunté a mi guía, que presumía de conocer la ciudad al dedillo.
― ¡Por el amor de Dios, ¿por qué no venden eso de una vez, o lo arreglan? ¿Pero aquí que pasa? 
― Ah, me explicó con tono circunspecto, todo eso pertenece a una rica familia local, los fulanitez de tal y cual, que hasta hace unos diez años ejercían aquí una suerte de cacicazgo.
― ¿Y qué les ha pasado? 
― ¿Qué va a ser, alma de cántaro? ¡Heredaron! 
― ¿Los conoces?
― Soy su abogado.

Las confesiones amorosas

Teníamos muchas ganas de intimar con ese gran hombre, poeta, ensayista, gran especialista en literatura del siglo XIX, coetáneo y amigo de los más brillantes literatos de la segunda mitad del siglo XX, tanto de España, como Francia, Italia, México. Cuando aceptó nuestra invitación a pasar unos días en el campo con nosotros esperábamos grandes revelaciones, interesantes anécdotas de ese mundo que conocíamos sólo sobre el papel. Al principio parecía que iba a satisfacer nuestra curiosidad: María Zambrano era en realidad, así o asá, Rosa Chacel, una especie de mujer fatal, la mujer de Octavio Paz, llamada Elena Garro, era tan feroz que la llamaban Elena Garra… Aquello fue derivando en chismografía más o menos erótica para pasar a contarnos, sin ahorrarnos detalle alguno, sus aventuras amorosas por el ancho mundo, con más mujeres a su haber (la mayor parte técnicamente impúberes) que el Don Giovanni de Mozart, sólo que fue en Italia donde conoció a «mille e tre», y no en España donde al parecer, nuestro huésped aún no se había comido una rosca, porque venía poco según nos explicó. No queríamos mirarnos entre nosotros para no traicionar nuestra decepción. La idea de pasar otra velada más con él y oírle desgranar sus logros ̶«a pesar de mi edad y mi pequeña estatura» nos resultaba insoportable y fingimos haber recibido una llamada urgente para volver de inmediato a Madrid.

«No importa –dijo– he echado el ojo a la hija de los amigos donde vivo, y parece que le gusto más que comer con los dedos, de ésta me estreno. Además, si llego antes de lo previsto la encontraré sola en casa porque sus padres no vuelven hasta el lunes». Y se retorcía el ridículo bigote con el que ocultaba su labio leporino.

Líbranos, Señor.

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